Por Miguel Ángel Martínez
Meucci
¿Hasta qué punto puede caer un
país? ¿Cuán malas se pueden poner las cosas para toda una sociedad? Estas son, probablemente,
preguntas que todo venezolano, así como toda persona que conoce o se interesa
por Venezuela, se hace hoy día. Con seguridad la mayoría es ahora más pesimista
que hace unos años, dado que para muchos la situación actual resultaba
inconcebible. Ahora, cuando el peso de las evidencias resulta abrumador, es más
difícil que nunca la tarea de cambiar el rumbo de una nación que se ha enfilado
hacia el abismo.
Las consecuencias de resultar
negativamente sorprendidos por esta debacle van más allá de lo tangible. No
sólo está mucha gente incapacitada para afrontar materialmente la crisis
actual, sino que además resulta difícil el mero hecho de existir, de estar ahí,
de vivir mientras se contempla todo lo que pasa y se trata de entenderlo. Las
reacciones son tan variadas como lo es el género humano, pero predominan la
tristeza y la desazón, sin excluir a quien todavía confunde negación con
esperanza, quien persiste en hacer lo mismo que hasta ahora (lo cual, a veces,
significa no hacer nada) porque encuentra en esa obstinación el consuelo que
echa en falta.
Pero ante todo lo anterior es
preciso reaccionar. El hecho de que el camino esté lleno de dificultades no
anula la necesidad de recorrerlo. Optar por la vida significa aceptar el reto
de superar todos sus obstáculos. Al fin y al cabo, la vida nos ha sido dada sin
garantías y nos corresponde hacer de ella algo digno, no sólo de ser vivido,
sino también de ser recordado. No obstante, para ello hace falta comprender, de
modo realista, el mundo en el que nos movemos. Mientras que la depresión
resulta fatal, la negación sólo sirve para escurrir el bulto, evitar cambiar y
diferir las respuestas oportunas.
En nuestro contexto, una
respuesta oportuna pasa por intentar conocer la naturaleza del problema y no
descartar de entrada escenarios que pudieran parecernos inauditos. La realidad
actual sobrevino, en buena medida, como resultado de la negación de este
escenario, considerado inaceptable y ofensivo para el sentido común. Se
argumentaba que “los venezolanos no somos así”, “eso es imposible” y otras
fórmulas por el estilo, más ancladas en el wishful thinking que en un
análisis fundado en el examen de variables, procesos y elementos clave. Está
claro que la realidad siempre nos supera, que no podemos predecir el futuro y
que todo análisis no es más que una precaria guía, pero aun así es mejor contar
con ella que basar nuestras previsiones en nuestros meros deseos y prejuicios.
La historia nos demuestra que
todo es posible, razón por la cual no es prudente decir: “esto no pasará”. En
tal sentido, la imaginación juega un rol fundamental a la hora de pensar el
futuro. Sólo la imaginación nos permite tener una idea de cómo pudiera
evolucionar la realidad, especialmente cuando ésta atraviesa una coyuntura
crítica. ¿Y qué nutre ese tipo particular de imaginación? Un cierto
conocimiento de realidades extremas que no nos resultan próximas y que, por
ende, no han solido ser fundamentales en la conformación de nuestro sentido
común. Esas realidades aparentemente exóticas, no obstante, han sido también
realidades humanas y en tanto la naturaleza humana no cambia con facilidad,
todas nos ayudan a imaginar el futuro.
Personalmente, debo decir que
a lo largo de los últimos veinte años, entre las personas que he podido
conocer, quienes mejor se imaginaron la situación actual no fueron por lo
general los grandes conocedores de nuestra historia nacional, sino emigrados
cubanos y centroeuropeos, así como algunos compatriotas que por alguna razón
vivieron o conocieron de cerca los totalitarismos del siglo XX. Las
experiencias relacionadas con la barbarie nazi o el régimen soviético, mucho
más que las vicisitudes del Liberalismo Amarillo, parecen haber ofrecido pistas
adecuadas para entender de qué iba el régimen instaurado por Hugo Chávez.
