Francisco Fernández-Carvajal 22 de marzo de 2019
— El
pecado, la mayor tragedia del hombre. Consecuencias del pecado en el alma.
Fuera de Dios es imposible la felicidad.
— La
vuelta a Dios. Sinceridad y examen de conciencia.
— El
encuentro con nuestro Padre Dios en la Confesión sincera y contrita. La alegría
en la casa paterna.
I. El
Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el
Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas1,
rezamos en la Antífona de entrada de la Misa. En el Evangelio, narra San Lucas2 cómo
cierto día en que se acercaban a Jesús muchos publicanos y pecadores, los
fariseos comenzaron a murmurar porque Él los acogía a todos. Entonces el Señor
les propuso esta parábola: Un hombre tenía dos hijos, y dijo el más
joven al padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde.
Todos
somos hijos de Dios y, siendo hijos, somos también herederos3.
La herencia es un conjunto de bienes incalculables y de felicidad sin límites,
que solo en el Cielo alcanzará su plenitud y la seguridad completa. Hasta
entonces tenemos la posibilidad de hacer con esa herencia lo mismo que el hijo
menor de la parábola: pasados pocos días, el más joven, reuniéndolo
todo, partió a una tierra lejana, y allí disipó toda su herencia viviendo
disolutamente: «¡Cuántos hombres en el curso de los siglos, cuántos de los
de nuestro tiempo pueden encontrar en esta parábola los rasgos fundamentales de
su propia historia personal!»4.
Tenemos la posibilidad de marcharnos lejos de la casa paterna y malbaratar los
bienes de modo indigno de nuestra condición de hijos de Dios.
Cuando
el hombre peca gravemente, se pierde para Dios y también para sí mismo, pues el
pecado desorienta su camino hacia el Cielo; es la mayor tragedia que puede
sucederle a un cristiano. Su vida honrada, las esperanzas que Dios había puesto
en él; su vocación a la santidad, su pasado y su futuro se han venido abajo. Se
aparta radicalmente del principio de vida, que es Dios, por la pérdida de la
gracia santificante; pierde los méritos adquiridos a lo largo de toda su vida y
se incapacita para adquirir otros nuevos, quedando sujeto de algún modo a la
esclavitud del demonio. Por lo que respecta al pecado venial, Juan Pablo II nos
recuerda que, aunque no cause la muerte del alma, el hombre que lo comete se
detiene y distancia en el camino que le lleva al conocimiento y amor de Dios,
por lo que no debe ser considerado como algo secundario ni como un pecado de
poca importancia5.
«El
alejamiento del Padre lleva siempre consigo una gran destrucción en quien lo realiza,
en quien quebranta su voluntad y disipa en sí mismo la herencia: la dignidad de
la propia persona humana, la herencia de la gracia»6.
Aquel que un día, al salir de casa, se las prometía muy felices fuera de los
límites de la finca, pronto comenzó a sentir necesidad. La
satisfacción se acaba pronto, y el pecado no produce verdadera felicidad,
porque el demonio carece de ella. Viene luego la soledad y «el drama de la
dignidad perdida, la conciencia de la filiación divina echada a perder»7:
se tuvo que poner a guardar cerdos, lo más infamante para un judío. Pasmaos,
cielos, de esto y horrorizaos sobremanera, dice Yahvé. Un doble crimen ha
cometido mi pueblo: dejarme a mí, fuente de agua viva, para ir a excavarse
cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua8.
Fuera de Dios es imposible la felicidad, incluso aunque durante un tiempo pueda
parecer otra cosa.
II. El
hijo, lejos de la casa paterna, siente hambre. Entonces, volviendo en
sí, recapacitando, se decidió a iniciar el camino de retorno. Así comienza
también toda conversión, todo arrepentimiento: volviendo en sí,
haciendo un parón, reflexionando el hombre y considerando a dónde le ha llevado
su mala aventura; haciendo, en definitiva, un examen de conciencia, que abarca
desde que salió de la casa paterna hasta la lamentable situación en que ahora
se encuentra. «No bastan (...) los análisis sociológicos para traer la justicia
y la paz. La raíz del mal está en el interior del hombre. Por eso, el remedio
parte también del corazón»9.
Cuando
se justifica el pecado, o se ignora, se hacen imposibles el arrepentimiento y
la conversión, que tienen su origen en lo más profundo de la persona. Para
hacer examen de la propia vida es necesario ponerse frente a las propias
acciones con valentía y sinceridad, sin intentar falsas justificaciones:
«Aprended a llamar blanco a lo blanco y negro a lo negro; mal al mal, y bien al
bien. Aprended a llamar pecado al pecado»10,
nos pide el Papa Juan Pablo II.
