Por Carolina Jaimes Branger
Yo que he sido educadora puedo
asegurar que un comunicador es, de cierta manera y con muchos más alumnos, un
maestro. El buen comunicador resulta una luz en la oscuridad. No quiero
mencionar nombres porque no quiero caer en la injusticia de no nombrar a alguien
que lo merezca, pero me llena de orgullo pertenecer a un gremio donde hay más
apóstoles que Judas. Ser comunicador en la Venezuela de hoy es un riesgo que se
asume día a día.
Me apasiona comunicar también
porque quiero hacer a mi público parte de lo que veo, de lo que me mueve, de lo
que me conmueve, de lo que siento, de lo que sueño. Hace casi diez años comencé
por Unión Radio un programa de fin de semana que se llamaba “¿Qué hay de
bueno?”, dedicado exclusivamente a dar buenas noticias. En un país que ha
asumido que dar noticias es dar malas noticias, fue alentador en grado sumo
tener un espacio de ese corte. Y el público respondió. Hoy, desde el Circuito
Éxitos de Unión Radio, sigo dando buenas noticias, entrevistando a
emprendedores, apoyando la cultura en todas sus manifestaciones: música,
literatura, teatro, arquitectura, tradiciones, buscando razones para quedarme…
¡y las encuentro!
Ese andar a la caza de
historias que me aseguren que no estoy equivocada al decir que “mi plan B es el
Cementerio de La Guairita” ha dado frutos maravillosos. Con ese entusiasmo y en
el marco del evento #PasiónPaís, relaté una historia digna de ser contada
muchas veces:
Irina Nimchikova, dueña de la
Posada Makrovia, en Morrocoy nació en Rusia. Su familia, rusos blancos contrarios
a la revolución bolchevique, huyó a la entonces Yugoslavia. Allí los sorprendió
la II Guerra Mundial. Cuando los nazis invadieron el pueblo donde vivía, la
familia sufrió su cuota de terror, pues ellos consideraban a los rusos como una
“banda de criminales judeo-bolcheviques” aunque no fueran judíos. Como tales
eran “sub humanos” y no se les permitía entrar en los refugios durante los
bombardeos. Finalmente, uno destruyó el pueblo por completo y la única que se
salvó fue Irina, que se resguardaba en la parte de la casa que no se cayó. Sus
padres, familiares y amigos, murieron todos. La joven quedó sola a los
dieciséis años.
Cuando terminó la guerra,
Irina fue a un campo de refugiados de las Naciones Unidas. Su idea era irse a
Canadá. Pero en Canadá le pedían papeles y ella no tenía nada. Una amiga que
había hecho en esos días se iba a Brasil e Irina intentó irse con ella, una vez
más en vano, porque también le pedían algún tipo de identificación.
Mientras ella caminaba de un
stand al otro, un hombre pequeño de aspecto afable no le quitaba la vista de
encima. Cuando se retiró -frustrada del fracaso de viajar a Brasil- él se le
acercó y se le presentó. Era de apellido Colmenares y trabajaba en el Consulado
de Venezuela. “¿No has considerado Venezuela como posibilidad?”, le preguntó.
Irina me confesó que buscó el nombre “Venezuela” en su memoria. Recordó que
había estudiado el Río Orinoco en sexto grado, su último grado cursado antes de
la guerra. Era la única referencia que tenía. “¿Y qué puedo hacer yo en
Venezuela?”, le preguntó. La respuesta del señor Colmenares es una de las más
hermosas que he escuchado sobre nuestro país: “en Venezuela podrás ser gente”.
“¿Cómo no venirme a un lugar
donde podría ser lo que se me había negado en la vida?” me dijo mientras me
tomaba las manos. Lloramos las dos. “Aquí estoy y aquí sigo” me manifestó con
absoluta determinación. No sé qué pasó en las regionales porque escribo este
artículo el jueves antes. Pero haya pasado lo que haya pasado, aquí estamos y
aquí seguimos.
16-10-17
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