Pero, al mismo tiempo que a
través de la imaginación nos (re)presentamos las condiciones de posibilidad de
una eventual realidad futura, también es necesario pensar en las
probabilidades. Contemplar algo como posible no quiere decir que lo
consideremos probable. En tal sentido, la probabilidad de que un escenario se
materialice estará vinculada a aquellos elementos y procesos que consideremos
fundamentales para ello. Así, por ejemplo, las probabilidades de llegar al
punto actual lucían ciertamente escasas hace unos cuántos años, pero el
presente escenario no debía descartarse en la medida en que los elementos y
procesos que conducían al mismo prevalecían por encima de otros que hubieran
derivado en direcciones distintas. De ahí la importancia de identificar
adecuadamente los elementos y procesos realmente pertinentes en cada caso.
En el caso de la Venezuela
actual, dichos elementos y procesos fundamentales tenían que ver con una
absoluta concentración de poder, la cual se produjo a través de una dinámica
similar a la que marcó la evolución de los sistemas totalitarios. En la medida
en que nada truncaba esa evolución, la probabilidad de dirigirse hacia un
resultado similar a los que tuvieron lugar en esos regímenes sólo podía
incrementarse. Y así hemos llegado hoy a situaciones que mucho nos recuerdan a
las que en su momento sufrieron sociedades como la ucraniana, la china, la
camboyana, la norcoreana o la cubana. Cualquier análisis de la actualidad
venezolana pasa por contemplar la posibilidad de que nuestra población
atraviese, de modo inminente, una hambruna como las registradas en dichos
países, razón por la cual vale la pena recordarlas.
El holodomor ucraniano
(Голодомор, “matar de hambre”) sobrevino entre los años 1932 y 1933 como
consecuencia de las políticas de colectivización y expropiación de tierras que
adelantó Stalin en ese país, cuyo territorio fue considerado durante muchos
años como el verdadero granero de Europa oriental. Persisten las polémicas en
torno a las razones que llevaron a la muerte por inanición a un número de
personas difícil de determinar (desde 1 a 5 millones), polémica sostenida entre
quienes lo niegan o consideran un “daño colateral” del comunismo y quienes lo
asumen como una política deliberadamente genocida. Pero en todo caso, el temor
de los ucranianos (al menos de los occidentales) a la dominación rusa permite
explicar que no hayan escatimado esfuerzos en 2004 y 2013 a la hora de
sacudirse a los títeres que Moscú promovió para la presidencia de su país. En
su tiempo, Stalin no les dio la menor oportunidad para una respuesta semejante.
Resultados similares obtuvo
Mao Tse Tung durante la Revolución Cultural (1966-1976) en la China comunista.
Nuevamente fueron políticas de controles asfixiantes, centralización económica
y expropiación sistemática las que obligaron a morir por hambre a millones de
personas (hasta 35 millones según algunas fuentes). El campesinado fue sometido
a una serie de políticas absurdas de las que no pudo zafarse, viéndose
condenado a morir lentamente de inanición. Algo tan brutal como lo que ocurrió
poco después en Camboya (1975-1979), donde los jemeres rojos forzaron a buena
parte de la población urbana y ciertas minorías étnicas a trasladarse al campo
para trabajar en cultivos dirigidos por una planificación centralizada que
tampoco rindió los frutos esperados (¿o sí?). Alrededor de un 25% de la
población murió de hambre en este nuevo experimento comunista.
Foto: Cadena Ser
Los fracasos anteriores no
impidieron que los regímenes de la dinastía Kim, en Corea del Norte, y de Fidel
Castro en Cuba, sobrevivientes de la debacle del comunismo, condenaran a sus
pueblos a sufrir severas penalidades una vez que Rusia, ya desmoronado el
régimen soviético en la década de los 90, dejara de subsidiarlos. Hasta dos millones
de coreanos (200.000 según el régimen) pudieron haber fallecido por inanición,
mientras que los cubanos atravesaron el llamado “periodo especial” durante el
cual las restricciones alimentarias llegaron a un extremo dantesco. Tal como ha
quedado demostrado por diversos estudios, este tipo de hambrunas y carestías
colosales sólo se producen bajo regímenes totalitarios o en sociedades
devastadas por guerras prolongadas, nunca en sociedades democráticas.
Ninguno
de dichos regímenes abandonó el poder por vía electoral.
