RICARDO HAUSMANN 03 de diciembre de 2018
Desear
que un problema desaparezca, rara vez es una estrategia efectiva. Mientras la
comunidad internacional ha estado enfocando su atención en otros asuntos, la
catástrofe venezolana se ha profundizado. Y de continuar las tendencias
actuales, ella solo puede empeorar.
Con un
día de trabajo al salario medio, ahora se compran 1,7 huevos o un kilo de yuca, la
caloría más barata disponible. Un kilo de queso local cuesta 18 días de trabajo
al salario medio, y un kilo de carne cuesta casi un mes, dependiendo del corte.
Los precios se han estado elevando a tasas hiperinflacionarias durante 13 meses
seguidos y la inflación va camino a exceder la marca
de 1.000.000% este mes. La producción continúa cayendo como una
piedra: según
la OPEP, en octubre de 2018 había bajado el 37% en relación al año
anterior, o casi 700.000 barriles diarios.
De
acuerdo a Alianza
Salud, una coalición de ONG, los nuevos casos de malaria en 2018 se han
multiplicado por 12 desde 2012, lo que se traduce en un total de más de
600.000, que es el 54% de todos los casos en Las Américas.
Amplias extensiones de territorio venezolano han sido cedidas a organizaciones
delictivas, entre ellas grupos terroristas como las FARC y el ELN de Colombia,
que actúan en colusión con miembros de la Guardia Nacional en la producción de
oro y coltan, como también en el narcotráfico.
Como
consecuencia, los venezolanos han estado saliendo de su país de manera masiva,
creando una crisis de refugiados de proporciones semejantes a la siria, y que
es la más grande de la historia de Las Américas. Dado que Facebook informa que
tiene 3,3 millones de usuarios venezolanos en el exterior, mi equipo de
investigadores en el Center for International Development de la Universidad de
Harvard estima que debe haber por lo menos 5,5 millones en
total. Entre quienes tuiteaban solo desde Venezuela en 2017, para
noviembre, más del 10% había dejado el país. Pese a sus valerosos
esfuerzos, Colombia, Ecuador y Perú encaran cada vez mayores dificultades para
hacer frente al flujo de refugiados.
Es más
que evidente que los problemas de Venezuela no se resolverán a menos que y
hasta que haya un cambio de régimen. Después de todo, tanto el régimen como el
colapso económico son consecuencia de la eliminación de los derechos básicos.
Los venezolanos no pueden invertir y producir para satisfacer sus necesidades
debido a que se les han arrebatado sus derechos económicos; y tampoco pueden
cambiar políticas desatinadas porque también se les han arrebatado sus derechos
políticos. Un giro requiere el reempoderamiento de los venezolanos.
Afortunadamente,
se vislumbra un fin a esta pesadilla, pero ello exigirá coordinación entre las
fuerzas democráticas venezolanas y la comunidad internacional. El 10 de enero
marca el fin del periodo del presidente Nicolás Maduro, el que comenzó con su
elección en 2013. Su elección a un segundo periodo en mayo de este año fue una
farsa: no se permitió que participaran los principales partidos de oposición y
sus candidatos, y Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea, Japón y los países
más importantes de América Latina, entre muchos otros, se negaron a reconocer
el resultado de dicha elección. Esto significa que no reconocen la legitimidad
de la presidencia de Maduro más allá del 10 de enero.
La
solución lógica es que la Asamblea Nacional, elegida en diciembre de 2015 con
una mayoría de dos tercios de la oposición, resuelva el impasse constitucional
designando a un nuevo gobierno interino y a un nuevo alto mando militar,
capaces de organizar el retorno a la democracia y de poner fin a la crisis. Sin
embargo, los diputados están actuando con cautela en relación a esto, puesto
que, en el mejor de los casos, temen ser ignorados o, en el peor, ser
encarcelados, exiliados o torturados a muerte y luego arrojados por la ventana
de un décimo piso, como le ocurrió en octubre a Fernando Albán, concejal de la
ciudad de Caracas. A menos que las fuerzas armadas respeten las decisiones de
la Asamblea Nacional, será muy difícil hacerlas cumplir.
Es por
ello que esta solución requiere de la coordinación entre la comunidad
internacional y las fuerzas democráticas venezolanas. Estas no saben con
certeza cuánto apoyo internacional van a recibir, y la comunidad internacional
tampoco sabe con certeza cuáles son los planes ni el nivel de cohesión que
tienen dichas fuerzas.
Como
es el caso con todos los problema de coordinación, hay buenos y malos
resultados que se autocumplen. Por ahora, dado que la comunidad internacional
no ha dejado en claro a quién se reconocerá como gobernante legítimo de
Venezuela después del 10 de enero, las fuerzas democráticas venezolanas no han
logrado unirse en torno a una solución.
Pero
los venezolanos han estado haciendo sus tareas y sentando las bases
organizacionales para el cambio. Los partidos políticos, los sindicatos, las
universidades, las ONG y la Iglesia Católica se han unido para formar una
iniciativa llamada Venezuela Libre. Han organizado congresos en los 24 estados
del país, en los que han participado 12.000 delegados, y, el 26 de noviembre,
llevaron a cabo un evento nacional para lanzar un manifiesto que esboza el camino de regreso a
la democracia. Además, han estado elaborando un detallado plan económico, que
han discutido ampliamente con la comunidad internacional, para superar la
crisis y restaurar el crecimiento.
Esta
es una excelente oportunidad para que la comunidad internacional se mueva hacia
una solución coordinada: una negativa explícita a reconocer a Maduro después
del 10 de enero, junto con el reconocimiento de las decisiones de la Asamblea
Nacional con respecto al gobierno de transición, y ayuda para implementarlas.
Además, es preciso enviar un claro mensaje a las fuerzas armadas venezolanas de
que las decisiones de la Asamblea Nacional deben ser respetadas.
Una
solución a la catástrofe venezolana no solo es deseable, sino también posible.
El mundo no puede dejar pasar esta oportunidad. El 10 de enero puede
convertirse en un nuevo comienzo.
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