Francisco Fernández-Carvajal 02 de octubre de 2018
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Desprendimiento para seguir a Cristo. Los bienes materiales son solo medios.
Aprender a vivir la pobreza cristiana.
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Consecuencias de la pobreza: el uso del dinero, evitar los gastos innecesarios,
el lujo, el capricho...
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Otras manifestaciones de la pobreza cristiana: rechazar lo superfluo, las
falsas necesidades... Llevar con alegría la escasez y la necesidad.
I. Relata
el Evangelio de la Misa1 que
Jesús se disponía a pasar a la otra orilla del lago. Se le acerca entonces un
escriba que se siente movido a acompañar al Maestro: te seguiré a donde
quiera que vayas, le dice. Y Jesús le expone en breves palabras el panorama
que se le presenta si emprende el camino: la renuncia a la comodidad, el
desprendimiento de las cosas, una disponibilidad completa al querer
divino: las raposas tienen sus madrigueras y los pájaros del cielo sus
nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar su cabeza.
Jesús
pide a sus discípulos, a todos, un desasimiento habitual: la costumbre firme de
estar por encima de las cosas que necesariamente hemos de usar, sin que nos
sintamos atados por ellas. Para quienes hemos sido llamados a permanecer en
medio del mundo, mantener el corazón desprendido de los bienes materiales
requiere una atención constante, sobre todo en un momento en que el deseo de
poseer y de gustar de todo lo que apetece a los sentidos se muestra como un
afán desmedido y, para muchos –da esa impresión–, el fin principal de la vida2.
Vivir
la pobreza que Cristo pide a los suyos requiere un gran desprendimiento
interior: en el deseo, en el pensamiento, en la imaginación; exige vivir con el
mismo espíritu del Señor3.
Una de las primeras manifestaciones de la pobreza evangélica es utilizar los
bienes como medios4,
no como fines en sí mismos; y, al considerar esta enseñanza concreta del
Maestro, pedimos al Señor no dejarnos llevar por el deseo desmedido de tener
más, de aparentar, de poner en ellos la seguridad de la vida. Los medios
materiales son bienes cuando se utilizan para un fin superior:
sostener la familia, educar a los hijos, adquirir una mayor cultura en provecho
de la sociedad, ayudar a obras de apostolado y a quienes están más
necesitados... Pero esto no es fácil a la hora de la práctica, porque el hombre
tiende a dejar que el corazón se apegue a los medios materiales sin medida ni
templanza. Es necesario aprender en la vida real cómo hemos de comportarnos
para no caer en esos duros lazos que impiden subir hasta el Señor. Y esto tanto
si tenemos muchos bienes como si no poseemos ninguno, pues no se confunde la
pobreza con el no tener: «la pobreza que Jesús declaró bienaventurada es
aquella hecha a base de desprendimiento, de confianza en Dios, de sobriedad y
disposición a compartir con otros»5.
Esta es la pobreza al menos de quienes han de vivir v santificarse en medio del
mundo.
También
San Pablo nos dice que sostuvo ese aprendizaje para vivir desprendido en toda
circunstancia: he aprendido -dice a los cristianos de
Filipo- a vivir en pobreza; he aprendido a vivir en abundancia; estoy
acostumbrado a todo y en todo: a la hartura y a la escasez; a la riqueza y a la
pobreza. Todo lo puedo en Aquel que me conforta6.
Su seguridad y su confianza estaban puestas en Dios.
II. No
podemos dejar de contemplar a Cristo, que no tenía dónde reclinar la
cabeza..., porque si queremos seguirle hemos de imitarle. Aunque debamos
utilizar medios materiales para cumplir nuestra misión en el mundo, nuestro
corazón ha de estar como el del Señor: libre de ataduras.
La
verdadera pobreza cristiana es incompatible, no solo con la ambición de bienes
superfluos, sino con la inquieta solicitud por los necesarios. Si esto le
ocurriera a una persona que, respondiendo a la llamada del Señor, lo ha dejado
todo para seguirle más de cerca, indicaría que su vida interior se está
llenando de tibieza, que está intentando servir a dos señores7.
Por el contrario, la aceptación de las privaciones y de las incomodidades que
la pobreza lleva consigo, une estrechamente a Jesucristo, y es señal de
predilección por parte del Señor, que desea el bien para todos, pero de modo
muy particular para quienes le siguen.
Un
aspecto de la pobreza cristiana se refiere al uso del dinero. Hay cosas que son
objetivamente lujosas, y desdicen de un discípulo de Cristo especialmente
cuando tantos padecen necesidad y escasez, aun cuando resulten corrientes en el
medio en el que cada uno se mueve. Son objetos, comodidades, caprichos..., que
no deben entrar en los gastos ni en el uso –aunque no suponga desembolso
alguno– de quien desea tener por Maestro a Aquel que no tenía dónde reclinar su
cabeza. El prescindir de esas comodidades o de lujos y caprichos chocará quizá
con el ambiente y puede ser en no pocas ocasiones el medio que utilice el Señor
para que muchas personas se sientan movidas a salir de su aburguesamiento.
