Por Gustavo J.
Villasmil-Prieto
“El problema central en la insuficiencia cardíaca
no es que los pacientes tengan
dificultad para respirar o que retengan líquido: el
problema es que mueren”.
Arnold M. Katz, MD
El exhausto corazón de aquel
pobre hombre que admitimos a la sala de hospitalización ayer parece haberlo
dado todo. Después del devastador infarto que sufriera hace poco, la capacidad
de bombeo de su miocardio había quedado tan mermada que su vida se redujo a una
elemental dinámica entre la cama y la silla. Fue un lunes, nos cuenta, a eso de
las siete de la mañana. Trataba con grandes esfuerzos de entrar a empellones en
un vagón del metro en la estación de Capitolio. Eran días de mucha angustia en
los que fumaba sin cesar y las carencias de casa le habían sustraído del
cuidado de sí. Hipertenso y con “el azúcar alta” como era, debía seguir
indicaciones en cuanto a medicación y dieta que muy mal se avenían con su
precaria condición de trabajador a salario mínimo en el país del millón por
ciento de inflación.
Y la resulta fue
esa: el dolor opresivo instalado de súbito en pleno pecho, el
“corrientazo” en el brazo izquierdo, las náuseas, el “sudor frío” y pegajoso y
aquella sensación de muerte inminente que jamás olvidaría. Tendido quedó en
pleno anden, rodeado de piadosos transeúntes que suplicaban auxilio al tiempo
que cuidaban que el infortunado no resultara desvalijado por el malandraje que
se ha apoderado de esta ciudad y sus espacios. Nadie apareció sino hasta
pasadas las nueve. Lo metieron en una ambulancia. Comenzaba así el segundo acto
de su drama: el del “ruleteo” hospitalario. Una hora tras otra, de hospital en
hospital. Y el dolor allí. Serían las siete u ocho de la noche cuando por fin
lo recibieron en el nuestro.
Habían transcurrido doce
desde el inicio de los síntomas. Nada había ya que hacer sino esperar a ver qué
había quedado de aquel miocardio que temprano en la mañana latía exangüe. Ahora
ya lo sabemos: no puede cepillarse los dientes sin sentir que le falta el aire.
El menor de los esfuerzos lo agota. Incluso reposando en su cama dice sentirse
cansado
“Cabecera a 45 grados”
indicó el residente. Cuarenta y cinco grados para buscar una bocanada más que
alivie esa angustiosa sensación de sofocamiento, apenas una ligera elevación de
su cabecera que aminore el “hambre de aire” que le atormenta. Nada más nos pide
este desventurado venezolano, abandonado a su suerte por un estado que
históricamente prometió curarle. Hasta su altura nos elevamos hoy aquí
nosotros, mirándole a los ojos, testimoniando su infortunio, reconociendo una
vez más cuán grande es la brecha entre la medicina posible hoy en el mundo y la
medicina factible en la Venezuela que nos legó el chavismo.
Hasta esa misma altura llamo
a que se empine la dirigencia política venezolana, en cuyas manos reposa la
responsabilidad de abrir las ventanas que devuelvan la fe a los exhaustos
corazones venezolanos que a diario rinden sus vidas en hospitales hediondos y
desportillados, lejos de los adelantos médicos otrora disponibles y sin medios
para proveérselos a sus propias expensas.
Nunca fue más penoso el
balance del estado de las fuerzas opositoras que en este año que dentro de poco
termina. Tras la brillante victoria en las parlamentarias de 2015, la
impresionante convocatoria al referedum de 2016 y las heroicas demostraciones
cívicas de 2017, nada hacía presagiar tan horrorosa postración política y
discursiva apenas a fines de 2018 pese a la inocultable impopularidad del
chavismo.
Se echa en falta en la
dirigencia opositora un gesto de profundo carácter ético que les eleve a la
altura de la cabecera de este venezolano enfermo. Un gesto que traspase
cálculos, animadversiones y agendas que nada tienen que decirle a este hombre
de algo más de 50 años cuya fracción de eyección cardíaca se redujo a menos del
15% tras un infarto que cursó sin que pudiera ser tratado. Urge una expresión
de arrojo que traiga de vuelta ese “oxígeno”, el de la esperanza, a quien lo ha
perdido todo. Les es exigible una expresión superior de magnanimidad ante la
conmovedora escena de ver a estos pobres que a diario mueren aquí en silencio.
