Francisco Fernández-Carvajal 18 de marzo de 2018
— Sin
humildad no es posible servir a los demás, y podemos hacer desgraciados a
quienes nos rodean.
—
Imitar el servicio de Jesús, ejemplo supremo de humildad y de entrega a los
demás.
— De
modo particular hemos de servir a aquellos que el Señor ha puesto junto a
nosotros. Aprender de la Virgen.
I. En
el Evangelio de la Misa de hoy plantea el Señor, con toda su cruda realidad,
cómo los escribas y fariseos se habían sentado en la cátedra de Moisés y,
preocupados solo de sí mismos, habían abandonado a quienes se les había
encomendado, a las gentes sencillas que andaban maltratadas y abatidas
como ovejas sin pastor1.
Ellos andan preocupados de los primeros puestos en los banquetes, de sus
filacterias y franjas, de ser saludados en las plazas, de ser llamados maestros2.
Habían sido constituidos sal y luz para el pueblo de Israel, y
dejaron al pueblo sin la sal y sin la luz. También ellos mismos se han quedado
a oscuras. Cambiaron la gloria de Dios por su propia gloria: Hacen
todas sus obras para ser vistos por los hombres. La soberbia personal y la
búsqueda de la vanagloria les habían hecho perder la humildad y el espíritu de
servicio que caracteriza a quienes desean seguir al Señor.
Cristo
advierte a sus discípulos: Vosotros, en cambio, no queráis que os
llamen maestros: ... el mayor entre vosotros sea vuestro servidor3.
Y Él mismo nos señaló repetidamente el camino: Porque ¿quién es el
mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Sin
embargo, yo estoy en medio de vosotros como quien sirve4.
Sin
humildad y espíritu de servicio no hay eficacia, no es posible vivir la
caridad. Sin humildad no hay santidad, pues Jesús no quiere a su servicio
amigos engreídos: «los instrumentos de Dios son siempre los humildes»5.
En el
apostolado y en los pequeños servicios que prestamos a los demás no hay motivo
de complacencia ni de altanería, ya que es el Señor quien hace verdaderamente
las cosas. Cuando servimos, nuestra capacidad no guarda relación con los frutos
sobrenaturales que buscamos. Sin la gracia, de nada servirían los mayores
esfuerzos: nadie, si no es por el Espíritu Santo, puede decir Señor
Jesús6. La gracia es lo único que puede potenciar nuestros talentos
humanos para realizar obras que están por encima de nuestras posibilidades. Y
Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes7.
Cuando
luchamos por alcanzar esta virtud somos eficaces y fuertes. «La humildad nos
empujará a que llevemos a cabo grandes labores; pero a condición de que no
perdamos de vista la conciencia de nuestra poquedad, con un convencimiento de
nuestra pobre indigencia que crezca cada día»8.
Debemos
estar vigilantes, porque la peor ambición es la de buscar la propia excelencia,
como hicieron los escribas y los fariseos; la de buscarnos a nosotros mismos en
las cosas que hacemos o proyectamos. «Arremete (la soberbia) por todos los
flancos y su vencedor la encuentra en todo cuanto le circunda»9.
Si no
somos humildes podemos hacer desgraciados a quienes nos rodean, porque la
soberbia lo inficiona todo. Donde hay un soberbio, todo acaba maltratado: la
familia, los amigos, el lugar donde trabaja... Exigirá un trato especial porque
se cree distinto, habrá que evitar con cuidado herir su susceptibilidad... Su
actitud dogmática en las conversaciones, sus intervenciones irónicas –no le
importa dejar en mal lugar a los demás por quedar él bien–, la tendencia a
poner punto final a las conversaciones que surgieron con naturalidad, etcétera,
son manifestaciones de algo más profundo: un gran egoísmo que se apodera de la
persona cuando ha puesto el horizonte de la vida en sí misma.
Estos
momentos de oración pueden servirnos para examinar, en la presencia del Señor,
cómo es nuestro trato con los demás y si está lleno de espíritu de servicio.
II.
Jesús es el ejemplo supremo de humildad y de entrega a los demás. Nadie tuvo
jamás dignidad comparable a la de Él, nadie sirvió con tanta solicitud a los
hombres: yo estoy en medio de vosotros como quien sirve. Sigue
siendo esa su actitud hacia cada uno de nosotros. Dispuesto a servirnos, a
ayudarnos, a levantarnos de las caídas. ¿Servimos nosotros a los demás, en la
familia, en el trabajo, en esos favores anónimos que quizá jamás van a ser
agradecidos? El Señor, por boca del profeta Isaías, nos dice hoy en la primera
lectura de la Misa10: Discite
benefacere: Aprended a hacer el bien... Y solo aprenderemos si nos fijamos
en Jesús, nuestro Modelo, si meditamos frecuentemente su ejemplo constante y
sus enseñanzas.
Ejemplo
os he dado –dice el Señor después de lavarles los pies a sus
discípulos– para que como yo he hecho con vosotros, así hagáis vosotros11.
Nos deja una suprema lección para que entendamos que si no somos humildes, si
no estamos dispuestos a servir, no podemos seguir al Maestro.