Los
gastos motivados por el capricho son, por otro lado, lo más opuesto al espíritu
de mortificación, a un sincero anhelo de imitar a Jesús. Es lógico pensar que
tampoco tendría el espíritu de Cristo quien se dejara llevar por esos deseos
por el solo hecho de que quien los paga es el Estado, la empresa o un amigo...
Es el corazón el que seguiría a ras de tierra, incapaz de levantar el vuelo
hasta los bienes sobrenaturales. Una persona así se iría incapacitando incluso
para entender que existen otros bienes superiores a los del cuerpo, a los de
los sentidos.
Pobres,
por amor a Cristo, en la abundancia y en la escasez. En cada una de estas
situaciones el uso de los bienes adquirirá unas formas quizá distintas, pero
con los mismos sentimientos y disposiciones en el corazón. «Copio este texto,
porque puede dar paz a tu alma: “Me encuentro en una situación económica tan
apurada como cuando más. No pierdo la paz. Tengo absoluta seguridad de que
Dios, mi Padre, resolverá todo este asunto de una vez.
»Quiero,
Señor, abandonar el cuidado de todo lo mío en tus manos generosas. Nuestra
Madre –¡tu Madre!– a estas horas, como en Caná, ha hecho sonar en tus oídos:
¡no tienen!... Yo creo en Ti, espero en Ti, Te amo, Jesús: para mí, nada; para
ellos”»8. Quizá muchas veces tendremos necesidad de hacer nuestra esta
oración.
III.
Nosotros queremos seguir de cerca a Cristo, vivir como Él vivió, en medio del
mundo, en las circunstancias particulares en las que nos toca vivir. Un aspecto
de la pobreza que el Señor nos pide es el de cuidar, para que duren, los
objetos que usamos. Esta actitud requiere mortificación, un sacrificio pequeño,
pero constante, porque es más cómodo dejar la ropa en cualquier sitio y de
cualquier forma, o dejar para más tarde –sin fecha fija– ese pequeño arreglo
que, si se hace pronto, evita un gasto mayor.
También
quien procura no tener nada superfluo está cerca del desprendimiento que Cristo
nos pide. Para esto es necesario que nos preguntemos muchas veces: ¿necesito
realmente estos objetos?, ¿dos plumas o dos bolígrafos?... «Lo superfluo de los
ricos –afirma San Agustín– es lo necesario de los pobres. Se poseen cosas
ajenas cuando se poseen cosas superfluas»9.
¿Tengo yo muchas cosas superfluas que para nada necesito?: calzado, utensilios,
ropa de deporte, vestidos... ¿Tengo presente que, en buena parte, el
desprendimiento cristiano consiste en «no considerar –de verdad– cosa alguna
como propia»10, y actúo en consecuencia?
Es
evidente que la pobreza cristiana es compatible con esos adornos de la casa de
una familia cristiana, que se distingue más por el buen gusto y por la limpieza
(¡hacer que las cosas luzcan y rindan!) y sencillez, que por lo ostentoso y
llamativo. La casa debe ser un lugar donde la familia se siente a gusto y a
donde todos los miembros desean llegar cuanto antes por el cariño que en ella
se respira, pero no un lugar que sea una continua ocasión de aburguesamiento, de
falta de sacrificio en los pequeños y en los mayores... Privarse de lo
superfluo significa, sobre todo, no crearse necesidades. «Hemos de exigirnos en
la vida cotidiana, con el fin de no inventarnos falsos problemas, necesidades
artificiosas, que en último término proceden del engreimiento, del antojo, de
un espíritu comodón y perezoso. Debemos ir a Dios con paso rápido, sin pesos
muertos ni impedimentos que dificulten la marcha»11.
No
tener cosas superfluas o innecesarias significa aprender a no crearnos falsas
necesidades, de las que se puede prescindir con un poco de buena voluntad. Y, a
la vez, agradecer al Señor constantemente los medios necesarios para el
trabajo, para el sostenimiento de las personas que tenemos a nuestro cargo y
poder ayudar en las necesidades de las obras apostólicas en las que
colaboramos; estando dispuestos a prescindir de ellos, si Dios así lo permite;
sin quejarnos cuando falte lo necesario, ni perder la alegría profunda de quien
se sabe en las manos de Dios, pero poniendo los medios para salir de esa
situación.
La
Virgen Santa María nos ayudará a llevar a la práctica, de verdad, este consejo:
«No pongas el corazón en nada caduco: imita a Cristo, que se hizo pobre por
nosotros, y no tenía dónde reclinar su cabeza.
»—Pídele
que te conceda, en medio del mundo, un efectivo desasimiento, sin atenuantes»12.
1 Lc 9, 57-62. —
3 Cfr, San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 15.
—
4 A.
Tanquerey, Compendio de Teología ascética y mística,
Palabra, Madrid 1990, n. 897. —
5 S.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la
libertad cristiana y liberación, 22-III-1986, 66. —
6 Flp 4,
12-13. —
7 Cfr. Mt 6,
24. —
8 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 807. —
9 San
Agustín, Comentarios sobre el Salmo 147. —
10 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 524. —
11 Ídem, Amigos
de Dios, 125. —
12 ídem, Forja,
n. 523.
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