Por Cheo Carvajal
Doris es una mujer plantada,
decidida. Una luchadora, amorosa y recia. La vida la ha puesto a prueba,
algunas veces de manera extrema. Nació en Cumaná y llegó a Caracas cuando tenía
12 años. Vivió en El Paraíso hasta que compró una casita en El Guanábano, con
la idea de que en algún momento saldría de allí. Y salió, pero no cuando ella
quiso, sino cuando lo decidió la naturaleza: su vivienda fue una de las que se
llevó la quebrada Catuche en la vaguada del 15 de diciembre de 1999. Apenas
unos días antes la violencia le había arrebatado un hijo. Dice que estuvo
molesta con Dios, pero que igual estuvo ahí para levantarla.
El padre José Virtuoso fue su
apoyo. Dice que en las comunidades cristianas llegó visitando y realizando
reuniones. “Desde el principio me llamó la atención su humildad y su cercanía a
la gente. Yo no tomaba café y él me enseñó a tomarlo, él me decía: ‘Dorita,
tienes que aceptarle el café a la gente, no puedes despreciarlos’. Yo le
respondía que yo no era hipócrita y él me decía ‘tienes que aprender a ponerte
en los zapatos del otro’”. Y lo ha hecho: ella es un apoyo importante para la
comunidad, pero sabe que la comunidad la fortalece a ella.
Es coordinadora del Centro
Comunitario La Quinta de Fe y Alegría, en Catuche, que existe desde 1993. Allí
coordina el programa de refuerzo escolar para niños entre 5 y 12 años. Niños
que tienen la fortuna de tenerla, cercana y afectuosa. No es la primera vez que
hace esta tarea para esta organización, la primera vez le tocó en 1994, en el
centro comunitario de El Guanábano. Los primeros que tocaron su puerta a la
participación no fueron los jesuitas, sino los capuchinos, que llegaron
celebrando fiestas patronales, ayudando a las personas necesitadas y
organizando reuniones de la comunidad cristiana. Al principio no estaba
interesada: “¿Para qué me iba a confesar con un cura?, si yo necesitaba hablar
con Dios lo hacía a solas; yo suelo decir que los capuchinos le iban abriendo
paso a los jesuitas, que después llegaron buscando personas clave”.
No sabe por qué los jesuitas
vieron en ella a una “persona clave”. En la comunidad apenas intercambiaba los
“buenos días” y las “buenas noches”. Recuerda que mientras Virtuoso leía la
Biblia, ella no le prestaba mayor atención. “Un día leyó el versículo del hijo
pródigo, y no sé por qué esa lectura me llegó al corazón. Desde ese momento me
conecté hasta el día de hoy”. Aunque no se sentía preparada, asumió las
responsabilidades que le asignaron. La primera fue coordinar el centro
comunitario de El Guanábano, que lo hizo por nueve años, hasta el 2005, cuando
entra al Centro Comunitario La Quinta de Catuche a coordinar las áreas de
deportes y salud, hasta llegar a ser coordinadora general desde hace ya varios
años.
Doris es una mediadora y una
gestora formada en la práctica, en el quehacer cotidiano, pero también a lo
largo de estas casi tres décadas, a través de innumerables cursos, talleres y
diplomados, orientados sobre todo al servicio comunitario. Es parte de la
filosofía de Fe y Alegría formar permanentemente a quienes pertenecen a su
organización. Recuerda particularmente un taller, conducido por una psicóloga,
que utilizaba la metáfora de que un muchacho era como un papagayo al que se le
da cabuya, que se debe aprender a recortar para mantenerlo en vuelo. ¡Vaya que
Doris ha lidiado con jóvenes! No es casual que lo último que ha hecho en
materia de formación, es un diplomado en la Universidad Metropolitana orientado
hacia la No Violencia desde la doctrina de Gandhi.
—¿Qué te gusta de Caracas?
—Me fascina el Ávila, es mi adoración.
Cuando llego a la entrada del Centro y veo el Ávila, me cambia el panorama. Me
gusta subirlo, caminarlo, casi siempre por Los Venados. He subido por Puerta
Caracas, hasta el Fortín. Pero también me gusta mucho la gente, que es muy
cálida, como en general somos los venezolanos. Me gusta caminar la ciudad,
sobre todo por los parques. Me gusta mucho La Pastora.
—¿Te gusta Catuche?
—Me encanta, este sector es
muy lindo. Pero sobre todo me gusta mucho la gente de Catuche. Una de sus
grandes virtudes es la solidaridad. Aunque me parece que el trato de algunos es
demasiado fuerte, a veces hasta violento. El saludo no es “buenos días, ¿cómo
estás, cómo amaneciste?”, sino que viene con una grosería. A veces hasta para
demostrar cariño el trato es fuerte. Pero también hay gente muy amorosa,
respetuosa y cercana. En general la gente es muy solidaria, cuando hay que
hacer algo, allí está. De Caracas no me gusta la violencia, que ahora está
desatada por todas partes. Tampoco me gusta la suciedad, el deterioro de las
calles.
