Francisco Fernández-Carvajal 03 de diciembre de 2018
— La
paz, don de Dios. Se pierde por el pecado, la soberbia y la insinceridad.
— Dar
alegría y serenidad a quienes carecen de ellas.
— La
filiación divina, fundamento de nuestra paz y de nuestra alegría.
I. La
paz es uno de los grandes bienes constantemente implorados en el Antiguo
Testamento. Se promete este don al pueblo de Israel como recompensa a su
fidelidad1, y aparece como una obra de Dios2 de
la que se siguen incontables beneficios. Pero la verdadera paz llegará a la
tierra con la venida del Mesías. Por eso los ángeles anuncian cantando: Gloria
a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad3.
El Adviento y la Navidad son tiempos especialmente oportunos para aumentar la
paz en nuestros corazones; son tiempos también para pedir la paz de este mundo
lleno de conflictos y de insatisfacciones.
Mirad:
Nuestro Señor llega con fuerza. Para visitar a su pueblo con la paz y darle la
vida eterna4.
Isaías nos recuerda en la Primera lectura de la Misa que en la era
mesiánica habitará el lobo con el cordero, la pantera se tumbará con el
cabrito, el novillo y el león pacerán juntos5.
Con el Mesías se renuevan la paz y la armonía del comienzo de la Creación y se
inaugura un orden nuevo.
El
Señor es el Príncipe de la paz6,
y desde el mismo momento en que nace nos trae un mensaje de paz y de alegría,
de la única paz verdadera y de la única alegría cierta. Después las irá
sembrando a su paso por todos los caminos: La paz sea con vosotros; soy
yo, no temáis7.
La presencia de Cristo en nuestras vidas es, en toda circunstancia, la fuente
de una paz serena e inalterable: Soy yo, no temáis, nos dice.
Las
enseñanzas del Señor constituyen la buena nueva de la paz8.
Y este es también el tesoro que nos ha dejado en herencia a sus discípulos de
todos los tiempos; la paz os dejo, mi paz os doy, no os la doy como la
da el mundo9.
«La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la
paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado,
Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de
su cruz (...), ha dado muerte al odio en su propia carne y, después del triunfo
de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los
hombres»10. La paz del Señor trasciende por completo la paz del mundo,
que puede ser superficial y aparente, quizá resultado del egoísmo y compatible
con la injusticia.
Cristo
es nuestra paz11 y
nuestra alegría; el pecado, por el contrario, siembra soledad, inquietud y
tristeza en el alma. La paz del cristiano, tan necesaria para el apostolado y
para la convivencia, es orden interior, conocimiento de las propias miserias y
virtudes, respeto a los demás y una plena confianza en el Señor, que nunca nos
deja. Es consecuencia de la humildad, de la filiación divina y de la lucha
contra las propias pasiones, siempre dispuestas al desorden.
Se
pierde la paz por el pecado, y por la soberbia y la falta de sinceridad con uno
mismo y con Dios. También se pierde la paz por la impaciencia: cuando no se
sabe ver la mano de Dios providente en las dificultades y contrariedades.
La
confesión sincera de nuestros pecados es uno de los principales medios puestos
por Dios para recuperar la paz perdida por el pecado o por la falta de
correspondencia a la gracia. «Paz con Dios, efecto de la justificación y
alejamiento del pecado; la paz con el prójimo, fruto de la caridad difundida
por el Espíritu Santo; y la paz con nosotros mismos, la paz de la conciencia,
proveniente de la victoria sobre las pasiones y sobre el mal»12.
Recuperar la paz, si la hubiésemos perdido, es una de las mejores muestras de
caridad para quienes están a nuestro alrededor, y también la primera tarea para
preparar en nuestro corazón la llegada del Niño Dios.
II. En
la bienaventuranza en la que se enuncia el don de la paz «no se contenta el
Señor con eliminar toda discusión y enemistad de unos con otros, sino que nos
pide algo más: que tratemos de poner paz en quienes están enemistados»13.
El
cristiano es un hombre abierto a la paz y su presencia debe dar serenidad y
alegría. Pero se trata de la verdadera paz, no de sus sucedáneos. Somos
bienaventurados cuando sabemos llevar la paz a quienes están afligidos, cuando
servimos como instrumentos de unión en la familia, entre nuestros compañeros de
trabajo, con todas las personas en medio de los sucesos de la vida de cada día.
Para poder realizar este cometido importantísimo hemos de ser humildes y
afables, pues la soberbia solo ocasiona disensiones14.
El hombre que tiene paz en su corazón la sabe comunicar casi sin proponérselo,
y en él buscan apoyo y serenidad los demás: es una gran ayuda en el apostolado.
Los cristianos hemos de difundir la paz interior de nuestro corazón allí donde
nos encontremos. Por el contrario, el amargado, el inquieto y el pesimista, que
carecen de paz en su corazón, destruyen lo que encuentran a su paso.
Serán
bendecidos especialmente por el Señor quienes velan por la paz entre las
naciones y trabajan por ella con intención recta; y, sobre todo, los que oran y
se sacrifican para poner a los hombres en paz con Dios. Este es el primer
quehacer de cualquier actividad apostólica. El apostolado de la Confesión, que
nos mueve a llevar a nuestros amigos a este sacramento debe tener un especial
premio en el Cielo, pues este sacramento es verdaderamente la mayor fuente de
paz y de alegría en el mundo. «No hablan de la severidad de Dios los
confesonarios esparcidos por el mundo, en los cuales los hombres manifiestan
los propios pecados, sino más bien de su bondad misericordiosa. Y cuantos se
acercan al confesonario, a veces después de muchos años y con el peso de pecados
graves, en el momento de alejarse de él, encuentran el alivio deseado,
encuentran la alegría y la serenidad de la conciencia, que fuera de la
Confesión no podrán encontrar en otra parte»15.