El
Señor nos invita a seguirle y a imitarle, y nos deja una regla sencilla, pero
exacta, para vivir la caridad con humildad y espíritu de servicio: Todo
lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con
ellos12. La experiencia de lo que me agrada o me molesta, de lo que
me ayuda o me hace daño, es una buena norma de aquello que debo hacer o evitar
en el trato con los demás.
Todos
deseamos una palabra de aliento cuando las cosas no han ido bien, y comprensión
de los demás cuando, a pesar de la buena voluntad, nos hemos vuelto a
equivocar; y que se fijen en lo positivo más que en los defectos; y que haya un
tono de cordialidad en el lugar donde trabajamos o al llegar a casa; y que se
nos exija en nuestro trabajo, pero de buenas maneras; y que nadie hable mal a
nuestras espaldas; y que haya alguien que nos defienda cuando se nos critica y
no estamos presentes; y que se preocupen de verdad por nosotros cuando estamos
enfermos; y que se nos haga la corrección fraterna de las cosas que hacemos
mal, en vez de comentarlas con otros; y que recen por nosotros y... Estas son
las cosas que, con humildad y espíritu de servicio, hemos de hacer por los
demás. Discite benefacere.
Si nos
comportamos así, sigue diciendo el profeta Isaías, entonces: Aunque
vuestros pecados fueran como la grana, quedarán blancos como la nieve. Aunque
fueren rojos como la púrpura quedarán como la blanca lana13.
III. El
primero entre vosotros sea vuestro servidor14,
nos dice el Señor. Para eso hemos de dejar nuestro egoísmo a un lado y
descubrir esas manifestaciones de la caridad que hacen felices a los demás. Si
no lucháramos por olvidarnos cada vez más de nosotros mismos, pasaríamos una y
otra vez al lado de quienes nos rodean y no nos daríamos cuenta de que
necesitan una palabra de aliento, valorar lo que hacen, animarles a ser mejores
y servirles.
El
egoísmo ciega y nos cierra el horizonte de los demás; la humildad abre
constantemente camino a la caridad en detalles prácticos y concretos de servicio. Este
espíritu alegre, de apertura a los demás, y de disponibilidad es
capaz de transformar cualquier ambiente. La caridad cala, como el agua en la
grieta de la piedra, y acaba por romper la resistencia más dura. «Amor saca
amor», decía Santa Teresa15,
y San Juan de la Cruz aconsejaba: «Donde no hay amor, pon amor y sacarás amor»16.
Os
tratamos con delicadeza, como una madre cuida de sus hijos. Os teníamos tanto
cariño que deseábamos entregaros no solo el Evangelio de Dios, sino hasta
nuestras propias personas17,
manifestaba San Pablo a los cristianos de Tesalónica. Si le imitamos, tendremos
frutos parecidos a los suyos.
De
modo particular hemos de vivir este espíritu del Señor con los más próximos, en
la propia familia: «el marido no busque únicamente sus intereses, sino también
los de su mujer, y esta los de su marido; los padres busquen los intereses de
sus hijos y estos a su vez busquen los intereses de sus padres. La familia es
la única comunidad en la que todo hombre “es amado por sí mismo”, por lo que es
y no por lo que tiene (...).
»El
respeto de esta norma fundamental explica, como enseña el mismo Apóstol, que no
se haga nada por espíritu de rivalidad o por vanagloria, sino con humildad, por
amor. Y este amor, que se abre a los demás, hace que los miembros de la familia
sean auténticos servidores de la “iglesia doméstica”, donde todos desean el
bien y la felicidad a cada uno; donde todos y cada uno dan vida a ese amor con
la premurosa búsqueda de tal bien y tal felicidad»18.
Si
actuamos así no veremos, como en tantas ocasiones sucede, la paja en el
ojo ajeno sin ver la viga en el propio19.
Las faltas más pequeñas del otro se ven aumentadas, las mayores faltas propias
tienden a disminuirse y a justificarse.
Por el
contrario, la humildad nos hace reconocer en primer lugar los propios errores y
las propias miserias. Estamos en condiciones entonces de ver con comprensión
los defectos de los demás y de poder prestarles ayuda. También estamos en
condiciones de quererles y aceptarlos con esas deficiencias.
La
Virgen, Nuestra Señora, Esclava del Señor, nos enseñará a entender
que servir a los demás es una de las formas de encontrar la alegría en esta
vida y uno de los caminos más cortos para encontrar a Jesús. Para eso hemos de
pedirle que nos haga verdaderamente humildes.
1 Mt 9,
36. —
2 Cfr. Mt 23,
1-12. —
3 Cfr. Mt 23,
8-11. —
4 Lc 22,
27. —
5 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 15. —
6 1
Cor 12, 3. —
7 Sant 4,
6. —
8 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 106. —
9 Casiano, Instituciones,
11, 3. —
10 Is 1,
17. —
11 Jn 13,
15. —
12 Mt 7,
12. —
13 Is 1,
18. —
14 Mt 23,
11. —
15 Santa
Teresa, Vida, 22, 14. —
16 San
Juan de la Cruz, Carta a la M. Mª de la Encarnación,
en Vida, BAC, Madrid 1950, p. 1322. —
17 1
Tes 2, 7-8. —
18 Juan
Pablo II, Homilía en la Misa para las familias, Madrid
2-XI-1982. —
19 Mt 7,
3-5.
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