Por Félix Seijas
Una persona relacionada con el
chavismo camina por las calles de una ciudad extranjera. Los miles de
kilómetros que le separan de su país le brindan el reposo de sentirse anónimo.
De pronto, escucha su nombre en boca de un desconocido que se acerca cubierto
de furia en perfecto venezolano, y que agita manos que no paran de enumerar
delitos y exigir respuestas. Detrás, un teléfono móvil registra la escena. El
rostro del confrontado describe lo incómodo del momento. Su mirada evita al
verdugo, sus pasos cambian continuamente de rumbo esquivando el bochorno.
Entonces, en cuestión de minutos, las imágenes de lo sucedido invaden las redes
sociales. Este tipo de manifestación popular es conocida como escrache, y
aunque vienen sucediendo desde hace algún tiempo, en las últimas semanas han
cobrado notoriedad.
Cada episodio de escrache
aviva el debate sobre si estas acciones son algo deseable, prudente o correcto.
Los argumentos varían según quien haya sido objeto del hecho.
Lo primero: ¿por qué sucede?
Porque el país lleva años sometido a un discurso sectario que define bandos,
que busca diferencias donde no las hay y que, donde sí existen, procura
hacerlas abismos. Porque Chávez utilizó los errores del pasado para poner en
marcha una estrategia basada en la desunión, que le permitió capitalizar el
descontento de los noventa y vender cachivaches de modelos fracasados alrededor
del mundo mostrándolos como novedades. Porque a su lado se instalaron aquellos
que han ocupado y ocupan posiciones de poder, y que desde ahí han practicado
persecuciones físicas y morales que solo buscan alivio a su propio
resentimiento. Porque el tiempo ha demostrado que traer cachivaches a casa
condena al hogar a la miseria. Y porque el tiempo convenció a la gente de que
la justicia es prisionera de quienes hoy ostentan el poder, por lo que más que
contar con ella, deben contar consigo mismos para liberarla. Las
manifestaciones como los escraches suceden, entonces, porque al chavismo lo
alcanzó la fractura social y el odio que con vehemencia él mismo alentó.
¿Son culpables los hijos de
quienes han robado? Si bien ellos “no lo hicieron”, cumplir la mayoría de edad
los hace dueños de sus decisiones, porque biológicamente pasan a estar
capacitados para ello. Por lo tanto, si eligen mirar a un lado e ignorar lo que
salta a la vista, se convierten en cómplices de las fechorías de sus padres.
Ahora bien, ¿es deseable el
escrache? Puede que los escraches hayan contribuido a establecer –en un sector
de la población en el que esta relación no se valora con fuerza– la conexión
entre corrupción y crisis, y de cómo la primera se manifiesta, toma forma, y
constituye una de las principales causas de la segunda. Entonces podemos decir
que estas acciones ayudan a poner en evidencia, ante un sector del país, algo
que siempre ha debido estar claro. Sin embargo, hay que preguntarse si vale la
pena que tal efecto se logre a costa de incentivar, como abiertamente lo ha
hecho durante 18 años la “revolución”, una dinámica perversa que acentúa
fracturas en la sociedad, complicando cada vez más el camino hacia la paz.
Sabemos que no son pocos
quienes, a nivel personal, ven con buenos ojos los escraches. Y se entiende por
qué: la rabia contenida y la sed de justicia buscan desahogo. Sin embargo, al
vivir en sociedad debemos pensar desde lo colectivo. Y como sociedad tal
conducta resulta contraproducente porque mantiene inalterada la condición que
condujo a la situación que hoy sufrimos. La lista Tascón se utilizó para
perseguir y castigar. La lista de ex funcionarios chavistas se emplea con el
mismo fin. ¿Es correcto esto último porque ellos sí se lo merecen? No, porque
en el fondo está creando algo peor, y hace que te parezcas a lo que quieres
erradicar. ¿Cómo conseguiremos una sociedad cuya dinámica no obedezca al odio
si de manera sistemática lo fomentamos? Evitarlo no es sencillo. La sed de
venganza, retaliación o justicia personal (y la ejecución de un escrache
obedece a ello) desprende una fuerza poderosa difícil de ignorar. Toparse con
una persona que está disfrutando dinero mal habido lejos del desastre que ayudó
a crear, y contener las ganas de aplicar algo de justicia popular, no puede ser
cosa fácil. Por eso no se trata de ignorar el impulso, sino de controlarlo en
procura de un objetivo mayor.
Vale aclarar que no se trata
de impunidad para el ladrón. No se trata de que él no deba pagar por sus
crímenes. Si hablamos de cambio y lo creemos posible, entonces debemos
depositar en ese proceso la tarea de materializar la justicia enmarcada en un
Estado de Derecho. La transición hacia el orden debe contemplarlo. La paz no se
conseguirá a través de la venganza o la retaliación, que al final es lo que
termina siendo todo intento de aplicación de justicia personal. La paz se
alcanza con la consolidación y aplicación de justicia institucional. Y en esa
dirección debemos concentrar nuestras energías.
18-05-17
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