Por Mariángela Velásquez, 08/06/2016
Hay un dejo de tristeza en la mirada de Agustino
Bianco que lo acompaña adonde quiera que va. Es un hombre de pocas palabras, de
esos que prefieren permanecer callado en las reuniones del colegio donde
estudian sus hijas de 8 y 14 años. Las camisas le quedan cada vez más holgadas
pero aún su delgadez no es extrema. No es posible dilucidar si está comiendo
poco o es de los que rebaja varios kilos de un tirón cuando la preocupación lo
arropa. En el caso de Bianco, ambas cosas son probables.
Bianco se mudó a Panamá por una oportunidad
profesional. La empresa de tuberías industriales donde trabajaba de gerente de
ventas cerró operaciones en Valencia, estado Carabobo, con la intención de arrancar
de cero en Centroamérica.
La firma le tramitó su residencia como
profesional extranjero con su respectivo permiso de trabajo. Pero cuando todo
estaba listo para arrancar, los dueños firmaron un nuevo contrato con el
gobierno venezolano y dejaron “guindando” a los ingenieros “trasladados”. La
solución que le ofrecieron a Bianco fue reengancharlo en Venezuela con salario
de vendedor raso sin rango gerencial.
Como ya había entregado el apartamento donde vía
alquilado en Venezuela, Bianco decidió abrirse paso por su cuenta en la capital
panameña sin amigos y con muy pocos ahorros.
“Ha sido muy duro salir adelante”, cuenta el
valenciano de padre italiano. El presupuesto que calculó inicialmente para
mantener a su esposa y dos hijas distó mucho de la cantidad de dólares que en
realidad necesitaba. En pocos meses, no tuvo otra alternativa que mudarse de un
cómodo apartamento amueblado en una de las avenidas más transitadas de la
capital a un pequeño estudio a 40 kilómetros de la ciudad.
Los cuatro integrantes de la familia Bianco ya
llevan un año en el pequeño apartamento sin muebles. Lo único que tienen son
dos colchones inflables y los artículos personales que guardan en sus maletas.
Y si bien es cierto que Panamá tiene el mayor
crecimiento económico de América Latina, con un PIB de 5,8 por ciento en 2015,
su capital también es una de las urbes más costosas de la región.
Según la publicación digital Encuentra 24, el
precio promedio de un apartamento sin amueblar de 70 metros cuadrados en una
avenida comercial, con acceso a transporte público como Vía Porras, oscila
entre 900 y 1.200 dólares mensuales.
En las ciudades dormitorios de Arraiján o
Tocumen, los precios pueden bajar hasta los 400 dólares, pero los
embotellamientos en las horas picos son exasperantes y la gasolina carísima.
Con un precio que ronda los 0,79 centavos de dólar por litro, llenar un tanque
puede costar hasta 30 dólares.
Para los Bianco vivir fuera de la ciudad ha sido
una prueba de fuego. Tienen que despertar a sus niñas a las 4:30 para que
lleguen al colegio a las 7:00 y ellos a las 8:00 a la oficina. Además de
desembolsar 250 dólares mensuales de gasolina.
Laura Díaz, la esposa de Agustino, ha llorado
mucho en los 18 meses que tienen viviendo en Panamá. Hija de padres canarios,
Díaz creció en una familia de clase media en San Fernando de Apure. Y aunque no
abundaban los lujos, tampoco supo de privaciones hasta el día que decidió
mudarse al extranjero.
Ella no extraña los estrenos ni la peluquería,
pero le duele no tener dinero para pagar todos los útiles del colegio y una
alimentación balanceada para sus hijas. Le parece una ironía que en Venezuela
tenía plata y no encontraba lo que quería. Y en Panamá consigue de todo, pero
tiene que conformarse con mirar lo que quiere a la distancia, desde el lado de
afuera de la vitrina.
“Si pudiera devolver el tiempo y comenzar de
cero, averiguaría muy bien cuáles son los oficios y las carreras que puedes
desarrollar. Nosotros nos dedicamos a las ventas, y nos vinimos pensando que
esto era un paraíso. No conocíamos cómo se maneja la parte comercial, cómo se
vende, cómo son las comisiones, cómo son los salarios”, expresó Díaz.
