Miguel Ángel Martínez Meucci 03 de febrero de 2018
Los
fenómenos políticos no son estáticos, sino que están marcados por el cambio
constante. En lo que a regímenes políticos respecta, éstos mutan y dan origen a
dinámicas que, con el paso del tiempo, propician la sustitución de unos por
otros.
La
democracia no es una excepción. Hemos llegado a 2018 y los estudiosos del tema
en el plano internacional parecen cada vez más preocupados por la suerte de las
actuales democracias, las cuales a veces corren el riesgo de dar paso a
regímenes autocráticos. Casos insólitos como el de la Venezuela actual contribuyen
a recordar que, por más sólidas y prósperas que puedan parecer, las democracias
contemporáneas no son invulnerables ni eternas.
Como
todas las cosas vivas, las democracias también sucumben. La tradición del
pensamiento político occidental nos enseña que éstas suelen perecer a manos de
los demagogos que surgen de sus propias entrañas, al amparo de las libertades
que tales regímenes pregonan y garantizan.
La
explicación nos resulta dolorosamente familiar y comprensible a los venezolanos
de nuestro tiempo. No obstante, y a pesar de todo, la idea de que la naturaleza
de los fenómenos políticos es cambiante parece seguir siendo increíblemente
esquiva para muchos, quizá demasiados, entre quienes enfrentan al régimen que
hoy preside Maduro.
Una de
las cosas que ha complicado la caracterización del chavismo como régimen
político ha sido, precisamente, la naturaleza cambiante que exhibe a lo largo
del tiempo. La incredulidad y la falta de reflejos han pesado como una losa
sobre quienes, a menudo, han tenido la responsabilidad política e histórica de
comprender este régimen y, especialmente, de detenerlo.
Si en
un principio (en la década de los 90) no se reconocieron los graves peligros
que entrañaba el movimiento liderado por Hugo Chávez, con éste en el poder se
prolongaría entre muchos demócratas una actitud por la cual sistemáticamente se
le negó a dicho movimiento la capacidad destructiva que finalmente ha
demostrado, por sí mismo y en la figura de su sucesor Maduro.
Esta
incapacidad para detener a los enemigos radicales de la democracia no se ha
presentado únicamente ante el chavismo. Por poner un ejemplo, el ascenso de
Hitler al poder revistió hechos y condiciones sorprendentemente similares.
Hitler, al igual que Chávez, dio un golpe de estado frustrado, se vio liberado
de condenas por parte de los organismos de justicia, llegó al poder a través de
mecanismos democráticos, se invistió de poderes excepcionales mediante leyes
habilitantes y revistió de un aura de legalidad sus aberrantes políticas de
control absoluto.
La
sana y comprensible intención de sus adversarios democráticos de evitar el
escalamiento del conflicto terminó resultando contraproducente cuando el
agresor, luego de avanzar con pequeños pero audaces pasos, terminó por
revelarse como una amenaza existencial a la democracia, al orden
constitucional, al orden internacional y a la propia vida tanto de sus
adversarios como de sus seguidores.
Por lo
visto, las amenazas más radicales a la democracia no irrumpen súbitamente, no
emergen por sorpresa desde las oscuridades, sino que proceden lenta e
insidiosamente, con el apoyo de multitudes y a plena luz del día. El propio
carácter abierto, tolerante y garantista de la democracia parece generar
escasos anticuerpos ante semejantes amenazas y complica su reacción ante las
mismas, reacción que por lo general experimenta un rezago, respondiendo a las
condiciones de una fase anterior en vez de anticiparse a las que probablemente
se plantearán en el futuro cercano.
A su
vez, los regímenes que destruyen la democracia a través de mecanismos
“democráticos” se caracterizan a menudo por su tendencia a ir mutando en la
medida en que avanzan hacia situaciones de mayor control autocrático.
Uno de
los factores que posibilita el carácter cambiante de este tipo de regímenes es
la falta de escrúpulos de sus dirigentes. A menos escrúpulos, menos reparos
para asumir posiciones audaces y peligrosas, a menudo impensables para sus
adversarios. Éstos, por su parte, se afanan en emplear el lenguaje y la lógica
de la democracia, convencidos de su superioridad moral y del valor de la
palabra, sin considerar que el habla de los autócratas (especialmente de los
totalitarios) disocia por completo la relación entre palabra y referente real,
por no decir que mienten a placer y reprimen sin ambages.
Es
precisamente esta incredulidad ajena lo que facilita el continuo avance de los
enemigos de la democracia, la sucesión de trampas y celadas que plantean, el
ejercicio constante del engaño en la acción política. El demócrata biempensante
termina cazado en su propio juego, maniatado y estupefacto, sin comprender cómo
ni cuándo fue posible que sus adversarios le despojaran de la conducción
democrática del poder, y a veces, incluso, acomplejado por no haber logrado
concertar la voluntad mayoritaria de la población para hacer frente a la
amenaza radical.
Desde
mi punto de vista, todo lo anterior debería haberse tomado en cuenta durante
los últimos 30 años en Venezuela, especialmente por parte del liderazgo
democrático de la nación. Hoy en día probablemente sea demasiado tarde para
evitar la tragedia, pues ésta ya se ha consumado en buena medida.
La
leche ya ha sido derramada, no es factible recogerla, y el reto va dejando de
ser el de la conservación y el resguardo de lo conocido para pasar a consistir
en la necesidad urgente de la victoria que posibilite el cambio y la
reconstrucción de la nación, desde la comprensión de que algo nuevo sólo podrá
gestarse mediante la capacidad de superar los antiguos vicios que hicieron
factible la debacle.
Al día
de hoy, en enero de 2018, es preciso que los demócratas podamos comprender a
cabalidad las verdaderas dimensiones de la tragedia. A tono con una idea que
hemos manejado durante los últimos años, hemos de entender lo que significa el
riesgo de “africanización” de Venezuela.
Nuestro
país va consolidando su perfil de estado al mismo tiempo fallido y forajido,
una sociedad manejada por una red de organizaciones que actúan a medio camino
entre la política y el crimen, que ocupan, fracturan e instrumentalizan el
Estado, que disuelven las bases de la convivencia pacífica y el valor del
trabajo, que saquean los recursos del territorio, expoliando a la nación y
obligando a sus habitantes a escoger entre el sometimiento atroz o el exilio
forzado. Venezuela puede convertirse en un país inviable, incapaz de gobernarse
a sí mismo, en cuestión de unos cuantos meses.
Por lo
tanto, a la hora de intentar diálogos y negociaciones con estos adversarios,
los demócratas de nuestro país y del mundo no han de perder de vista la
verdadera catadura de éstos. Eso significa entender que no es precisamente
factible ni realista pensar en la posibilidad de una salida negociada a la
actual crisis, pues se trata de individuos que han demostrado ser completamente
indiferentes ante la suerte de millones y millones de venezolanos, mientras son
capaces de profundizar la opresión a niveles insólitos.
Significa
también aceptar el hecho de que el chavismo ha demostrado habilidad para ganar
tiempo mediante negociaciones estériles, así como el hecho de que el tiempo no
está a favor de los demócratas. En la medida en que pasa el tiempo no sólo
muere, se desnutre o emigra la mayor parte de los venezolanos; no sólo se
deshace el tejido institucional, social y económico del país; no sólo
perfecciona el régimen sus mecanismos de control autocrático sobre la
población; no sólo pierde credibilidad y margen de maniobra el liderazgo
opositor, sino que, además, varios de los gobiernos que conforman el actual
Grupo de Lima (principal anillo de presión democrática sobre el régimen de
Maduro) podrían verse sustituidos en 2018 por otros menos afectos a la causa de
la democracia en Venezuela.
