Francisco Fernández-Carvajal 14 de abril de 2019
— San
Pedro niega conocer al Señor. Nuestras negaciones.
— La
mirada de Jesús y la contrición de Pedro.
— El
verdadero arrepentimiento. Acto de contrición.
I. Mientras
se desarrolla el proceso contra Jesús ante el Sanedrín tiene lugar la escena
más triste de la vida de Pedro. Él, que lo había dejado todo por seguir a
nuestro Señor, que ha visto tantos prodigios y ha recibido tantas muestras de
afecto, ahora le niega rotundamente. Se siente acorralado y niega hasta con
juramento conocer a Jesús.
Cuando
Pedro estaba abajo en el atrio, llega una de la criadas del Sumo Sacerdote y,
al ver a Pedro que se estaba calentando, fijándose en él, le dice: También tú
estabas con Jesús, ese Nazareno. Pero él lo negó diciendo: Ni le conozco, ni sé
de qué hablas. Y salió afuera, al vestíbulo de la casa, y cantó un gallo. Y al
verlo la criada empezó a decir otra vez a los que estaban alrededor: éste es de
los suyos. Pero él lo volvió a negar. Y un poco después, los que estaban allí
decían a Pedro: Desde luego eres de ellos, porque también tú eres galileo. Pero
él comenzó a decir imprecaciones y a jurar: No conozco a ese hombre del que
habláis1.
Ha
negado conocer a su Señor, y con eso niega también el sentido hondo de su
existencia: ser Apóstol, testigo de la vida de Cristo, confesar que Jesús es el
Hijo de Dios vivo. Su vida honrada, su vocación de Apóstol, las esperanzas que
Dios había depositado en él, su pasado, su futuro: todo se ha venido abajo.
¿Cómo es posible que diga no conozco a ese hombre?
Unos
años antes, un milagro obrado por Jesús había tenido para él un significado
especial y profundo. Al ver la pesca milagrosa (la primera de ellas) Pedro lo
comprendió todo, se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: Apártate de
mí, Señor, que soy un pobre pecador. Pues el asombro se había apoderado de él2.
Parece como si en un momento lo hubiera visto todo claro: la santidad de Cristo
y su condición de hombre pecador. Lo negro se percibe en contraste con lo blanco,
la oscuridad con la luz, la suciedad con la limpieza, el pecado con la
santidad. Y entonces, mientras sus labios decían que por sus pecados se siente
indigno de estar junto al Señor, sus ojos y toda su actitud le pedían no
separarse jamás de Él. Aquel fue un día muy feliz. Allí comenzó realmente
todo: Entonces dijo Jesús a Simón: No temas; desde ahora serán hombres
los que has de pescar. Y ellos, sacando las barcas a tierra, dejadas todas las
cosas, le siguieron3.
La vida de Pedro tendría desde entonces un formidable objetivo: amar a Cristo
y ser pescador de hombres. Todo lo demás sería medio e instrumento
para este fin. Ahora, por fragilidad, por dejarse llevar del miedo y de los
respetos humanos, Pedro se ha derrumbado.
El
pecado, la infidelidad en mayor o menor grado, es siempre negación de Cristo y
de lo más noble que hay en nosotros mismos, de los mejores ideales que el Señor
ha sembrado en nosotros. El pecado es la gran ruina del hombre. Por eso hemos
de luchar con ahínco, ayudados por la gracia, para evitar todo pecado grave
–los de malicia, fragilidad o ignorancia culpable– y todo pecado venial
deliberado.
Pero
incluso del pecado, si tuviéramos la desgracia de cometerlo, hemos de sacar
frutos, pues la contrición afianza más la amistad con el Señor. Nuestros
errores no deben desalentarnos jamás si nos comportamos con humildad. Un
sincero arrepentimiento es siempre la ocasión de un encuentro nuevo con el
Señor, del que se pueden derivar insospechadas consecuencias para nuestra vida
interior. Si pecamos, hemos de volver al Señor cuantas veces sea preciso, sin
angustiarnos pero sí con dolor. «Pedro invirtió una hora para caer, pero en un
minuto se levanta y subirá más alto de lo que estaba antes de su caída»4.
El
Cielo está lleno de grandes pecadores que supieron arrepentirse. Jesús nos
recibe siempre y se alegra cuando recomenzamos el camino que habíamos
abandonado, quizá en cosas pequeñas.
II. El
Señor, maltratado, es llevado por uno de aquellos atrios. Entonces, se
volvió y miró a Pedro5.
«Sus miradas se cruzaron. Pedro hubiera querido bajar la cabeza, pero no pudo
apartar su mirada de Aquel que acababa de negar. Conoce muy bien las miradas
del Salvador. No pudo resistir a la autoridad y al encanto de esa mirada que
suscitó su vocación; esa mirada tan cariñosa del Maestro aquel día en que,
mirando a sus discípulos, afirmó: He aquí a mis hermanos, hermanas y
madre. Y aquella mirada que le hizo temblar cuando él, Simón, quiso apartar
la Cruz del camino del Señor. ¡Y la compasiva mirada con que acogió al joven
tan poco desprendido para seguirle! ¡Y la mirada anegada de lágrimas ante el
sepulcro de Lázaro...! Conoce las miradas del Salvador.
»Y,
sin embargo, nunca jamás contempló en el rostro del Señor la expresión que
descubre en Él en aquel momento, aquellos ojos impregnados de tristeza, pero
sin severidad; mirada de reconvención, sin duda, pero que al mismo tiempo
quiere ser suplicante y parece decirle: Simón, yo he rogado por ti.
