ALFREDO MEZA 19 de marzo de 2017
Aquí
confluyen dos historias: el reciente
hallazgo de 14 osamentas en una fosa común de la Penitenciaría General
de Venezuela (PGV), según reconoció el Ministerio Público de este país a
principios de esta semana, y la desaparición, el 7 de septiembre de 2009, de
uno de los internos, Francisco Guerrero Larez, recibida con indiferencia por el
régimen de Caracas.
El
Estado no proporcionó información veraz ni a los familiares de Guerrero Larez,
ni a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y a la Corte Interamericana
de Derechos Humanos cuando preguntaron por su suerte. Las autoridades
sostuvieron que Guerrero Larez se había fugado del penal y después guardaron un
silencio definitivo cuando en 2015 el Comité Contra la Tortura de la ONU
responsabilizó al Estado de su desaparición.
Cuando
el 10 de marzo la ministra de Servicios Penitenciarios, Iris Valera, reconoció
el hallazgo de la fosa común, Humberto Prado, coordinador del Observatorio Venezolano de Prisiones, una
ONG dedicada especializada en la supervisión del sistema carcelario, recordó el
caso del malogrado Guerrero Larez. Sentenciado a 13 años de prisión por robo
agravado en diciembre de 1997, conoció “las actividades ilegales que cometían
los jefes de la cárcel en complicidad con el militar jefe de la custodia
externa”, según el relato del Comité de la Tortura. Tal vez sea esa la
causa de su desaparición, piensa su esposa, Hilda Hernández, quien agrega que
los demás presos le dijeron que su marido había sido asesinado y desmembrado en
represalia por la información que manejaba.
Era
una versión que concordaba con la que había recogido por su lado el padre de
Guerrero Larez, Francisco. Al denunciar la desaparición de su hijo ante la
Guardia Nacional Bolivariana, la policía militarizada que custodia el perímetro
de las cárceles venezolanas, el director de la prisión le dijo que no podía
darle una respuesta “porque él no controlaba a la población en el penal”. Era
la confesión de una situación que desde hace varios años es un escándalo
recurrente en Venezuela: el Estado ha abandonado por negligencia a los penales
para dejarlos en manos de las bandas más fuertes.
De los
catorce cuerpos que hasta ahora ha encontrado el Ministerio Público en los
terrenos de la PGV, cinco no tienen cabeza. El hallazgo de la fosa común y el
misterio del paradero de Guerrero Larez parecen otorgarles cierto crédito a las
denuncias de tratos crueles, desapariciones y castigos medievales que aplican
los presidiarios líderes, conocidos como “pranes” en la jerga local, a los
internos que cuestionan su autoridad o desean tomar el control. Algunos vídeos
apócrifos que pueden encontrarse en las redes sociales demuestran la tragedia
que significa estar preso en Venezuela y la lucha diaria por sobrevivir en un
espacio sin ley.
El
Ministerio para los Servicios Penitenciarios, creado por Hugo Chávez en 2011 para
intentar solucionar el problema de las mafias carcelarias, ha tenido relativo
éxito al tratar de recuperar el control de los penales. Se ha impuesto un orden
militar cerrado en 98% de ellos, según declaró la ministra de la cartera cuando
compareció esta semana en Ginebra ante el foro de Naciones Unidas con ocasión
del Examen Periódico Universal. Solo siete, según cifras oficiales, todavía
permanecen en “régimen abierto”, una expresión que utiliza el régimen para
explicar que aún están en manos de los internos. En estos casos, la cárcel se
convierte en un gran barrio donde el preso puede traer a su familia a dormir en
el penal, puede circular en motos o bailar en una improvisada discoteca.
Fue
justo la Penitenciaría General de Venezuela la última de las cárceles
recuperada por el régimen. En agosto el líder del penal, alias Franklin
Masacre, había secuestrado a 51 trabajadores del Ministerio de Servicios
Penitenciarios y se negaba a liberarlos si el gobierno no enviaba 1.500 presos
al penal. Con el plan de desalojar las instalaciones iniciado por el
ministerio, “Franklin Masacre” se había quedado sin el dinero que recolecta
todas las semanas entre sus compañeros –las bandas que controlan las cárceles
obligan a cada interno a pagar una cuota, también llamada “causa”, como parte
del derecho a vivir en las instalaciones y a mantener el penal–. A finales de
octubre, después de cuatro días de tiroteos, de explosiones de granadas, de una
férrea resistencia, el Gobierno logró desalojar el penal para reacondicionarlo.
En esas estaba cuando encontraron las osamentas.
El
tamaño de los escándalos a menudo opaca esa labor que el Gobierno intenta
reivindicar en todos los foros. Valera, que ha estado a cargo del ministerio
desde su fundación, a menudo actúa por cuenta propia tomando decisiones que en
otros países serían inconcebibles sin el concurso de la fiscalía y los
tribunales. A Wilmer Brizuela, el pran más famosos de todos tras la muerte de
Conejo en Margarita, le otorgó un Régimen de Confianza Tutelada. En el Código
Orgánico Penitenciario, aprobado por el Parlamento controlado por el chavismo a
finales de diciembre de 2015, justo después de perder la mayoría con la
oposición, se establece que el penado, por decisión del ministro, podría ser
reubicado en un área especial del penal donde continuará con el cumplimiento de
la pena.
Brizuela,
conocido como Wilmito, aprovechó ese beneficio para escaparse de
vacaciones a isla Margarita, el destino turístico por antonomasia de los
venezolanos. A mediados de febrero, en compañía de sus familiares, fueron
baleados. Nadie falleció. El gobierno nunca confirmó la noticia, pero a las
pocas semanas Wilmito regresó a la cárcel donde purgaba su condena antes de
recibir el beneficio del Ejecutivo.
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