Mons. Javier Echevarría 15 de abril de 2019
El
Evangelio de la Misa termina con el anuncio de que los Apóstoles dejarían solo
a Cristo durante la Pasión. A Simón Pedro que, lleno de presunción,
afirmaba: yo daré mi vida por ti, el Señor respondió: ¿conque tú darás
mi vida por mí? Yo te aseguro que no cantará el gallo, antes de que me hayas
negado tres veces.
A los
pocos días se cumplió la predicción. Sin embargo, pocas horas antes, el Maestro
les había dado una lección clara, como preparándoles para los momentos de
oscuridad que se avecinaban.
Ocurrió
el día siguiente a la entrada triunfal en Jerusalén. Jesús y los Apóstoles
habían salido muy temprano de Betania y, con la prisa, quizá no tomaron ni un
refrigerio. El caso es que, como relata San Marcos, el Señor sintió
hambre. Y viendo de lejos una higuera que tenía hojas, se acercó por si
encontraba algo en ella; pero cuando llegó no encontró nada más que
hojas, porque no era tiempo de higos. Y la increpó: "¡que nunca
jamás coma nadie fruto de ti!" . Sus discípulos lo estaban
escuchando.
Al
atardecer regresaron a la aldea. Debía de ser una hora avanzada y no repararon
en la higuera maldecida. Pero al día siguiente, martes, al volver de nuevo a
Jerusalén, todos contemplaron aquel árbol, antes frondoso, que mostraba las
ramas desnudas y secas. Pedro se lo hizo notar a Jesús: Maestro, mira,
la higuera que maldijiste se ha secado. Jesús les contestó: "Tengan fe en
Dios. En verdad les digo que cualquiera que diga a este monte: arráncate y
échate al mar, sin dudar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice,
le será concedido".
Durante
su vida pública, para realizar milagros, Jesús pedía una sola cosa: fe. A dos
ciegos que le suplicaban la curación, les había preguntado:¿creéis que puedo
hacer eso? —Sí, Señor, le respondieron. Entonces les tocó los ojos diciendo:
que se haga en vosotros conforme a vuestra fe. Y se les abrieron los ojos .
Y cuentan los Evangelios que, en muchos lugares, apenas realizó prodigios,
porque a las gentes les faltaba fe.
También
nosotros hemos de interrogarnos: ¿cómo es nuestra fe? ¿Confiamos plenamente en
la palabra de Dios? ¿Pedimos en la oración lo que necesitamos, seguros de
obtenerlo si es para nuestro bien? ¿Insistimos en las súplicas lo que sea
preciso, sin descorazonarnos?
San
Josemaría Escrivá comentaba esta escena del Evangelio. «Jesús —escribe— se
acerca a la higuera: se acerca a ti y se acerca a mí. Jesús, con hambre y sed
de almas. Desde la Cruz ha clamado: sitio! (Jn 19, 28), tengo sed. Sed de
nosotros, de nuestro amor, de nuestras almas y de todas las almas que debemos
llevar hasta Él, por el camino de la Cruz, que es el camino de la inmortalidad
y de la gloria del Cielo».
Se
llegó a la higuera, no hallando sino solamente hojas (Mt 21, 19). Es lamentable
esto. ¿Ocurre así en nuestra vida? ¿Ocurre que tristemente falta fe, vibración
de humildad, que no aparecen sacrificios ni obras?
Los
discípulos se maravillaron ante el milagro, pero de nada les sirvió: pocos días
después negarían a su Maestro. Y es que la fe debe informar la vida
entera. «Jesucristo pone esta condición», prosigue San
Josemaría:«que vivamos de la fe, porque después seremos capaces de
remover los montes. Y hay tantas cosas que remover... en el mundo y, primero,
en nuestro corazón. ¡Tantos obstáculos a la gracia! Fe, pues; fe con obras, fe
con sacrificio, fe con humildad».
María,
con su fe, ha hecho posible la obra de la Redención. Juan Pablo II afirma
que en el centro de este misterio, en lo más vivo de este asombro de la
fe, se halla María, Madre soberana del Redentor (Redemptoris Mater,
51). Ella acompaña constantemente a todos los hombres por los senderos que
conducen a la vida eterna. La Iglesia , escribe el Papa, contempla
a María profundamente arraigada en la historia de la humanidad, en la eterna
vocación del hombre según el designio providencial que Dios ha predispuesto
eternamente para él; la ve maternalmente presente y partícipe en los múltiples
y complejos problemas que acompañan hoy la vida de los individuos, de las
familias y de las naciones; la ve socorriendo al pueblo cristiano en la lucha
incesante entre el bien y el mal, para que "no caiga" o, si cae,
"se levante" (Redemptoris Mater, 52).
María,
Madre nuestra: alcánzanos con tu intercesión poderosa una fe sincera, una
esperanza segura, un amor encendido.
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