»Su
mirada solo se detuvo un instante sobre él: Jesús fue empujado violentamente
por los soldados, pero Pedro la sigue viendo»6.
Ve la mirada indulgente sobre la llaga profunda de su culpa. Comprendió
entonces la gravedad de su pecado, y el cumplimiento de la profecía del Señor
respecto a su traición. Y recordó Pedro las palabras del Señor: Antes
que el gallo cante hoy, me habrás negado tres veces. Salió fuera y lloró
amargamente7.
El salir fuera «era confesar su culpa. Lloró amargamente porque sabía amar, y
bien pronto las dulzuras del amor reemplazaron en él a las amarguras del dolor»8.
Saberse
mirado por el Señor impidió que Pedro llegara a la desesperanza. Fue una mirada
alentadora en la que Pedro se sintió comprendido y perdonado. ¡Cómo recordaría
entonces la parábola del Buen Pastor, del hijo pródigo, de la oveja perdida!
Pedro
salió fuera. Se separó de aquella situación, en la que
imprudentemente se había metido, para evitar posibles recaídas. Comprendió que
aquel no era su sitio. Se acordó de su Señor, y lloró amargamente.
En la vida de Pedro vemos nuestra propia vida. «Dolor de Amor. —Porque Él es
bueno. —Porque es tu Amigo, que dio por ti su Vida. —Porque todo lo bueno que
tienes es suyo. —Porque le has ofendido tanto... Porque te ha perdonado...
¡Él!... ¡¡a ti!!
»—Llora,
hijo mío, de dolor de Amor»9.
La
contrición da al alma una especial fortaleza, devuelve la esperanza, hace que
el cristiano se olvide de sí mismo y se acerque de nuevo a Dios en un acto de
amor más profundo. La contrición aquilata la calidad de la vida interior y
atrae siempre la misericordia divina. Mis miradas se posan sobre los
humildes y sobre los de corazón contrito10.
Cristo
no tendrá inconveniente en edificar su Iglesia sobre un hombre que puede caer y
ha caído. Dios cuenta también con los instrumentos débiles para realizar, si se
arrepienten, sus empresas grandes: la salvación de los hombres.
Muy
probablemente Pedro, después de las negaciones y de su arrepentimiento, iría a
buscar a la Virgen. También nosotros lo hacemos ahora que recordamos con más
viveza nuestras faltas y negaciones.
III.
Además de una gran fortaleza, la verdadera contrición da al alma una particular
alegría, y dispone para ser eficaces entre los demás. «El Maestro pasa, una y
otra vez, muy cerca de nosotros. Nos mira... Y si le miras, si le escuchas, si
no le rechazas, Él te enseñará cómo dar sentido sobrenatural a todas tus
acciones... Y entonces tú también sembrarás, donde te encuentres, consuelo y
paz y alegría»11.
Sobre
Judas también recayó la mirada del Señor, que le incita a cambiar cuando, en el
momento de su traición, se sintió llamado con el título de amigo. ¡Amigo!
¿A qué has venido aquí? No se arrepintió en ese momento, pero más
tarde sí: viendo a Jesús sentenciado, arrepentido de lo hecho,
restituyó las treinta monedas de plata12.
¡Qué
diferencia entre Pedro y Judas! Los dos traicionaron (de distinta manera) la
fidelidad a su Maestro. Los dos se arrepintieron. Pedro sería –a pesar de sus
negaciones– la roca sobre la que se asentará la Iglesia de Cristo hasta el
final de los tiempos. Judas fue y se ahorcó. El simple
arrepentimiento humano no basta; produce angustia, amargura y desesperación.
Junto
a Cristo el arrepentimiento se transforma en un dolor gozoso, porque se recobra
la amistad perdida. En unos instantes, Pedro se unió al Señor –a través del
dolor de sus negaciones– mucho más fuertemente de lo que había estado nunca. De
sus negaciones arranca una fidelidad que le llevará hasta el martirio.
Judas
fue todo lo contrario, se queda solo: A nosotros ¿qué nos importa?,
allá tú, le dicen los príncipes de los sacerdotes. Judas, en el aislamiento
que produce el pecado, no supo ir a Cristo; le faltó la esperanza.
Debemos
despertar con frecuencia en nuestro corazón el dolor de Amor por nuestros pecados.
Sobre todo al hacer el examen de conciencia al acabar el día, y al preparar la
Confesión.
«A ti
que te desmoralizas, te repetiré una cosa muy consoladora: al que hace lo que
puede, Dios no le niega su gracia. Nuestro Señor es Padre, y si un hijo le dice
en la quietud de su corazón: Padre mío del Cielo, aquí estoy yo, ayúdame... Si
acude a la Madre de Dios, que es Madre nuestra, sale adelante»13.
1 Mc 14,
66-67. —
2 Cfr. Lc 5,
8-9. —
3 Lc 5,
10-11. —
4 G.
Chevrot, Simón Pedro, p. 261. —
5 Lc 22,
61. —
6 G.
Chevrot, loc. cit., pp. 265-266. —
7 Lc 22,
61-62. —
8 San
Agustín, Sermón 295. —
9 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 436. —
10 Is 66,
2. —
11 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, VIII, 4. —
12 Cfr. Mt 27,
3-10. —
13 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, X, 3.
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