Por Froilán Barrios
En América Latina la impronta presidencialista
resalta en las constituciones de los países. Con sus matices, palabras más,
palabras menos, se destaca que el Poder Ejecutivo ejerce un mayorazgo sobre el
resto de poderes públicos, aun cuando siempre exista en las respectivas cartas
magnas la mentada autonomía de aquellos, a reconocer según el grado evolutivo
de las instituciones políticas de cada país.
De tal manera que en la
oportunidad de aplicarse este principio republicano en nuestros lares, deriva
en trauma nacional de fin de mundo, como sucedió recientemente en Brasil con
Dilma Rousseff; en Perú, con la solicitud de destitución del presidente
Kuczynski, y en Venezuela conocimos el caso de CAP II en 1993. Lo que es
cotidiano en los sistemas parlamentarios europeos, adelantar elecciones para
solventar crisis políticas cuando el primer ministro o presidente pierde la
mayoría en el Parlamento, aquí se convierte en tragedia, a tal extremo que el
régimen madurista, acogotado por la derrota de la AN en 2015, procedió a
aniquilarla de manera fraudulenta e inconstitucional.
Más allá de entrar en el
detalle o juzgar nuestro contexto jurídico presidencialista, establecido en la
Constitución de 1961 y profundizado en la vigente desde 1999, este nos
condiciona a que la solución de nuestros impasses políticos se resuelven
mediante la elección presidencial.
De hecho, con la carta magna
puntofijista conocimos 40 años de alternabilidad signados por el bipartidismo,
cuya aplicación generó márgenes de convivencia constitucional, aunque se
cuestionara el ventajismo electoral de quien detentara el poder, en los
procesos quinquenales registrados en la segunda parte del siglo pasado. El
sistema político se puso a prueba al abrir camino a una transición sin que
sufriéramos golpes de Estado, guerra civil o devastación económica, y dio paso
desde 1999 a la actual gestión.
Incluso en el ámbito de la
actual Constitución se han realizado cuatro elecciones presidenciales, las del
año 2000 establecieron el nuevo orden institucional; las de 2006 permitieron
superar el telúrico mandato en el cual Hugo Chávez perdió transitoriamente el
poder; las de 2012 reflejaron la agonía del socialismo del siglo XXI agudizada
por la muerte de su mentor; las de 2013, signadas por el fraude y la
deslegitimación del régimen, desembocaron en la peor gestión presidencial de
nuestra historia republicana, cuyo resultado ha puesto en entredicho nuestra
existencia como nación.
Por tanto, estas
presidenciales de 2018 hubieran podido ser el escenario propicio para un
desenlace cónsono ante el apocalipsis que estremece al país. Lamentablemente,
no ha sido así; la soberbia del poder ha envilecido el proceso electoral, lo ha
contaminado utilizando como piltrafas el CNE y el TSJ; como albaceas de sus
designios, adelantan elecciones a capricho, mezclan elección presidencial con
las de diputados y concejales, y degradan el ámbito y la majestad de las
instituciones a una cadena presidencial, donde el mandatario nacional ordena al
CNE hacer elecciones en la fecha que este anuncia.
Definitivamente, este
escenario grotesco ha determinado el desprecio de la comunidad internacional
por la convocatoria unilateral a elecciones, y la reticencia de la mayoría de
la población a asistir el 20 de mayo a convalidar un fraude similar al de la
ANC inconstitucional, cuando presenciamos el 30/07/2017 los centros de votación
similares a un cementerio para en la tarde conocer que por arte de magia
“habían sufragado más de 8.000.000 de electores”.
La arrogancia gubernamental
condena al país al naufragio, de realizarse las elecciones presidenciales en
las actuales condiciones, bien sea porque no tuvo una dirigencia opositora a la
altura de las circunstancias o porque prefiera, aun sabiendo que es despreciado
por la mayoría de la población, llevar a Venezuela a una etapa indeseable de oscurantismo,
en que las revueltas sociales producto de la hambruna, asonadas militares,
guerras civiles, cruentas dictaduras han puesto en riesgo el género humano en
otras latitudes.
14-03-18
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