Rafael Luciani 31 de marzo de 2018
Tiempo
de cambio
Uno
de los factores más alarmantes de nuestro siglo es la crisis de humanidad que
estamos padeciendo y que nos ha inhabilitado como sujetos, es decir, como
personas libres y solidarias.Además, en esta época global,
los poderes políticos y económicos prefieren alimentar la indolencia frente al
agobio de las mayorías. El fomento de medidas públicas inspiradas en la
solidaridad fraterna, que conduciría hacia una sociedad más equitativa, recibe
los calificativos de ilusorio y no rentable, entra en la cápsula de lo utópico.
Se anteponen así visiones ideológicas al bien común. Es una tendencia que
parece destinar a pueblos enteros a vivir como crucificados, pues les roban
toda posibilidad de tener posibilidades. Los nuevos faraones, como
en el antiguo Egipto, pretenden acostumbrar a la población a la escasez de
bienes en la tierra, entregándolos a la suerte de la sobrevivencia.
Como
creyentes, se impone un cambio de paradigma civilizatorio. Es urgente dar
cabida a una nueva pascua. Aquella que los obispos reunidos en Medellín diseñaron
y que luego de cincuenta años de ese evento fundacional para la Iglesia
latinoamericana, sigue vigente: «Así como otrora Israel, el primer Pueblo,
experimentaba la presencia salvífica de Dios cuando lo liberaba de la opresión
de Egipto (…), así también nosotros, nuevo Pueblo de Dios, no podemos dejar de
sentir su paso que salva, cuando se da el verdadero desarrollo, que
es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos
humanas, a condiciones más humanas» (Medellín. Introducción 6).
La
cuaresma es un tiempo propicio para reflexionar acerca de este paso salvífico
de Dios hoy a fin de tomar conciencia sobre los procesos de despersonalización
en los que hemos caído, así como del error de no haber colocado en el centro de
nuestras prioridades el bienestar del pueblo. Aunque también, como gente de fe,
sabemos que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). La
gracia que se manifiesta en el día a día de quienes siguen consagrados a
construir esfuerzos mancomunados de solidaridad fraterna y dan pasos hacia una
auténtica liberación del yugo al que se nos ha sometido; la gracia que va al
encuentro de los que participan, de cualquier manera, en los movimientos de
cambio sociopolítico, pues saben que «nuestra humanidad se define
principalmente por la responsabilidad hacia nuestros hermanos y ante la
historia» (Gaudium et Spes 55).
¿Dónde
está tu hermano?
La
alternativa que puede conducir a superar la crisis actual será creíble si nos
dejamos interpelar por la pregunta que Dios le hizo a Caín: «¿Dónde está tu
hermano?». La respuesta a esta interrogante revelará
las opciones fundamentales que orientan la vida de cada uno de nosotros.
Algunos pueden contestar con la indolencia de Caín: «¿Acaso soy yo el guardián
de mi hermano?» (Gn 4,9). Sin embargo, si redefinimos la existencia a partir de
una praxis fraterna será posible divisar el camino hacia nuestra rehabilitación
como sujetos y reencontrarnos como pueblo. Las comunidades cristianas que
fueron perseguidas, lo atestiguaron: «Sabemos que hemos pasado de la muerte a
la vida porque amamos a los hermanos» (1 Jn 3,14).
Solo
el amor fraterno es capaz de restaurar la dolencia social creada por fuerzas
que se han impuesto desde paradigmas tecnocráticos y visiones ideológicas que
se rigen por la lógica del dominio y la explotación. Al renunciar a construir
relaciones fraternas, damos espacio a una vida abatida, sin pertenencia ni
arraigo, en la que consideramos al otro como a un extraño o enemigo al que
podemos descartar o aprovechar según intereses mezquinos.
El
clamor de los crucificados de hoy, el grito de las víctimas de los poderes
políticos y económicos, es el que Dios escucha, como se lo hizo saber a Caín:
«La sangre de tu hermano clama a mí desde el suelo» (Gn 4,10). Hoy, Dios
escucha la lamentación de nuestros hermanos y hermanas crucificados por el
hambre, por la carencia de insumos médicos y por la violencia, crímenes que
violan los derechos fundamentales y reniegan de una voluntad divina que no
quiere relaciones de sujeción ni estructuras de muerte sino de auténtica
libertad y vida.
¿De
qué nos salva Dios?