Les llamo, pues, a todos: a
Julio Borges, cuya profundidad de pensamiento reconocí hace más de 20 años
cuando me uní al partido que fundó; a Henrique Capriles, apelando a nuestra
amistad personal de veinte años y a su larga historia de servicio a la causa
democrática venezolana en la que le vi prodigar una calidad humana y una
capacidad política superiores; a Leopoldo López, a quien siempre adversé, pero
en quien reconozco capacidades de estadista que hacen de él un hombre
indispensable para el tiempo por venir.
Apelo también al doctor
Ramos Allup, hombre de discurso denso, curtido en mil y una batallas. Aprecié
altamente sus “Reflexiones sobre el liberalismo” (2007) desde la lectura
crítica esperable en quien esto escribe -un liberal- naturalmente opuesta a su
visión de socialdemócrata, pero sin desconocer por ello la solidez
argumentativa propia de un político culto. Como apelo también a Don Antonio
Ledezma, enérgico gestor público a quien recuerdo haber visto muchas veces
recorriendo el Hospital Vargas de Caracas con nosotros constatando el
funcionamiento hasta de los tensiómetros; a Andrés Velázquez, luchador recio y
sin dobleces en quien me empeño en reconocer los atributos de una especie de
Lech Walesa venezolano llamado a cumplir un papel estelar en la Venezuela que
viene llegando; a Henry Falcón, a cuya política me opuse siempre pero cuyo
liderazgo regional solo la mezquindad más obtusa puede negar.
Y hasta a la señora Machado
llamo, tan distante como me siento de su particular concepción de la historia
venezolana. Porque este pobre país nuestro no aguanta más
discordias. Porque a este venezolano que aquí yace le es precisa esa
“unidad superior” por la que todos claman, pero bastante menos trabajan.
No me anima en este llamado
“ecumenismo” político alguno, consciente como soy de las muchas y en no pocos
aspectos insalvables diferencias que en el liderazgo opositor existen. Abomino
de unanimidades en política y jamás le he temido al debate de ideas. Muy por el
contrario, me mueve a hacerlo la constatación cotidiana del drama de un país
que muere un poco todos los días mientras la dirigencia llamada a guiarle se
entretiene en giras que a nadie interesan cuando no en “pescueceos” de ruedas
de prensa, en diatribas bizantinas o en apuestas infantiles por salvadoras
intervenciones internacionales que no tendrán lugar mientras el mundo contemple
decepcionado cómo las esperanzas de todo un país se evaporan en los calderos de
la vanidad de quienes están llamados a salvarlo.
“¡Aire, doctor,
aire!”, clama este pobre enfermo cuyos pulmones se sofocan a merced de un
corazón que late sin fuerzas. Al elevar la cabecera de su cama a 45 grados,
quienes le asistimos procuramos al menos aliviar la inundación de fluidos que
le ahoga al tiempo que le acercamos al vital oxígeno que necesita para no morir
Como para no morir necesita
mi país que se le abran las ventanas a esperanza y se le conecte a líneas de
energía movilizadora que le devuelvan otra vez a la acción política eficaz. A
estas horas, mientras escribo estas líneas, numerosas voluntades se han dado
cita muy cerca de aquí, en el Aula Magna. Ni el señor Almagro, ni la Unión
Europea o el Departamento de Estado harán posible lo que a los venezolanos nos
toca. Porque en Venezuela, como en este pobre enfermo de corazón insuficiente,
el problema no es que haya hambre, violencia y escasez de todo lo necesario,
sino algo mucho peor: el problema es que los venezolanos están muriendo.
¡Elévense el liderazgo político de mi país a la altura de la cabecera de este
pobre enfermo que al cielo clama por auxilio!
Referencias:
Ramos Allup, H (2007) Reflexiones sobre el liberalismo. Ediciones
Nueva Visión, Caracas.
01-12-18
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