—¿Esos problemas de Caracas
los ves en la comunidad?
—Aquí en Catuche, cuando la
gente se organiza, logra cambiar situaciones. Afortunadamente, en este momento
el problema de la violencia no existe, luego de que se logró pacificar con los
acuerdos de convivencia, que ya tienen diez años.
Hace diez años, luego de una
larga historia de enfrentamientos entre bandas de dos sectores contiguos, La
Quinta y Portillo, con muchos caídos de por medio, desde el dolor y la sensatez
las mujeres de un sector y otro, con mediación de Fe y Alegría, lograron que
los muchachos de ambos sectores que “estaban en lo malo” firmaran un acuerdo de
convivencia, con comisiones de madres, también de ambos sectores, que
monitoreaban su cumplimiento. Allí el padre Virtuoso y Doris Barreto tuvieron
un rol fundamental. Eso permitió que la gente pudiese atravesar de nuevo, con
libertad, de un lado a otro, tener una vida normal.
—Entiendo que las comisiones
de convivencia prácticamente desaparecieron, que apenas quedan algunas pocas
mujeres activas. ¿A qué atribuyes que aún se respeten los acuerdos?
—A que la gente está cansada
de violencia, quiere vivir en paz, no quiere vivir con la angustia que sentía
antes.
—¿La gente se ha
autorregulado?
—Creo que la gente piensa que
si ya consiguió vivir tranquila, después de un gran esfuerzo, no tiene sentido
vivir de nuevo como antes. Si ya lograron construir unos acuerdos, unas normas,
entonces deciden seguir cumpliéndolas. La gente no quiere volver a vivir
sometida a los tiroteos. Antes la gente tenía que llamar por teléfono para
saber si podía llegar o no a su casa. Vivían permanentemente la angustia de
saber que mataron a uno, que hirieron a otro. A muchos les tocó vivir el propio
dolor de la muerte. Nadie quiere regresar a esa situación.
—Catuche es una escuela para
muchas comunidades del país que viven en medio de la violencia. ¿Qué es lo
que esta comunidad podría enseñarle a Caracas?
—Que juntos y organizados
podemos tener otra visión y lograr muchas cosas. Nos enseña que no debemos esperar
para actuar, porque sabemos que hay mucha desidia por parte de los gobiernos,
ninguno ha garantizado el cumplimiento de las normas, si no el país no
estuviese como está. Enseña que podemos vivir mejor sin esperar a que el Estado
venga a cumplir sus obligaciones, que podemos solucionar algunos problemas
dentro de la comunidad. Al Estado le competen reducir los niveles de violencia
y la urbanización de los barrios, también le compete la organización de las
comunidades, donde está implícito el Estado, pero nada de eso lo hace
cabalmente.
—Hay muchas comunidades que
están organizadas, que desean actuar, pero me suena que hay algo más en
Catuche.
—La unión. Catuche es una
comunidad diversa, de varios sectores, pero que todos se conectan, todos se
conocen. Cuando conoces al muchacho y a la familia, de toda la vida, entonces
la gente se cuestiona: ¿Por qué no tratamos de convivir juntos, como buenos
vecinos? Cuando matan a alguien toda la comunidad se une, es un muerto
de toda la comunidad. Esa unión nos permite ahora contener
internamente la violencia.
—Cuando la violencia está
enraizada, que va y viene, que sube en espiral, es difícil encontrar el momento
para parar. Aquí lo encontraron, lograron que se diera esa unidad que antes no
existía.
—Lo primero que hubo fue un
reconocimiento hacia los jóvenes. Es fundamental reconocer al joven que, como
dicen aquí, “no está haciendo lo bueno”, “que está en lo malo”, porque antes de
cualquier cosa es un ser humano. Hay que reconocer al otro como ser humano.
—¿Cómo reconocer a un joven
que pertenece a una banda?
—En el diplomado de Gandhi, en
las reuniones de la comunidad cristiana, el mismo José Virtuoso siempre lo
dice: hay que tratar de sacar el lado bueno a las personas. Solemos fijarnos y
detenernos en lo malo. Tenemos que aprender a descubrir el lado bueno,
independientemente de lo que haya hecho en su vida, o de lo que siga haciendo.
Doris Barreto retratada por
Mauricio López
—Has contado en otros momentos
que en ese proceso de reconocimiento de los muchachos, de buscarles su lado
bueno, te tocó ver cómo colocaban sus pistolas antes de entrar a las reuniones
que realizaban. Eso da miedo.