“Pienso que muchos venezolanos nos venimos y
decimos: allá resolvemos, si en Venezuela hemos vivido todo lo que hemos
vivido, allá hacemos lo que sea, empezando de cero, y resulta que no es tan
sencillo. Panamá es un país que te pone muchas limitaciones para ejercer muchas
profesiones. Hemos evaluado irnos a España porque yo soy española y allí al día
siguiente tengo cédula. Aquí tengo que gastar mucho dinero. Todas las carreras
están protegidas”.
Díaz se refiere a los llamados “certificados de
idoneidad profesional” exigidos por la ley para ejercer una larga lista de
carreras como la medicina, odontología, derecho, psicología, ingeniería,
arquitectura, contaduría, periodismo.
Para optar por la idoneidad es indispensable
recorrer un largo camino, invertir unos 3 mil dólares y reunir muchos
requisitos para alcanzar el primer objetivo, que es una residencia permanente.
Si logras ser residente, y aún deseas ejercer una profesión protegida, debes
naturalizarte panameño, para lo cual debes vivir en el país durante 5 años y
renunciar a tu nacionalidad de origen.
La apureña recomienda sacar bien las cuentas si
decides mudarte a Panamá con toda la familia “porque con hijos la cosa es mucho
más difícil”. Cree que es necesario venir con ahorros para tener una base para
arrancar y tener mucha cautela a la hora de gastar durante los primeros meses
del proceso migratorio.
“Más allá de muchos errores que cometimos que hoy
no cometería, pienso que no escogería Panamá. Como hija de española, Europa
sería mi opción. La legalidad es muy importante. Y aquí es muy caro sacar la
documentación. Pero cuando vemos la situación que se vive en Venezuela sentimos
que para atrás no hay regreso. Creo que no nos vamos a quedar aquí, pero a
Venezuela no regresamos”.
El resteado
El fin de una relación amorosa fue el último
empujón que necesitó Roberto Fuentes para cortar las amarras con Venezuela y
probar suerte en otro lugar. La idea de emigrar hacia Estados Unidos le había
rondando la cabeza desde la adolescencia pero pasaron los años y nunca logró
materializar ese proyecto.
A los 37 años, luego del sacudón emocional de su
divorcio, a Fuentes le pareció poco factible alcanzar el preciado sueño
americano y lo cambió por otro que parecía más tangible: Panamá. Las ventajas
de un país con una economía pujante y una política migratoria que para ese
momento era de puertas abiertas le atrajeron de inmediato.
Al magnetismo de un país dolarizado, se sumó a la
facilidad de seguir hablando español, la cercanía geográfica para regresar de
visita, pero al mismo tiempo mantener a raya el guayabo, y un clima cálido que
evitaría innecesarias inversiones en abrigos y pasar el frío parejo durante el
invierno.
Fuentes ya había comenzado su camino migratorio
dentro de Venezuela, cuando se mudó de Caracas hacia Maturín, estado Monagas,
donde era el encargado de una cadena local de supermercados.
Pero en el interior nunca consiguió la
tranquilidad que anhelaba al salir de la capital. “Me robaron más veces de lo
que puedo recordar. Me quitaron dos motos, un carro, me llegaron varias veces
los malandros para que abriera la bóveda. Siempre con pistolas. Siempre fueron
robos a mano armada. Uno se acostumbra a que la vida no vale nada”, dice.
Cuenta que en Panamá las cosas no resultaron
exactamente color de rosa. “Las cosas han cambiado mucho en los últimos 5 años.
Ya no es tan fácil sacar los papeles ni conseguir trabajo y los precios se han
disparado”.
Pero desde que se mudó al Istmo nunca ha estado
parado. Primero aprovechó sus conocimientos de montañismo y su buena condición
física para trabajar limpiando ventanales en los lujosos edificios del distrito
financiero de Ciudad de Panamá. Se lanzaba a rapel desde la azotea y pasaba su
jornada laboral eliminando la mugre de los cristales, amarrado a la vida con un
arnés y una soga.
Ahora intenta abrirse camino por su cuenta
manteniendo equipos de refrigeración, aunque no es un área nueva para él.
“Con todo y lo difícil que ha sido no me
arrepiento de haber venido. Las veces que he regresado ya no me hallo allá.
Aquí estoy más tranquilo y siento que sigue habiendo oportunidades. Bueno, eso
es por ahora, porque las cosas podrían cambiar aquí también”, cuenta Fuentes
con un poco de preocupación.
