Fernando Mires 01 de mayo de 2017
Daniel
R. Headrick, profesor de Historia y Ciencias sociales en la Universidad de
Roosevelt, describe el pretorianismo como un militarismo hacia el interior,
propio de las naciones de orden menor, que no pretende hacer ni ganar guerras,
sino mantener su influencia en el sistema político, controlar las decisiones
que afecten a sus intereses o apoyar a una facción política.
Dejando
de lado la frase “políticamente incorrecta” relativa a que hay naciones de
orden menor, la definición aplica a lo que son o han llegado a ser las FANB en
Venezuela: un ejército al servicio, no de un Estado, sino de un partido
enquistado en el poder: el PSUV.
Porque
definitivamente es así. Bajo la conducción del general Vladimir Padrino López,
el ejército ha dejado de ser una institución defensora de la Constitución y de
las Leyes. Ni siquiera es –de acuerdo al léxico marxista-leninista- un aparato
represivo al servicio de una determinada clase. Es simplemente la tropa de un
grupo de poder que ha roto con la Constitución. Un grupo (mafia o pandilla) que
mantiene secuestrado al Estado y a sus instituciones, en contra de la voluntad
de la inmensa mayoría de la ciudadanía.
Podríamos
discutir si bajo una dictadura el ejército asume siempre un carácter
pretoriano. Pero lo que debe quedar fuera de toda discusión es que toda
dictadura, por definición, es militar. No basta por lo tanto decir que en
Venezuela hay dictadura. Hay que decirlo con toda sus letras. Se trata de una
dictadura militar aunque quien ocupe el gobierno sea un bailarín. El ejército
venezolano es parte de la dictadura. En consecuencias, derrotar a la dictadura
es derrotar al ejército.
Muy
fácil decirlo, me dirán. ¿Cómo piensas tú derrotar a un ejército armado hasta
los dientes? La pregunta sería imposible de responder si ciertas experiencias
históricas no hubieran mostrado que derrocar a dictaduras militares, incluso a
las más feroces, es perfectamente posible.
También
en Venezuela –aunque nadie puede determinar con exactitud el cómo y el cuando-
la dictadura será derrocada. Tengo la impresión, incluso, de que ese momento ya
está cerca. Pues ese momento ocurre no cuando una dictadura es ilegítima (todas
las dictaduras lo son) sino cuando la ilegitimidad se hace presente en los
propios cuarteles militares.
Los
militares, como el resto de los seres humanos, no son (todos) autómatas. Pueden
cometer horrorosos crímenes, eso está fuera de duda. Pero muchos los cometen
porque creen en razones superiores que los justifican. Hasta que aparece la
duda. ¿Existen de verdad esas razones superiores? ¿No me estaré condenando al
infierno si aprieto el gatillo y asesino a ese joven sin armas que nunca me ha
hecho nada?
Hasta
los monstruos necesitan del aura de una mínima legitimidad. Pinochet, un
asesino de tomo y lomo, alguien que no vacilaba en mandar a matar a antiguos
compañeros de armas, cuando fue derrotado por el plebiscito (5 de octubre de
1988) eludió su responsabilidad y solicitó al Estado Mayor que decidiera como
actuar frente a esas multitudes que se agolpaban en las calles. Probablemente
esperaba que sus generales optarían por un segundo golpe de estado similar al
del 11 de Septiembre de 1973.
Afortunadamente
el general de aviación, Fernando Matthei, decidió reconocer públicamente la
derrota electoral antes de que se impusiera la locura. Los votos de un pueblo
políticamente organizado lograron así derrotar al ejército mejor armado del
continente.
Una
escena similar aparecería poco tiempo después en Berlín Este, el 9 de noviembre
de 1989, cuando multitudes al grito de “nosotros somos el pueblo” avanzaron hacia
ese muro que en pocas horas sería convertido en ruina arqueológica. Erich
Honecker, tan desesperado como Pinochet, reunió a los dirigentes del Partido.
La pregunta pudo haber sido la misma: ¿Qué hacer? El resto es conocido: Margot
Honecker, la dictadora –así la llamaban “cariñosamente” los alemanes- exigía
lanzar las tropas a las calles. Pero los comunistas de la RDA, al igual que los
generales de Pinochet, entendieron que ya no contaban con ninguna legitimidad
para embarcarse en un genocidio de gigantescas magnitudes. Entre ser juzgados
por tribunales competentes o pasar a la historia como grandes asesinos,
eligieron la primera alternativa. Hicieron bien. Los que todavía viven reciben
todos los meses el dinero de su jubilación.
Ese
día de octubre terminó una historia cuyos comienzos inmediatos tuvieron lugar
en mayo de 1989 cuando grupos de disidentes organizados en “Das Neue Forum” se
decidieron a protestar en las calles en contra del fraude electoral que tuvo
lugar en las elecciones comunales. La consigna principal de la oposición, hasta
el día de la caída del muro, fue “queremos elecciones libres”. En Marzo de
1990, cuatro meses después de la caída del muro, tuvieron efectivamente lugar
esas elecciones. Ellas consagraron el fin de la dictadura y la unidad de la
nación. Como en el Chile de 1988, en la RDA de 1989 los votos derrotaron a las
balas.