La
experiencia de un Dios que salva de la opresión y rechaza toda forma de
sumisión se constituyó en el núcleo central de la fe de Israel, en su carta de
identidad como pueblo. Así lo profesa uno de los credos más
antiguos que se hallan en la Biblia: «Los egipcios nos maltrataron, nos
oprimieron y nos impusieron dura servidumbre. Nosotros clamamos a Yahvé, Dios
de nuestros padres, y Yahvé escuchó nuestra voz; vio nuestra miseria, nuestras
penalidades y nuestra opresión. Y Yahvé nos sacó de Egipto» (Dt 26,5-9). La
compasión de Dios por su pueblo será el signo distintivo de su acción salvífica
y el motivo que inspirará su primer mandamiento, mucho antes de que ocurra la
Alianza en el Sinaí: «No maltratarás al forastero ni lo oprimirás, pues
forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto. No dejarás a viuda alguna ni
a huérfano; si los dejas y claman a mí yo escucharé su clamor, se encenderá mi
ira» (Ex 22,21-22). Era la manifestación visceral de un Dios que toma posición
ante la historia a favor de los pobres, de las víctimas, un Dios que no quiere
que haya victimarios.
Los
forasteros, las viudas y los huérfanos representan a todos aquellos cuya
sobrevivencia depende de la decisión de otros, pues no tienen voz ni derechos
propios. Es a ellos a quienes Dios acoge en sus entrañas y se les revela como
«Padre de los huérfanos y defensor de las viudas» (Sal 68,5). Fieles a la
voluntad de Yahvé, los profetas elevarán sus voces en contra de los que rigen
el destino de los pueblos en la firme convicción de que «sus gobernantes son
rebeldes y compañeros de ladrones; cada uno ama el soborno y corre tras las dádivas.
No defienden al huérfano, ni llega a ellos la causa de la viuda» (Is 1,23).
Jeremías reprochará a quienes «han engordado y se han puesto lustrosos, y
sobrepasan en obras de maldad; no defienden la causa del huérfano, para que
prospere, ni defienden los derechos del pobre» (Jer 5,28).
No es
voluntad divina que un pueblo viva bajo el peso de un yugo, sin libertad,
empobrecido, asfixiado por regímenes políticos totalitarios que convierten a
las personas en objetos de dádivas, en instrumentos útiles para mantenerse en
el poder. Dios pasa salvando en su llamado a construir una vida alternativa que
supere las condiciones inhumanas y trascienda las poderosas cadenas de la
servidumbre. De ahí que su misión salvífica se manifieste en nuestro propio
«paso de condiciones menos humanas a otras más humanas» (Populorum
Progressio 20-21).
¿De
qué nos salva Dios? He allí la pregunta fundamental para entender la novedad de
esta imagen divina. Como creyentes comprendemos que la salvación siempre es
diáfana en el desasosiego de una realidad que debe ser superada para poder
vivir como sujetos libres, y no como objetos esclavos de otros. Por ello, Dios
«no redime solamente la persona individual, sino también las relaciones
sociales entre los hombres» (Evangelii Gaudium 178). Su oferta
salvífica no acontece fuera de la historia, sino en ella, entre nosotros, de
cara a historias de vida y condiciones sociopolíticas y económicas
concretas. La lectura del Éxodo es propicia para comprenderlo.
El
clamor de los crucificados
En
Egipto el pueblo de Israel estaba sometido a relaciones de servidumbre y había
perdido toda expectativa de cambio. El libro del Éxodo lo recuerda: «Los
egipcios esclavizaron brutalmente a los
israelitas», «les amargaron la vida con dura
servidumbre» (Ex 1,11-14), es decir, que no solo los explotaban físicamente,
sino que abatían sus espíritus con el fin de opacar toda posibilidad de
transformación. Pero precisamente en medio de esta situación de desesperanza
ocurre algo sorprendente. Moisés sale del palacio donde vivía y «ve las duras
tareas que padecían los hebreos», es testigo de «cómo un egipcio golpeaba a uno
de los hebreos, sus hermanos» y, para mayor pesadumbre, observa «cómo un hebreo
maltrataba a otro, su prójimo» (Ex 2,11-14). Violencia y humillación por todas
partes. La deshumanización era ambiental, no solo había afectado las relaciones
entre las víctimas y sus victimarios, hebreos y egipcios, sino que también
estaba modificando el modo en que los mismos hebreos se trataban entre sí, cual
verdugos de sus propios hermanos.
La
reacción de Moisés es natural y por eso mismo inesperada. Hay que notar que no
es el llamado de Dios lo que moviliza inicialmente sus pasos, sino su propia
urgencia de constatar lo que sucedía en las periferias. Es ahí, al encontrarse
con la realidad desnuda, sin la intermediación del faraón o de su corte, donde
toma conciencia y reconoce que los otros no son esclavos sino sus hermanos. Las
entrañas de Moisés entonces son atravesadas por el dolor al presenciar el
brutal maltrato que se infligía a los israelitas. Así que movido por la
dolencia que le causaba aquella inhumanidad que tenía ante sus ojos busca hacer
justicia de la única manera que podía. Y su grito llegó a los oídos debidos:
«El clamor de su servidumbre subió a Dios. Dios escuchó sus gemidos y se acordó
de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob» (Ex 2, 23-24). El lamento de los
crucificados mueve a Dios, el grito de quienes solo esperan una muerte
anticipada por la falta de alimentos o de medicinas, por el desvanecimiento físico
del trabajo forzoso o por la postración espiritual.