Escape de la esclavitud
A Leandro Herrera, de 26 años, lo convenció un
conocido de probar suerte en Panamá trabajando en un negocio de servicio
técnico de artefactos electrónicos. El amigo puso el capital para montar una
tienda en El Dorado, zona donde se concentra la población de origen chino, y
Herrera aportaba su mano de obra para atender a los clientes y poner el
proyecto en marcha.
El arreglo también contemplaba que compartirían
un apartamento que inicialmente financiaría su conocido, pero que pagarían
entre todos tan pronto como la empresa comenzara a dar dividendos.
El local nunca dio los resultados esperados para
el comerciante venezolano, aunque los conocedores del mercado local saben que los
márgenes de ganancia son estrechos y que se necesita un mínimo de 4 años para
comenzar a verle el queso a la tostada.
Herrera trabajaba 10 horas diarias, de lunes a
lunes, sin percibir remuneración alguna. Y, al final, su benefactor pasó a ser
un acreedor porque no le pagaba un sueldo pero sí le cobraba renta, servicios y
comida.
La cuenta que sacó el presunto empresario era la
siguiente: la habitación amueblada que ocupaba Leandro costaba 400 dólares, los
servicios de agua, electricidad e internet sumaban 200 dólares, y la comida
otros 300 dólares. Y como esos gastos los iba restando de un sueldo ficticio de
700 dólares mensuales, cada 30 días el desprevenido Herrera sumaba otros 200
dólares a una deuda que en poco tiempo sería impagable.
Para reunir el dinero, el joven técnico decidió
extender su jornada laboral desde las 11 p.m. a las 3 a.m. como bartender en
una discoteca a las afueras de la ciudad. Pero en unos meses no tenía fuerzas
ni concentración para ninguno de los dos empleos.
Un día Herrera se armó de valor y buscó trabajo
ejerciendo su oficio por su cuenta, aunque para ese entonces todavía tenía
estatus legal de turista. “Ahora me va mucho mejor. Pago mi habitación, mi
comida, reuní para sacarme mis papeles y le mando 100 dólares mensuales a mis
viejos para que se ayuden con sus gastos”.
“Este camino no ha sido fácil. He tenido que
aprender muchas cosas sobre la marcha pero cuando volví a Venezuela en
diciembre salí poco con mis amigos. Todos hemos cambiado. Sobre todo yo, porque
no puedo creer que todos se hayan acostumbrado a pasar el día haciendo colas, a
tener miedo todo el tiempo a que un malandro te mate. Yo ya no puedo. Me
regresé a Panamá sin dudas de que no quiero vivir allá”, aseguró Leandro
Herrera.
Regresar a la vida
Reina Pietro nunca se acostumbró a vivir en el
extranjero. Emigró desde Coro, estado Falcón, a Ciudad de Panamá, donde su
esposo montó una empresa de transporte de carga. A diferencia de otros recién
llegados, los Pietro nunca tuvieron problemas económicos. Vivían en un cómodo
apartamento en la zona residencial de Condado del Rey y su niña comenzó a
estudiar en el Colegio Las Esclavas, uno de los más tradicionales y
prestigiosos del país.
Pero Reina nunca se sintió feliz. Ni la seguridad
de las calles, ni los automercados repletos de comida pudieron llenar el vacío
que le dejó la separación de sus costumbres y sus seres queridos.
Con el transcurrir de los meses sólo aumentó la
desazón, y el día antes de las elecciones legislativas de 2015, Reina tomó un
avión y regresó con su hija a su Falcón natal. “Le pido a Dios que nos dé
fuerzas para cambiar y reconstruir a Venezuela. Tenemos que tener fe y
esperanza”, dijo en el colegio antes de partir.
Seis meses después reflexiona sobre su decisión.
“El país está muy mal y así no hay manera de que uno esté bien. Pero yo no me
arrepiento de haber regresado. Debe ser que no soy normal”, expresó.
Reconoce que hay gente que le dice que está loca
por volver a un país que atraviesa una severa crisis económica y política. “Es
fácil juzgar a los demás cuando tu actitud no te permite ver a los que están
por debajo de tu hombro. Las personas que me critican tienen valores
cuantitativos. Los míos son cualitativos. Ven un país que muere lentamente y se
preocupan porque no pueden comprar un pantalón de marca”.
Reina responde sin vacilar qué tiene Venezuela
que no puede encontrar en Panamá ni en ningún otro lugar: “Aquí está mi país,
mi gente, mi familia. En Venezuela está mi vida”.
Tomado de:
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