Francisco Fernández-Carvajal 17 de abril de 2019
—
Jesús celebra la Última Cena con los Apóstoles.
—
Institución de la Sagrada Eucaristía y del sacerdocio ministerial.
— El
Mandamiento Nuevo del Señor.
I. Este
Jueves Santo nos trae el recuerdo de aquella Última Cena del Señor con los
Apóstoles. Como en años anteriores, Jesús celebrará la Pascua rodeado de los
suyos. Pero esta vez tendrá características muy singulares, por ser la última
Pascua del Señor antes de su tránsito al Padre y por los
acontecimientos que en ella tendrán lugar. Todos los momentos de esta Última
Cena reflejan la Majestad de Jesús, que sabe que morirá al día siguiente, y su
gran amor y ternura por los hombres.
La
Pascua era la principal de las fiestas judías y fue instituida para conmemorar
la liberación del pueblo judío de la servidumbre de Egipto. Este día
será para vosotros memorable, y lo celebraréis solemnemente en honor de Yahvé,
de generación en generación. Será una fiesta a perpetuidad1.
Todos los judíos están obligados a celebrar esta fiesta para mantener vivo el
recuerdo de su nacimiento como Pueblo de Dios.
Jesús
encomendó la disposición de lo necesario a sus discípulos predilectos: Pedro y
Juan. Los dos Apóstoles hacen con todo cuidado los preparativos. Llevaron el
cordero al Templo y lo inmolaron, luego vuelven para asarlo en la casa donde
tendrá lugar la cena. Preparan también el agua para las abluciones2,
las «hierbas amargas» (que representan la amargura de la esclavitud), los
«panes ácimos» (en recuerdo de los que tuvieron que dejar de cocer sus
antepasados en la precipitada salida de Egipto), el vino, etc. Pusieron un
especial empeño en que todo estuviera perfectamente dispuesto.
Estos
preparativos nos recuerdan a nosotros la esmerada preparación que hemos de
realizar en nosotros mismos cada vez que participamos en la Santa Misa. Se
renueva el mismo Sacrificio de Cristo, que se entregó por nosotros, y nosotros
somos también sus discípulos, que ocupamos el lugar de Pedro y Juan.
La
Última Cena comienza a la puesta del sol. Jesús recita los salmos con voz firme
y con un particular acento. San Juan nos ha transmitido que Jesús deseó
ardientemente comer esta cena con sus discípulos3.
En
aquellas horas sucedieron cosas singulares que los Evangelios nos han dejado
consignadas: la rivalidad entre los Apóstoles, que comenzaron a discutir quién
sería el mayor; el ejemplo sorprendente de humildad y de servicio al realizar
Jesús el oficio reservado al ínfimo de los siervos: se puso a lavarles
los pies; Jesús se vuelca en amor y ternura hacia sus
discípulos: Hijitos míos..., llega a decirles. «El mismo Señor
quiso dar a aquella reunión tal plenitud de significado, tal riqueza de
recuerdo, tal conmoción de palabras y de sentimientos, tal novedad de actos y
de preceptos, que nunca terminaremos de meditarlos y explorarlos. Es una cena
testamentaria; es una cena afectuosa e inmensamente triste, al tiempo que
misteriosamente reveladora de promesas divinas, de visiones supremas. Se echa
encima la muerte, con inauditos presagios de traición, de abandono, de
inmolación; la conversación se apaga enseguida, mientras la palabra de Jesús
fluye continua, nueva, extremadamente dulce, tensa en confidencias supremas,
cerniéndose así entre la vida y la muerte»4.
Lo que
Cristo hizo por los suyos puede resumirse en estas breves palabras de San
Juan: los amó hasta el fin5.
Hoy es un día particularmente apropiado para meditar en ese amor de Jesús por
cada uno de nosotros, y en cómo estamos correspondiendo: en el trato asiduo con
Él, en el amor a la Iglesia, en los actos de desagravio y de reparación, en la
caridad con los demás, en la preparación y acción de gracias de la Sagrada
Comunión, en nuestro afán de corredimir con Él, en el hambre y sed de
justicia...
II. Y
ahora, mientras estaban comiendo, muy probablemente al final, Jesús toma esa
actitud trascendente y a la vez sencilla que los Apóstoles conocen bien, guarda
silencio unos momentos y realiza la institución de la Eucaristía.
El
Señor anticipa de forma sacramental –«mi Cuerpo entregado, mi Sangre
derramada»– el sacrificio que va a consumar al día siguiente en el Calvario.
Hasta ahora la Alianza de Dios con su pueblo estaba representada en el cordero
pascual sacrificado en el altar de los holocaustos, en el banquete de toda la familia
en la cena pascual. Ahora, el Cordero inmolado es el mismo Cristo6: Esta
es la nueva alianza en mi Sangre... El Cuerpo de Cristo es el nuevo
banquete que congrega a todos los hermanos: Tomad y comed...
El
Señor anticipó sacramentalmente en el Cenáculo lo que al día siguiente
realizaría en la cumbre del Calvario: la inmolación y ofrenda de Sí mismo
–Cuerpo y Sangre– al Padre, como Cordero sacrificado que inaugura la nueva y
definitiva Alianza entre Dios y los hombres, y que redime a todos de la
esclavitud del pecado y de la muerte eterna.