En
cuanto a las próximas y eventuales elecciones, no puede soslayarse el hecho de
que para quien es capaz de doblegar por hambre a millones de personas la
decisión de robarse una elección más no representa ningún dilema. Numerosos
políticos y analistas han esgrimido buenas razones de fondo para competir en
tales elecciones, pero por lo general en tales análisis el factor tiempo es
considerado como favorable para la oposición, mientras que las consecuencias de
asistir a un proceso comicial fraudulento, cuyos resultados probablemente serán
falseados, tienden a ser soslayadas.
El
paso del régimen de Maduro de una condición de “autoritarismo competitivo” a
una de “autoritarismo hegemónico”, señalado por múltiples analistas, conlleva
precisamente el cierre de las oportunidades reales de propiciar cambios
mediante el voto. En definitiva, sólo la perspectiva de una fuerza superior a
ellos podrá forzarlos a negociar, y quizás ni eso.
Incluso
la imperiosa necesidad de un cambio de régimen se va viendo afectada por las
terribles urgencias que impone el atroz agravamiento de la crisis humanitaria:
ya no se trata sólo de cambiar al régimen para impedir tragedias mayores y
posibilitar alguna solución, sino también de atender de inmediato a una
población que, en caso de seguirse unos meses más por el curso actual,
experimentará una hambruna colosal, con escasos o ningún precedente en el
continente americano.
De ahí
que la posibilidad de una intervención foránea (ventilada en el reciente
artículo de Ricardo Hausmann) no represente ningún disparate, sin que ello vaya
en desmedro de la consideración de otras opciones. Podrá sostenerse, por
supuesto, que la misma no es probable, factible o conveniente, pero ello no la
convierte automáticamente en un escenario descartable o inconcebible.
Asimismo,
es necesario reconocer que el deslizamiento de la crisis hacia cotas cada vez
más graves implica la inviabilidad de soluciones hasta ahora consideradas como
factibles, así como la necesidad de respuestas hasta ahora tomadas por
improcedentes o exageradas. No se trata del mismo modo la presencia de un tumor
benigno, la aparición de unas células cancerígenas o la existencia de un cáncer
en metástasis: a mayor gravedad de la enfermedad, más drástico tendrá que ser
el tratamiento, si es que se decide realizar algún tratamiento.
Por
otra parte, una revisión de los supuestos necesarios para la intervención
foránea que contempla la doctrina vigente en Naciones Unidas de la
“responsabilidad de proteger” permite comprobar que todos o la mayor parte de
ellos (relacionados con la imposibilidad de un gobierno de proteger a su
población, o con su abierta voluntad de someterla o exterminarla) se están
haciendo patentes en el caso venezolano, por no hablar de los riesgos políticos
que una Venezuela fallida y forajida comporta para nuestros estados vecinos.
Éstos
ven con total claridad que el problema venezolano ya no es sólo el de una
necesaria redemocratización, sino el de una terrible crisis humanitaria y el de
una urgente recuperación de la estabilidad que, de acuerdo con las tendencias
actuales, luce inaccesible para los propios venezolanos, salvo que sus propias
fuerzas armadas decidan cambiar el rumbo.
En mi
opinión, una negociación “de adentro hacia afuera” (un acuerdo entre régimen y
oposición que luego sea validado por la comunidad internacional) es una
absoluta quimera en estos tiempos. Sólo una negociación “de afuera hacia
adentro” (acuerdos internacionales entre actores dispuestos a estabilizar a
Venezuela, capaces de forzar algún tipo de acuerdo entre los actores internos)
tendría en estos momentos la capacidad de rendir algún fruto, si bien somos
plenamente conscientes de que tal posibilidad es sumamente difícil y compleja.
No
obstante, la demora en una respuesta de este tipo sólo parece augurar la
necesidad de acciones aún más drásticas en un futuro no muy lejano, pues la
crisis de Venezuela comienza a estallar como lo haría una reacción en cadena.
Lamentablemente, sólo la consumación de una desgracia suele propiciar consensos
en torno a lo que hubiera hecho falta hacer para evitarla; esperamos que para
el caso venezolano no sea ya demasiado tarde.
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