Siempre
ha sido así. La consigna central que ha llevado al fin de todas las dictaduras
ha sido la de elecciones libres. Lo fue incluso en la Cuba de Batista, cuando
Fidel Castro entró a La Habana (1.01.1959) a hacerse del poder abandonado por
la dictadura, frente al clamor creciente por elecciones libres de una oposición
organizada en cuatro partidos (Ortodoxo, Auténticos, Partido Socialista Popular
(comunista) y 26 de Julio), la iglesia y los sindicatos del país.
El
mismo Fidel Castro, desde su discurso titulado “La Historia me Absolverá”
(1953), había insistido en dos temas: la vigencia de la Constitución de 1940 y
la celebración de elecciones libres. Que Fidel Castro haya traicionado después
a la revolución democrática sobre la cual se montó, es otra historia. Pero sin
ese clamor general por elecciones libres, los guerrilleros nunca habrían podido
hacerse del poder. Quizás habrían sido exterminados como conejos, como ocurrió
a la guerrilla del Che en Bolivia, la que nunca exigió elecciones o algo
parecido.
En
fin, podríamos recurrir a muchos otros casos hasta completar un libro. Pero esa
no es la idea. (Por cierto, también me acuerdo del Grupo de los 12, que reunía
a las principales organizaciones anti-somocistas, una de cuyas exigencias
centrales era la celebración de elecciones democráticas en Nicaragua).
Para
decirlo en forma de síntesis: en todos los modernos procesos de democratización
encontramos la misma constante histórica; y es la siguiente: la caída de las dictaduras, y por ende, la
derrota de los ejércitos dictatoriales, ha ocurrido no cuando las dictaduras
han perdido su fuerza militar, sino cuando han perdido su legitimidad. El
deterioro de esa legitimidad, a su vez, se hace manifiesto cuando la ciudadanía
comienza a luchar por derechos avalados en constituciones, incluso en aquellas
impuestas por la dictadura. El principal de esos derechos -podríamos decir, el
derecho de todo derecho- es el derecho a voto. En Venezuela ese derecho mantuvo
su vigencia durante todo el periodo de Chávez. Si solo fue así porque Chávez se
sabía ganador, carece de importancia. El hecho objetivo -lo ven incluso algunos
chavistas- es que Maduro aparece, aún ante sus partidarios, traicionando al
legado de Chávez.
No
olvidemos: la adhesión de las fuerzas armadas venezolanas al gobierno de Hugo
Chávez provenía de tres fuentes:
1. El carisma político del caudillo
2. La pertenencia profesional de Chávez al
ejército.
3. El origen constitucional de su gobierno
refrendado en elecciones periódicas.
Ninguna
de esas tres razones tiene valor durante la dictadura de Maduro. El presidente
carece en términos absolutos de carisma. Nunca ha sido militar. Y, no por
último, ha violado a la propia Constitución de Chávez, hoy hecha suya por la
inmensa mayoría del pueblo venezolano.
Esas
son las razones que explican por qué las reivindicaciones exigidas por la
oposición -entre las que se cuentan, la liberación de los presos políticos, la
soberanía de la AN, el fin de las inhabilitaciones, la aperturas de canales
humanitarios, y otras – cobran sentido en la medida en que se articulan a la
exigencia por elecciones libres.
Gracias
a esa palabra, elecciones, todo el mundo democrático apoya hoy día al levantamiento
popular, democrático y nacional que tiene lugar en Venezuela. Elecciones es la
palabra que ha hecho posible a la insurrección popular en contra de Maduro. Es
la que despoja a las balas asesinas de cualquiera legitimidad. Es la que
llevará a la derrota del ejército dictatorial. Es, en fin, la palabra a la que
no se puede renunciar.
Si
esas elecciones serán de carácter regional o general, lo determinará la
oposición a su debido momento según las circunstancias que se presenten en el
futuro más próximo. Las regionales aparecen hoy como las más adecuadas para
continuar la ruta constitucional. Pero la anticipación de elecciones generales
las podría provocar el mismo régimen si continúa obstinado en usar a la tropa
para masacrar a un pueblo que quiere ejercer, antes que nada, el derecho a
voto. Ese mismo derecho consagrado en la constitución venezolana y en todas las
constituciones democráticas de la tierra. Las elecciones, y nada más, son las
fuentes de la legitimidad política de nuestro tiempo.
Venezuela
no tiene por qué ser una excepción a la regla histórica. La razón política
deberá imponerse mucho más temprano que tarde a la razón militar. Allí,
también, como en tantos otros países, los votos derrotaran a las balas.
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