Jesús
se nos da en la Eucaristía para fortalecer nuestra debilidad, acompañar nuestra
soledad y como un anticipo del Cielo. A las puertas de su Pasión y Muerte,
ordenó las cosas de modo que no faltase nunca ese Pan hasta el fin del mundo.
Porque Jesús, aquella noche memorable, dio a sus Apóstoles y sus sucesores, los
obispos y sacerdotes, la potestad de renovar el prodigio hasta el final de los
tiempos: Haced esto en memoria mía7.
Junto con la Sagrada Eucaristía, que ha de durar hasta que el Señor
venga8, instituye el sacerdocio ministerial.
Jesús
se queda con nosotros para siempre en la Sagrada Eucaristía, con una presencia
real, verdadera y sustancial. Jesús es el mismo en el Cenáculo y en el
Sagrario. En aquella noche los discípulos gozaron de la presencia sensible de
Jesús, que se entregaba a ellos y a todos los hombres. También nosotros, esta
tarde, cuando vayamos a adorarle públicamente en el Monumento, nos
encontraremos de nuevo con Él; nos ve y nos reconoce. Podemos hablarle como
hacían los Apóstoles y contarle lo que nos ilusiona y nos preocupa, y darle
gracias por estar con nosotros, y acompañarle recordando su entrega amorosa.
Siempre nos espera Jesús en el Sagrario.
III. La
señal por la que conocerán que sois mis discípulos será que os amáis lo unos a
los otros9.
Jesús
habla a los Apóstoles de su inminente partida. Él se marcha para prepararles un
lugar en el Cielo10,
pero, mientras, quedan unidos a Él por la fe y la oración11.
Es
entonces cuanto enuncia el Mandamiento Nuevo, proclamado, por otra parte, en
cada página del Evangelio: Este es mi mandamiento: que os améis los
unos a los otros como yo os he amado12.
Desde entonces sabemos que «la caridad es la vía para seguir a Dios más de
cerca»13 y para encontrarlo con más prontitud. El alma entiende
mejor a Dios cuando vive con más finura la caridad, porque Dios es Amor, y se
ennoblece más y más en la medida en que crece en esta virtud teologal.
El
modo de tratar a quienes nos rodean es el distintivo por el que nos conocerán
como sus discípulos. Nuestro grado de unión con Él se manifestará en la
comprensión con los demás, en el modo de tratarles y de servirles. «No dice el
resucitar a muertos, ni cualquier otra prueba evidente, sino esta: que
os améis unos a otros»14.
«Se preguntan muchos si aman a Cristo, y van buscando señales por las cuales
poder descubrir y reconocer si le aman: la señal que no engaña nunca es la
caridad fraterna (...). Es también la medida del estado de nuestra vida
interior, especialmente de nuestra vida de oración»15.
Os doy
un mandamiento nuevo: que os améis...16.
Es un mandato nuevo porque son nuevos sus motivos: el prójimo es una sola cosa
con Cristo, el prójimo es objeto de un especial amor del Padre. Es nuevo porque
es siempre actual el Modelo, porque establece entre los hombres nuevas
relaciones. Porque el modo de cumplirlo será nuevo: como yo os he
amado; porque va dirigido a un pueblo nuevo, porque requiere corazones
nuevos; porque pone los cimientos de un orden distinto y desconocido hasta
ahora. Es nuevo porque siempre resultará una novedad para los hombres,
acostumbrados a sus egoísmos y a sus rutinas.
En
este día de Jueves Santo podemos preguntarnos, al terminar
este rato de oración, si en los lugares donde discurre la mayor parte de
nuestra vida conocen que somos discípulos de Cristo por la forma amable,
comprensiva y acogedora con que tratamos a los demás. Si procuramos no faltar
jamás a la caridad de pensamiento, de palabra o de obra; si sabemos reparar cuando
hemos tratado mal a alguien; si tenemos muchas muestras de caridad con quienes
nos rodean: cordialidad, aprecio, unas palabras de aliento, la corrección
fraterna cuando sea necesaria, la sonrisa habitual y el buen humor, detalles de
servicio, preocupación verdadera por sus problemas, pequeñas ayudas que pasan
inadvertidas... «Esta caridad no hay que buscarla únicamente en los
acontecimientos importantes, sino, ante todo, en la vida ordinaria»17.
Cuando
está ya tan próxima la Pasión del Señor recordamos la entrega de María al
cumplimiento de la Voluntad de Dios y al servicio de los demás. «La inmensa
caridad de María por la humanidad hace que se cumpla, también en Ella, la
afirmación de Cristo: nadie tiene amor más grande que el que da su vida
por sus amigos (Jn 15, 13)»18.
1 Ex 12,
14. —
2 Jn 13,
5. —
3 Jn 13,
1. —
4 Pablo
VI, Homilía de la Misa del Jueves Santo, 27-III-1975.
—
5 Jn 13,
1. —
6 1
Cor 5, 7. —
7 Lc 22,
19; 1 Cor 2, 24. —
8 1
Cor 11, 26. —
9 Lavatorio
de los pies. Antífona 4ª Jn 13, 35. —
10 Jn 14,
2-3. —
11 Jn 14,
12-14. —
12 Jn 15,
12. —
13 Santo
Tomás, Coment. a la Epístola a los Efesios, 5, 1. —
14 ídem, Opúsculo
sobre la caridad. —
15 B.
Baur, En la intimidad con Dios, Herder, Barcelona 1973, p.
246. —
16 Jn 13,
34. —
17 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 38. —
18 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 287.
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