IBSEN MARTÍNEZ 11 de octubre de 2017
¿Dónde
habría terminado la carrera de Hugo Chávez de haber perseverado en llamar a la
abstención electoral? Recordemos: Hugo Chávez también hizo flamear la bandera
abstencionista cuando le dio por recorrer Venezuela de punta a punta, luego de
salir de la cárcel de Yare. Infatuado por la idea que se hacía de sí mismo,
acaso pudo gozarse durante un tiempo en andar por ahí, derrotado, incomprendido
y hablando solo, como Bolívar en Pativilca. Es sabido que el Comandante Eterno
creía en la reencarnación y que, cada vez que la vida le obligaba a volar bajo,
se consolaba pensando que era Bolívar, el “hombre de las dificultades”, segunda
parte.
Muy
pronto, sin embargo, Chávez se persuadió de que eso de andar por los pueblos
exhortando al populacho mulatón y desdentado a no acudir a las urnas porque las
elecciones son una farsa burguesa en la que el pueblo nunca puede ganar puesto
que el sistema electoral está calculadamente concebido por la oligarquía y el
imperialismo yanqui para etcétera, etcétera, era una inconducente pendejada.
Ciertamente,
él no había hecho la fuerte inversión de encabezar un alzamiento militar y
purgar pena de prisión para terminar de invitado crónico dominical de los
programas de opinión radiales de San Rafael de Ejido, Estado de Mérida o
Temblador en Monagas. Pero para aquel Chávez abstencionista, apóstol del voto
nulo militante, acudir a elecciones era convertirse en auxiliar de uno de los
más sofisticados dispositivos de dominación que los ricos hayan urdido nunca
para joder a los pobres del mundo: las elecciones.
La
leyenda de su vida quiere que sea en esa sazón cuando Luis Miquilena, un
antiguo organizador sindical que ya en 1936 integraba el all star de los
comunistas venezolanos, le muestre, a comienzos de 1997, una encuesta de
“intención de voto” en la que Chávez le saca ventaja de 900.707 cuerpos a la
Gran Esperanza Blanca del ya agotado bipartidismo de Acción Democrática y
Copei: Irene Sáez, exreina de belleza, ex relacionista pública de un ya olvidado
banquero fraudulento, antigua alcaldesa del municipio de Chacao, la más rubia
de las tontas entre las rubias tontas.
Fue
Miquilena quien le hizo ver a Chávez que, de lanzar su candidatura en aquel
momento, ganarle la presidencia de Venezuela a la reina tonta sería pelea de
burro contra tigre, como suele decirse.
Miquilena
le habló también de un episodio de nuestro siglo XX en el que la insurgencia se
impuso justamente porque no se abstuvo de acudir a una elección.
La
composición sectaria de un colegio electoral obsecuente y presto al fraude no
fue entonces motivo suficiente para que una coalición democrática tirase la
toalla en 1956. En efecto, fue durante lo más intraficable de una dictadura
militar cuando se impuso entre los partidos opositores la decisión de ir a unas
elecciones convocadas por aquella y descrito por los abstencionistas de
entonces como un matadero.
Sabemos
lo que pasó: juntos derrotaron al dictador Pérez Jiménez, desencadenando la
crisis política terminal de aquel régimen odioso.
Traigo
a colación las elecciones de 1952 porque, admitido y dicho por el propio
Chávez, escuchar a Miquilena alegar vehementemente contra el abstencionismo fue
decisivo en su carrera hacia el poder. Hacer a un lado su abstencionismo de
muchacho malcriado allanó a Hugo Chávez, al fin, el camino a Miraflores.
Sí,
sí; ya sé que hay que tomar con pinzas las comparaciones entre momentos
históricos distintos. Sin embargo, he invitado al diabólico Luis Miquilena a mi
columna, a solo cuatro días de las elecciones regionales del 15 de octubre,
porque este cuento de Chávez aún puede tener cierto valor didáctico para los
indecisos.
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