—Miedo tenemos todos, pero
cuando descubres el lado bueno de la persona, ya sabes que no te van a hacer
daño. Es un tema de confianza, de nosotros hacia ellos y de ellos hacia
nosotros. Quienes hacen intervención comunitaria tienen que aprender a confiar.
Mi maestro siempre decía que había que apostar al otro. Apostar a que
juntos podemos tener logros.
—Tomando en cuenta que Fe y
Alegría tiene presencia en muchos sectores, ¿hay otras comunidades donde
se esté dando ese proceso que ustedes vivieron en Catuche?
—Otras comunidades han
manifestado su interés en seguir este ejemplo, pero no todo lo que hicimos les
va a servir, pues cada una tiene sus fortalezas y debilidades. Lo importante es
tener ganas de hacerlo.
—La ausencia continuada del
Estado logró que se acumularan todas esas tensiones dentro de
Catuche. ¿Sigue ausente el Estado?
—Por no estar presente el
Estado fue que en Catuche se generó esta transformación, ante la certeza de que
si no hacíamos algo nos íbamos a morir todos. Había que hacer algo. A eso se le
suma el clamor de una madre que decía que no quería que otra madre sufriera lo
que ella había sufrido. Muchas de las madres que conformaban las comisiones de
paz habían perdido hijos, tenían esa amarga experiencia. Eso ayudó. Pero ahora
yo no veo al Estado. Hay un consejo comunal, pero yo veo al Estado solo en el
CLAP.
—Una manera muy particular
de “estar”.
—De no estar, diría yo. Falta
mucho trabajo por hacer. Por ejemplo, yo digo que la gente debe perderle el
miedo a la policía. Si el funcionario hace su trabajo ateniéndose a las normas,
si va a realizar un allanamiento entonces que lo haga de manera legal, bajo la
ley, con una orden de un tribunal, con un fiscal, con testigos, pero no
violentando la puerta de mi casa.
—En estos casos no es que está
ausente, sino que está presente a través del abuso policial.
—De esa manera siempre ha
estado muy presente. Ese es el testimonio de todas las mujeres: antes era así y
lamentablemente sigue siendo así. Hasta que la comunidad entera no se active y
le dé un parao a la policía, no van a parar de violentar los derechos humanos
de las personas.
—Si tuvieron la valentía de actuar
sin Estado, para frenar la violencia interna, ¿por qué no se ha podido con esta
violencia?
—Es miedo, por la impunidad.
Esa es una “familia” muy grande. Muchas veces los denuncian y no pasa nada. Es
miedo a las represalias. Cuando ese miedo se rompa se podrá frenar el abuso de
la policía. Que sepan que si el procedimiento es ilegal se los vamos a
interrumpir.
—¿El que no se reconozca
plenamente al barrio como parte de la ciudad, permite que se den estas
violaciones?
—Claro, recuerda que sobre el
barrio hay muchos mitos: en el barrio es donde están los malandros, los del
barrio no estudian, los del barrio no sirven. Muchos asumen que los del barrio
no tienen el poder, la fuerza, inclusive: no tienen derechos. Y cuando piensan
que los tienen, los policías se los quitan. Más allá de un problema de
autoestima, es el miedo por la intimidación ante el funcionario que está
armado. Siempre he dicho que los funcionarios deberían estar para protegernos,
no para agredirnos.
—¿Cuál ha sido el papel de las
mujeres en la transformación del hábitat y de la vida de Catuche?
—Es fundamental. La mujer es
madre y como tal tiene un poder, tiene argumentos sobre sus hijos. Y los hijos,
cuando se trata de la mamá, tienen una conexión muy fuerte. En lo comunitario
es la mujer la que más lucha por un mejor hábitat.
—¿Por qué?
—Es raro el hombre al que le
gusta participar en reuniones comunitarias, suelen pensar que es una pérdida
tiempo. Están más pendientes del trabajo. En cambio las mujeres trabajan, crían
a los hijos y participan en reuniones comunitarias porque quieren que estos
tengan una mejor calidad de vida, un futuro mejor. Están más dispuestas a
organizarse para lograr mejoras donde viven y donde vivirán sus hijos y sus
nietos.
—Y las mujeres participan
menos de la violencia, que suele ser un asunto masculino.
—Tienes un hijo varón en el
barrio y tratas de sobreprotegerlo, dándole los mejores valores, tratando de
que vean otras cosas, que vayan al parque, que estudien en la universidad,
porque el ambiente incide mucho en la vida de la comunidad. Las mujeres son
madres, trabajan, estudian y además luchan por el bienestar.
