ANTONIO A.
HERRERA-VAILLANT 05 de enero de 2017
A
principios de enero de 1958 el General Marcos Pérez Jiménez andaría orondo con
el fraudulento plebiscito que abusivamente había impuesto. De no haber sido
tipo serio quizás pensaría en salir bailando en televisión con doña Flor. Poco
imaginaría que pronto abordaría la “Vaca Sagrada” para huir a Santo Domingo.
Acontece
que los regímenes dictatoriales suelen llevar en sus entrañas las semillas de
su propia destrucción. Sobre todo, cuando el núcleo de poder es una pandilla
armada, unida fundamentalmente por bajos intereses.
Si las
bases institucionales y los principios democráticos de una nación se han
prostituido por el más abyecto servilismo, lo que queda para sustentar un
sistema dictatorial es apenas el turbio entramado de intereses compartidos de
sus principales capitostes.
Son
muy frágiles las lealtades y aumenta la precariedad de un régimen cuando entre
sus principales integrantes prevalece un alto índice de oportunismo, ruindad
moral y torpeza intelectual.
La
inestabilidad crece durante las secuelas de etapas intensamente personalistas,
donde la principal “credencial” de encumbramiento político ha sido la más
abyecta degradación ante un caudillo: Los escombros humanos que quedan en su
estela – sin pizca de mérito propio – difícilmente logran sustentar un poder
que jamás ganaron ni merecieron.
Una de
las dictaduras más arraigadas de América fue la del paraguayo Alfredo
Stroessner entre 1954 y 1989. Stroessner “ganó” su última elección en 1988 con
“89% de los votos”, pero en febrero de 1989 salía huyendo hacia Brasil. ¿Qué
pasó?
El
viejo dictador creyó consolidar su régimen militar casando a su hijo “Freddie”
con una hija del general Andrés Rodríguez, jefe de las Fuerzas Armadas
paraguayas. Pero se cuenta que un buen día el hijo de Stroessner le propinó una
paliza a la hija de Rodríguez. Poco después Rodríguez sacó al consuegro del
poder.
El
episodio ilustra la intrínseca vulnerabilidad de un régimen de pura fuerza y
baja calaña, así viva proclamándose firme y “monolítico”.
Hay
quienes desesperan ante la supervivencia de cualquier dictadura militar que
parece “atornillada”: Deben recordar que son gigantes con pies de barro que de
repente se deshacen en determinadas circunstancias.
Las
caídas de las dictaduras opacas rara vez son transparentes. Por estas partes
pueden pasar años de lucha tenaz y heroica contra una tiranía, utilizando todas
las vías cívicas al alcance para crear condiciones. Y cuando menos se espera se
escuchan esas famosas palabras: “¡Corran a prender el televisor!” Quién a
hierro mata, no fallece a sombrerazos.
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