La
coincidencia de dos quereres, el de Dios y el de Moisés, permite que le sea
encomendada una riesgosa tarea al hombre de fe: «He visto la aflicción de mi
pueblo en Egipto, he escuchado su clamor ante sus opresores, conozco sus
sufrimientos, he bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para
subirlos de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana
leche y miel. El clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto la opresión
con que los egipcios les afligen. Y ahora ve, te envío para que saques a los
israelitas de Egipto» (Ex 3,7). El llamado de Dios es claro: Moisés debe liberar al
pueblo de la esclavitud sociopolítica y económica egipcia.
La
gracia de la conversión
El
llamado de Dios promueve un profundo proceso de transformación en Moisés. La
obra de conversión al hermano le hace descubrir que los otros no son esclavos
ni desechos; la conversión al pueblo lo lleva a asumir la misión de liberarlo,
y la conversión a Dios le revela el nombre del liberador que no es otro que el
Dios de sus padres. Todo este trabajo estará incompleto si se pasa por alto
que, en Moisés, el proceso de conversión ocurre al salir del
palacio, de su vivienda confortable, para encontrarse con la
realidad de quienes vivían en las periferias y reconocer que les había fallado
a sus hermanos.
Es así
como Moisés tomó conciencia de la estructura de pecado sobre la cual se
sostenía el poderío del faraón y dio, entonces, un primer paso: sacar a Israel
de la casa de servidumbre (Ex 13,2; 20,2; Dt 5,6), una
liberación que es una acción política en contra de la miseria y la represión
(Ex 1,10-11), en pos de la construcción de una sociedad justa, de relaciones
horizontales y fraternas. El segundo paso, más difícil aún, será unir a los
hebreos y constituirlos en un pueblo. De allí que el Éxodo, si bien
revela la negatividad de la historia, también da fe de una experiencia de
gracia por la que Israel como pueblo supera tentaciones y resistencias en el
paso por el desierto, toma conciencia y decide su manera de organizarse, de
construir una identidad y un destino común en la tierra prometida. Además, es
un proceso en el que Dios no interviene como un faraón, como un dictador o un
militar, sino que se hace presente como un Dios que camina con su pueblo, en
medio de sus vicisitudes, para sacarlo de la esclavitud mientras le ofrece «una
tierra que mana leche y miel» (Ex 3,17).
Toda
liberación política supone también el esfuerzo de reconstruir el tejido
sociocultural deteriorado por los procesos de deshumanización vividos, que fragmentaron
al pueblo en individualidades y extraviaron su identidad, su destino común. Pero
es una obra que a veces encuentra resistencia. Cuando Israel pasa por el
desierto, algunos quieren regresar a Egipto. El clamor que lo había movilizado
se convirtió en nostalgia paralizante de los días en que «nos sentábamos junto
a las ollas de carne y comíamos pan hasta hartarnos» (Ex 16,2-3). Los que se
niegan a ser sujetos de su propio destino claman: «Más valía servir a los
egipcios que morir en el desierto» (Ex 14,11-12); prefieren la falsa seguridad
del sobreviviente, la condición del resignado o de quien se conforma con
recibir lo mínimo vital para subsistir un día más. De allí que una verdadera
liberación apele a la alianza de un solo pueblo unido, a renunciar a ser
objetos de dádivas y a tomar conciencia de nuestra condición de sujetos de la
historia. Esta es la gracia de la conversión que Dios pide hoy.
Estamos
llamados a salir de la casa de servidumbre y a contribuir con el cambio de la
situación de pecado estructural que vivimos. Llegó el momento
de construir un proyecto de país que de verdad coloque al pueblo en el centro,
porque mientras haya pobreza, siempre habrá la tentación de los falsos
mesianismos que derivan en totalitarismos (Evangelii Gaudium 202).
Convertirnos al pueblo significa asumir nuestra condición de hermanos y
hermanas para descubrir que hay una mayoría que experimenta la fuerza en la
debilidad, que es solidaria en la escasez y que ha salido al auxilio de los
crucificados de hoy. La cuaresma es un tiempo propicio para el cambio, para
recuperar nuestra dolencia social, para no dejarnos abatir física
ni espiritualmente por quienes tienen el poder, y responder a la emergencia
humanitaria que nos golpea en un solo clamor: “Tuve hambre y me diste
de comer; tuve sed y me diste de beber; fui forastero y me recibiste; estaba
desnudo y me vestiste; enfermo y me visitaste; en la cárcel y viniste a ver” (Mt
25,35-40).
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