Doris Barreto retratada por
Mauricio López
—¿Este trabajo en pro de la
comunidad es reconocido por los hombres?
—Por algunos, ahora lo están
reconociendo más. Antes, en los 90, era menos reconocido, incluso en los años
2000, pero ahora hay más reconocimiento del rol de la mujer trabajadora y
luchadora.
—La violencia la hemos puesto
como contraparte de la convivencia, ¿crees que puede llegar a ser incluso
su antídoto?
—Es primordial tener una buena
convivencia. Es un escudo contra la violencia. La puedes parar. No solo en la
parte comunitaria, sino dentro de la familia. Una buena convivencia dentro del
hogar genera buenos resultados. Y así como pasa en el hogar, pasa en la
comunidad.
—¿Cómo es una “buena
convivencia” en términos comunitarios?
—Cuando hay respeto,
solidaridad, una buena comunicación: “Hablando se entiende la gente”, eso es
así.
—Es un camino arduo, ¿por
qué insistes en ese camino?
—Porque hay que creer en el
otro, creer que se puede vivir mejor, que la vida en comunidad puede ser mejor.
Yo insisto porque esas fueron mis enseñanzas. Yo vengo de una comunidad
cristiana. Mi maestro, José Virtuoso, fue el gran impulsor para llegar a los
acuerdos de convivencia en Catuche, él hizo un trabajo de hormiguita. Antes de
que se firmaran esos acuerdos hubo acuerdos verbales. Se trata de poner los
pies en los zapatos del otro, aprender a escucharlo. Yo siempre he dicho que él
puso un gran banquete con todos los sabores, y de allí el que quiso agarrar,
agarró. Ahí estaban los sabores de sana convivencia, vivir como hermanos, a
reconocernos como iguales ante el otro, independientemente de lo bueno o malo
que hagas. Esa enseñanza me fue diciendo a mí: hay que insistir.
—Tú has lidiado no solo con lo
externo, también has tenido que hacerlo con lo interno, con tu propio
dolor. ¿Cuál ha sido el aprendizaje?
—Yo aprendí a vivir con el
dolor. Yo trabajé mi duelo, al menos una parte, porque el dolor es perenne.
Aprendí a llorar por dentro y a reír por fuera, desde mi propio dolor.
—Parece que ese aprendizaje es
más fuerte que todo lo demás. Esa decisión de andar ese camino de entrega, de
compromiso con la gente, desde la bondad, en vez de quedar atrapada enfrentándote
a tu propio dolor.
—Yo suelo decir que soy una
mujer de poca fe, pero si yo no hubiese tenido un poquito de fe en Dios, si no
hubiese estado en una comunidad cristiana, creo que Doris Barreto no estuviera
hablando de esto hoy. Para hacer el trabajo comunitario hay que estar
enamorado, como del primer novio. Porque si no se enamora no se hace efectivo
el sentimiento.
—¿En qué momento viste por
primera vez un arma de fuego?
—Como a los 18 años, en El
Guanábano, que en ese momento la situación era muy fuerte. Después vi muchas
más. Pero no era verlas como ahora: antes la sacaban y la escondían. Ahora no.
El control de las armas debe tenerlo el Estado.
—¿Y hasta dónde puede llegar
la comunidad en esta búsqueda de control?
—Lo más que se puede hacer son
acuerdos de paz dentro de las comunidades, para minimizar su presencia. En
nuestros acuerdos comunitarios establecimos que no se podían sacar pistolas
dentro de la comunidad, y en efecto no las sacaban.
—Pero afuera de Catuche sí
salían.
—Pero eso ya no es el rol de
la comunidad, sino del Estado. De hecho, con los acuerdos la gente hizo algo
que era competencia del Estado, porque no le quedó más remedio. Yo participé un
par de veces cuando se hicieron las mesas de desarme, allí se hablaba de marcar
las armas y las municiones para poder controlarlas, pero eso no lo han hecho,
si lo hicieran no habría tantas armas en la calle.
Está claro en sus palabras que
la acción comunitaria tiene límites. Que han actuado, por necesidad y con
osadía, en un territorio límite, extremo, donde injustamente se jugaron la vida
y donde realizaron un esfuerzo descomunal. Uno ve a Doris recibir con tanto
cariño a cada uno de los niños que participan del refuerzo escolar, y entiende
inmediatamente cuál es su foco, su objetivo. Es hacia ellos donde debemos
dirigir nuestros mejores esfuerzos, de manera amplia y sostenida. Un trabajo
que depende muchísimo de las familias, del apoyo que tengan: “Aquí lo que
tratamos es de formar a los niños, pero debemos hacerlo como un trabajo mancomunado
entre escuela y representantes, de lo contrario no logramos nada”.
18-10-17
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