Quienes
tienen la paz del Señor y la promueven a su alrededor se llamarán hijos
de Dios16. Y San Juan Crisóstomo explica la razón: «A la verdad, esta
fue la obra del Unigénito: unir a los que estaban alejados y reconciliar a los
que estaban en guerra»17.
En nuestra propia familia, en el lugar de trabajo, entre nuestros amigos, ¿no
podríamos también nosotros fomentar en este tiempo de Adviento una mayor unión
con Dios de las personas que nos rodean y una convivencia más amable todavía y
más alegre?
III. «Cuando
el hombre olvida su destino eterno y el horizonte de su vida se limita a la
existencia terrena, se contenta con una paz ficticia, con una tranquilidad solo
exterior a la que pide la salvaguardia del máximo bienestar material que puede
alcanzarse con el mínimo esfuerzo. De este modo construye una paz imperfecta e
inestable, pues no está radicada en la dignidad de la persona humana, hecha a
imagen y semejanza de Dios y llamada a la filiación divina. Vosotros jamás
tenéis que contentaros con estos sucedáneos de paz; sería un grave error, cuyo
fruto produciría la más amarga de las desilusiones. Ya lo anunció Jesucristo
poco antes de la Ascensión al cielo cuando dijo a sus discípulos: La
paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da os la doy yo» (Jn 14,
27).
«Existen,
por tanto, dos tipos de paz: la que los hombres son capaces de construir por sí
solos, y la que es don de Dios; (...) la que viene impuesta por el poder de las
armas y la que nace del corazón. La primera es frágil e insegura, podría
llamarse una mera apariencia de paz porque se funda en el miedo y en la
desconfianza. La segunda, por el contrario, es una paz fuerte y duradera
porque, al fundarse en la justicia y en el amor, penetra en el corazón; es un
don que Dios concede a quienes aman su ley (Cfr. Sal 119,
165)»18.
Si
somos hombres y mujeres que tienen la verdadera paz en su corazón estaremos
mejor capacitados para vivir como hijos de Dios y viviremos mejor la
fraternidad con los demás. También, en la medida en que nos sintamos hijos de
Dios, seremos personas de una paz inalterable.
La
filiación divina es el fundamento de la paz y de la alegría del cristiano. En
ella encontramos la protección que necesitamos, el calor paternal y la
confianza ante el futuro. Vivimos confiados en que detrás de todos los azares
de la vida hay siempre una razón de bien: todas las cosas contribuyen
al bien de los que aman a Dios19,
decía San Pablo a los primeros cristianos de Roma.
La
consideración de nuestra filiación divina nos ayudará a ser fuertes ante las
dificultades. «No os asustéis, ni temáis ningún daño, aunque las circunstancias
en que trabajéis sean tremendas (...). Las manos de Dios son igualmente
poderosas y, si fuera necesario, harían maravillas»20.
Estamos bien protegidos.
Intentemos,
pues, en estos días de Adviento, fomentar la paz y la alegría, superando los
obstáculos; aprendamos a encontrar al Señor en todas las cosas, también en los
momentos difíciles. «Buscad el rostro de Aquel que habita siempre, con
presencia real y corporal, en su Iglesia. Haced, al menos, lo que hicieron los
discípulos. Tenían solo una fe débil, no poseían gran confianza ni paz, pero al
menos no se separan de Cristo (...). No os defendáis de Él, antes bien, cuando
estéis en un apuro acudid a Él, día tras día, pidiéndole fervorosamente y con
perseverancia aquello que solo Él puede otorgar (...). Así, aunque observe
tanta falta de firmeza en vosotros, que no debía existir, se dignará increpar a
los vientos y al mar, y dirá: Calma, estad tranquilos. Y habrá una
gran paz»21.
Santa
María, Reina de la paz, nos ayudará a tener paz en nuestros corazones, a
recuperarla si la hubiéramos perdido, y a comunicarla a quienes nos rodean.
Como ya se acerca la festividad de la Inmaculada, nos esforzaremos por acudir a
Ella durante todo el día, teniéndola más presente en nuestro trabajo y
ofreciéndole alguna muestra especial de cariño.
1 Lev 26,
6. —
2 Is 26,
12. —
3 Lc 2,
14. —
4 Antífona
en la Liturgia de las horas. —
5 Cfr. Is 11,
1-10. —
6 Is 9, 6. —
7 Lc 24, 36. —
8 Hech 10, 36. —
9 Jn 14, 27. —
11 Ef 2,
14. —
12 Juan
Pablo II, Discurso al UNIV-86, Roma 24-III-1986. —
13 San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre San Mateo, 15, 4. —
14 Prov 13,
10. —
15 Juan
Pablo II, Hom. Parroquia de S. Ignacio de A., Roma
16-III-1980. —
16 Cfr. Mt 5,
9. —
17 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 15, 4. —
18 Juan
Pablo II, Discurso al UNIV-86, Roma 24-III-1986. —
19 Rom 8,
28. —
20 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 105. —
21 J.
H. Newman, Sermón para el domingo IV de Epifanía, 1848.
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