En el
examen de conciencia se confronta nuestra vida con lo que Dios esperaba, y
espera, de ella. Muchos autores espirituales han comparado el alma a una
habitación cerrada. En la medida en que se abra la ventana y entre la luz se
distinguen todos los desperfectos, la suciedad, todo lo feo y roto allí
acumulado. En el examen, con la ayuda de la luz de la gracia, nos conocemos
como en realidad somos (es decir, como somos delante de Dios). Los santos se
han reconocido siempre pecadores porque, por su correspondencia a la gracia,
han abierto las ventanas de par en par a la luz de Dios, y han podido conocer
bien toda la estancia, su alma. En el examen descubriremos también las
omisiones en el cumplimiento de nuestro compromiso de amor a Dios y a los
hombres, y nos preguntaremos: ¿a qué se deben tantos descuidos? Cuando no
hallamos de qué arrepentirnos, no suele ser por carecer de faltas y pecados
sino por cerrarnos a esa luz de Dios, que nos indica en todo momento la
verdadera situación de nuestra alma. Si se cierra la ventana, la habitación
queda a oscuras y no se ve entonces el polvo, la silla mal colocada, el cuadro
torcido y otros desperfectos y descuidos... quizá graves.
La
soberbia también tratará de impedir que nos veamos tal como somos: han
cerrado sus oídos y tapado sus ojos, a fin de no ver con ellos11.
Los fariseos, a quienes el Señor aplica estas palabras, se hicieron sordos y
ciegos voluntarios, porque en el fondo no estaban dispuestos a cambiar.
III. Se
levantó y fue a su padre.
Desandar
lo andado. Volver. El hombre continúa añorando, y poco a poco cobran fuerza
otros sentimientos: el calor del hogar, el recuerdo insistente del rostro de su
padre, el cariño filial. El dolor se vuelve más noble, y más sincera aquella
frase preparada: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no
soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.
Todos
nosotros, llamados a la santidad, somos también el hijo pródigo. «La vida
humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre.
Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo
de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que –por tanto– se
manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre,
por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados,
nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la
familia de Dios»12.
Hemos
de acercarnos a este sacramento con el deseo de confesar la falta, sin
desfigurarla, sin justificaciones: pequé contra el Cielo y contra ti.
Con humildad y sencillez, sin rodeos. En la sinceridad se manifiesta el
arrepentimiento de las faltas cometidas.
El
hijo llega hambriento, sucio y lleno de andrajos. Cuando aún estaba
lejos, lo vio su padre y se compadeció; corriendo a su encuentro, se le echó al
cuello y lo cubrió de besos.
El
padre corrió... Mientras el arrepentimiento anda con
frecuencia lentamente, la misericordia de nuestro Padre corre hacia nosotros en
cuanto atisba en la lejanía nuestro más pequeño deseo de volver. Por eso la
Confesión está impregnada de alegría y de esperanza. «Es la alegría del perdón
de Dios, mediante sus sacerdotes, cuando por desgracia se ha ofendido su
infinito amor y arrepentidos se retorna a sus brazos de Padre»13.
Las
palabras de Dios, que ha recuperado a su hijo perdido y envilecido, también
desbordan alegría. Pronto, traed la túnica más rica y vestídsela, poned
un anillo en su mano y unas sandalias en sus pies, y traed un becerro bien
cebado y matadlo, y comamos y alegrémonos, porque este mi hijo, que había muerto,
ha vuelto a la vida; se había perdido y ha sido hallado. Y se pusieron a
celebrar la fiesta.
La túnica
más rica lo constituye en huésped de honor; con el anillo le
es devuelto el poder de sellar, la autoridad, todos los derechos; las
sandalias le declararon hombre libre. «En el Sacramento de la
Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus
merecimientos»14.
El
Señor nos devuelve en la Confesión lo que culpablemente perdimos por el pecado:
la gracia y la dignidad de hijos de Dios. Ha establecido este sacramento de Su
misericordia para que podamos volver siempre al hogar paterno. Y la vuelta
acaba siempre en una fiesta llena de alegría. Tal es, os digo, la
alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que haga penitencia15.
Después
de recibir la absolución y cumplir con la penitencia impuesta por el confesor,
«el penitente, olvidándose de lo que queda atrás16,
se injerta de nuevo en el misterio de la salvación y se encamina hacia los
bienes futuros»17.
1 Antífona
de entrada. Sal 144, 8-9. —
2 Lc 15,
1-3; 11-32. —
3 Rom 8,
17. —
4 Juan
Pablo II, Homilía 16-III-1980. —
5 Cfr. Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, 17.
—
6 Conc.
Vat. II, loc. cit. —
7 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 5. —
8 Jer 2,
12-13. —
9 Juan
Pablo II, Discurso a UNIV, Roma 11-IV-1979. —
10 Juan
Pablo II, Hom. Universitarios, Roma 26-III-1981. —
11 Mt 13,
15. —
12 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 64.
—
13 Juan
Pablo II, Alocución a peregrinos napolitanos, Roma
24-III-1979. —
14 San
Josemaría. Escrivá, Camino, n. 310. —
15 Lc 15,
10. —
16 Fil 3,
13. —
17 Ritual
de la Penitencia, 2ª ed., Madrid 1980, Praenotanda, n. 6.
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