MIBELIS ACEVEDO DONÍS 22 de mayo de 2017
Un
abatimiento; el dolor que va y nos traspasa en tiempo-bala. Un junco ora
vigoroso, ora exangüe, un cuerpo que se despide de su sucinta historia, de sus
músculos tensos, un alma desalojada de cuajo en ese soplo sin cortesías. Las
imágenes dan cuenta de la razzia: otro venezolano caído, otra gesta personal
que no se completa. “¿Cómo me piden paciencia?”, reclama quien acaba de
despedir a su amigo, a su hermano, a su hijo, quien mira en carne propia el
tajo palpitante del despojo. Ciertamente, con la muerte y el atropello brutal
metidos en la ecuación, resulta temerario pedir tragar saliva. Demasiado
envilecimiento, demasiado infierno; las resultas de ese miedo de perder el
poder y quedar ante el mundo con la sola letra escarlata de sus ultrajes,
ardiendo como azogue entre los mandones. Es la cultura del odio, el pathos que
secuestra la palabra, que resuella en nuestros cogotes y prescribe la
obediencia, disponiendo del empantanado terreno a través del cual los
venezolanos tratamos de avanzar, desde hace rato.
Sí:
aunque esa cultura del odio cruza hoy umbrales inadmisibles, no es especie que
nos tome por sorpresa. Desde su ascensión al poder el chavismo se plantó sobre
el reconocimiento y empleo de sus democratizantes rencores, no para proponer
magnánimos comienzos, sino para re-articular la dinámica de intercambio social
según las claves del amigo-enemigo, la guerra, el peligro inminente; y
exponernos al cepo de la simplificación, el miedo hacia lo diferente, el
primitivo instinto de combatir lo que se desconoce en uno mismo (“Odio todo lo
que no está en mí”: eso dice el despótico sargento Croft en “The naked and the
dead”, de Norman Mailer). Un proyecto político que aspiraba transmutar en
proyecto cuasi-religioso, una gran cofradía de “nosotros” (los iguales, los
patriotas, los revolucionarios) exigiendo no pensar sino creer, apostó a
normalizar una situación de asedio endémico, en la que “ganar la guerra” era
fin convenientemente prorrogable para garantizar la sujeción. Odiar al
contrario, por ende, no es opción para esta feligresía: es el dispositivo de
supervivencia del “legado”, el doble peto del soldado, única forma de preservar
la integridad revolucionaria contra el avance del enemigo. El odio-rojo se ha
permitido así echar mano del lenguaje para crear una realidad falseada y
disonante, un universo forjado por nigromantes de la propaganda a fin de
mantener encendidas las candelas de la pasión y el fanatismo.
Sin
duda, las circunstancias han cambiado drásticamente para esa revolución
“pacífica pero armada” (ahora escasa de fuelles, coartadas y renta) pero es
obvio que aquellas candelas se han regado, saltando desde el discurso
destructor y corrosivo, desde el terreno simbólico al de la calle, y
emponzoñado con sus modos al resto de la sociedad. Hay que admitirlo, ser
proscritos tan larga y consistentemente por esa élite en el poder que insiste
en ajustar el yugo de la heteronomía, no es reto leve para el espíritu. No
obstante, los demócratas han resistido el embate de 18 años de bullying
político, creciendo en fuerza, sobreponiéndose a sus bandazos mientras el
atisbo de la mínima rendija democrática se obstinaba en ofrecer alternativas.
Pero tras el cierre de esa ventana, trajinar con una agresión que trasciende lo
simbólico, que propina reales desgarros, que fractura, que golpea, que
desangra, nos revela otra faceta de esta peligrosa enemistad… ¿qué pasa cuando
la presión resulta inmanejable, cuando se opta por responder al desafuero con
más desafuero?
He
allí una perspectiva estremecedora. Si bien la indignación es lícita y humana,
saltar la línea que nos aparta del impulso de administrar justicia por propia
mano no sólo robaría virtud a esa cruzada pacífica que la comunidad
internacional reconoce: también nos arrastraría a un perverso círculo de
desahogo personal y resarcimiento que mañana regresará por nueva yesca, que
nunca leerá puntos finales. Sería sumergirnos en las ciénagas del contrario,
compartir su mazmorra, reconocernos en su oscuridad.
Y en
ese momento, él habrá ganado.
Conviene
cambiarle el guion al odio. Y no se trata de alentar pasividades, de despachar
un daño que igual se hinca y nos ensarta, de ignorar la cuchillada, la pérdida.
La existencia arrebatada es sinsentido que a nadie deja ileso: somos ahora un
nosotros crecido y diverso, asomado en el espanto de un niño que pide seguir
vivo, que demanda ser salvado, por favor; que al final nos deja, víctima del
instante “que ni vuelve ni tropieza”, como diría el poeta Quevedo. La
injusticia, sin duda, deberá reclamarse con entereza. Pero en aras de oponer la
evolución a la barbarie ritornata -y aspirar a que la memoria del error se
vuelva acicate para superar lo inservible- tocará juntar todas nuestras fuerzas
y desterrar cada fobia, cada encono, cada resentimiento que nos esclavice. Un
país distinto, ese que ya despunta, supondrá desarmar los fardos que antes que
impulsarnos a vivir, nos hunden en la absurda constante de la muerte.
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