El régimen que impera en la
Venezuela actual tampoco es democrático y también pone en riesgo la
supervivencia de la población. El hecho de que no sólo no reaccione ante esta
debacle, sino que además la siga propiciando, debería permitirnos comprender
que hemos llegado a una fase muy distinta a las anteriores. Esto se percibe ya
con absoluta claridad fuera del país, a juzgar por el asombroso consenso que la
comunidad democrática internacional ha alcanzado con respecto a la situación
venezolana. Asombroso por lo unánime del mismo y por la profundidad del
compromiso, en virtud del cual se desconocen de antemano los resultados de la
“elección” del 20 de mayo. Los gobiernos de naciones como Estados Unidos,
España, Colombia, Argentina o Chile, al igual que la secretaría general de la
OEA, están de acuerdo en que las condiciones actuales no permiten resultados
distintos a los que se plantea el régimen. Al mismo tiempo, el éxodo
descontrolado de venezolanos se ha convertido en un problema regional, mientras
que las evidencias de las vinculaciones del chavismo y sus militares con el
crimen transnacional propician una respuesta cada vez más unánime al respecto.
La crisis venezolana es, pues, percibida como algo absolutamente terrible y
extraordinario.
¿Cabe entonces imaginar
soluciones ordinarias y convencionales? ¿Es factible plantearse un viraje
gradual y consensuado? La experiencia aconseja no descartar ningún escenario.
Nadie puede negar de antemano que Henri Falcón gane los comicios y logre
propiciar una transición, o que en su defecto, logre la implementación de
algunas de sus propuestas por parte del régimen de Maduro. Sin embargo, una
revisión de los principales factores y procesos de poder parece indicar que las
probabilidades juegan abiertamente en contra de tales posibilidades. Todo
apunta a que las vías más pacíficas del cambio político seguirán cerradas
mientras quienes tienen las armas se mantengan apegados a los dictámenes de la
cúpula dirigente. Y eso, en un contexto cercano a la hambruna, imprime un
radicalismo absoluto a la situación actual, un
radicalismo hobbesiano por el que el asunto ya no es únicamente el
restablecimiento de la democracia sino la preservación de la vida.
La naturaleza profunda del
régimen se revela en el modo en que han permitido y propiciado que el país
cayera en el abismo actual. Ante quienes manejan el poder de un régimen
radicalmente malo (en todas las acepciones del término) las vías intermedias,
las soluciones diferidas, los acuerdos negociados, los entendimientos entre
fuerzas plurales, son todas iniciativas que han demostrado su inutilidad.
Mientras que ciertas autocracias (sangrientas, pero no totalitarias)
permitieron que sus idearios y fuerzas políticas fueran “reciclados” y
metabolizados por la democracia a través de transiciones negociadas, ante
regímenes que propician terribles hambrunas sólo queda la disyuntiva entre
rebelarse o morirse de mengua.
Sólo la posibilidad de ejercer
una fuerza superior a la que el régimen es capaz de desplegar podrá forzarlo a
negociar o dimitir. Sólo un esfuerzo literalmente extraordinario, una
concertación inédita, una presión formidable de parte de los demócratas,
combinada desde dentro y fuera del país, podrá generar la fuerza necesaria para
cambiar el rumbo actual (esto es, cambiar de régimen político y atender la
emergencia humanitaria). Dicho esfuerzo debe estar orientado a reorientar la
lealtad de las fuerzas armadas (desviada como está actualmente) hacia la
constitución y la soberanía popular, ya que todo lo demás redundaría en la
perpetuación del régimen que viene propiciando, con toda deliberación, un
drástico descenso de la población. Al liderazgo político compete la
articulación de este titánico esfuerzo, así como la tarea de inflamar en la
gente el ánimo de lucha necesario para resistir y revertir la situación.
Churchill, a quien hemos
dedicado un reciente artículo,
decía entre otras cosas que era “optimista” porque “no parece muy útil ser otra
cosa”. Lo decía en circunstancias totalmente adversas, pero desde el espíritu
práctico de quien sabe que no le queda más opción que luchar y hacerlo con
ánimo de vencer. El optimismo que debemos generar en estos momentos no debe,
pues, fundamentarse en espejismos y vanas ilusiones, sino en la firme
convicción de que, ante una tiranía tan absurda y atroz, y ante el horror
intolerable al que pretende someternos, nuestros máximos esfuerzos y
sacrificios en pos de una causa absolutamente vital y justa no sólo son
necesarios, sino que además no serán en vano.
***
El autor es profesor de
Estudios Políticos en la Universidad Austral de Chile. Doctor en Conflicto
Político y Procesos de Pacificación. Autor del libro “Apaciguamiento. El
Referéndum Revocatorio y la consolidación de la Revolución Bolivariana”. 2012.
27-04-18
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico