Por Jean Maninat
Los perdedores se recobran
en sus santuarios, se lamen las heridas y -desechando los favores de la
autoayuda- se prometen que regresarán para recobrar lo perdido. Así ha sido
desde que los griegos decidieron sacarle la mugre a los troyanos por el amor no
correspondido de Helena hacia uno de sus jefes de menor prestancia guerrera; o
en el caso de la compleja batalla por mantener a Rosalinda guarnecida en casa
con sus corotos -a pesar de la displicencia machista de los dados- en las
coplas del llano venezolano. Al fin y al cabo, solo se recobra lo perdido
-valga la ligereza bolerística del argumento- si se le reconoce.
La oposición democrática
venezolana olvidó -o perdió en el camino- que está obligada a encontrarse
consigo misma, si quiere recobrar la pertinencia que alguna vez tuvo. Las
diatribas entre copartidarios de un mismo esfuerzo podrían ser comprensibles
entre ganadores, pero no entre perdedores; son saludos a banderas ajadas que ya
poco dicen a las mayorías que se quiere conquistar. ¿Se pueden arriar las
insignias? Probablemente no, hoy día, cuando cada quien pretende tener el mango
bajito a su disposición. Pero es un ejercicio necesario.
La política y la capacidad
de entenderse en medio de las diferencias, son hoy imprescindibles, o de lo
contrario seguiremos siendo una anomalía: el país con una oposición tanto o más
desprovista de raciocinio que el desastroso gobierno que quiere cambiar. No hay
manera de que uno le explique a un observador internacional interesado por
nuestro acontecer, el cómo es posible que la oposición democrática se haya
desvanecido, en un acto de prestidigitación digno del mismísimo Houdini,
precisamente cuando el país más la necesita.
En política -como en
cualquier quehacer mundano- los desencuentros no son designios de las Moiras,
el Karma, o cualquier otra coartada inventada por los humanos para escurrirle
el bulto a su responsabilidad en la gerencia de sus asuntos. Son nudos,
complejos o simples, que esconden en sus ataduras el secreto de su liberación.
Nuestro denostado Pacto de Punto Fijo; la Concertación de Partidos Democráticos
en Chile; o el Proceso de Paz en Centroamérica, son ejemplos -cada uno en su
repercusión histórica- de que es posible sobreponerse a las diferencias si hay
un objetivo mayor.
Ante la ausencia de una
dirección política, amalgamada y sólida, surgen las respuestas improvisadas
-plenas de buena fe, qué duda cabe- de quienes confunden voluntad y rabia con
la realidad. El “voluntarismo”, que a tantos proyectos alternativos llevó a la tumba
inútil de los buenos deseos y en paz descansan. Porque mire usted que hay que
estar repletos de “buena voluntad” para llamar a un paro nacional como
requisito sine qua non del cambio pretendido. Más aún, cuando la
desconexión con el ánimo popular es tan notoria, por decir lo menos.
Cualquier aprendiz de
sindicalista, lo primero que aprende es a respetar los recursos que tiene para
defender sus intereses gremiales, y una huelga general -palabras mayores- no se
decreta desde el Aula Magna de una institución universitaria, por venerable que
sea. (Por cierto, puestos a escoger entre melodías contestatarias, hubiésemos
preferido las notas de Bella Ciao, o La Internacional, bellos himnos a la lucha
de los oprimidos. Pero son gustos de antaño totalmente baladíes y cada quien es
libre de escuchar lo que le venga en gana).
Los partidos políticos
venezolanos tienen que salir de su largo ensimismamiento, renovarse, asumir de
nuevo su liderazgo, reconocer sus desvaríos, y recomenzar el camino de liderar
el cambio. El asambleísmo redentor -aparte de la catarsis- solo nos llevará a
nuevas y dolorosas decepciones. Es la hora de la política unitaria -siempre lo
ha sido- como cuando se cosecharon derrotas, pero también triunfos importantes.
La bravura no es buena consejera.
28-09-18
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