Mons. Javier Echevarría 16 de abril de 2019
El
Miércoles Santo recordamos la triste historia de uno que fue Apóstol de Cristo:
Judas. Así lo cuenta San Mateo en su evangelio: Uno de los Doce, llamado Judas
Iscariote, fue a ver a los sumos sacerdotes y les dijo: "¿Cuánto me dan si
les entrego a Jesús?". Ellos quedaron en darle treinta monedas de plata. Y
desde ese momento, andaba buscando una oportunidad para entregárselo.
¿Por
qué recuerda la Iglesia este acontecimiento? Para que nos hagamos cargo de que
todos podemos comportarnos como Judas. Para que pidamos al Señor que, de
nuestra parte, no haya traiciones, ni alejamientos, ni abandonos. No solamente
por las consecuencias negativas que esto podría traer a nuestras vidas
personales, que ya sería mucho; sino porque podríamos arrastrar a otros, que
necesitan la ayuda de nuestro buen ejemplo, de nuestro aliento, de nuestra
amistad.
En
algunos lugares de América, las imágenes de Cristo crucificado muestran una
llaga profunda en la mejilla izquierda del Señor. Y cuentan que esa llaga representa
el beso de Judas. ¡Tan grande es el dolor que nuestros pecados causan a Jesús!
Digámosle que deseamos serle fieles: que no queremos venderle —como Judas— por
treinta monedas, por una pequeñez, que eso son todos los pecados: la soberbia,
la envidia, la impureza, el odio, el resentimiento... Cuando una tentación
amenace arrojarnos por el suelo, pensemos que no vale la pena cambiar la
felicidad de los hijos de Dios, que eso somos, por un placer que se acaba
enseguida y deja el regusto amargo de la derrota y de la infidelidad.
Hemos
de sentir el peso de la Iglesia y de toda la humanidad. ¿No es estupendo saber
que cualquiera de nosotros puede tener influencia en el mundo entero? En el
lugar donde estamos, realizando bien nuestro trabajo, cuidando de la familia,
sirviendo a los amigos, podemos ayudar a la felicidad de tantas gentes. Como
escribe San Josemaría Escrivá, con el cumplimiento de nuestros deberes
cristianos, hemos de ser como la piedra caída en el lago. —Produce, con tu
ejemplo y con tu palabra un primer círculo... y éste, otro... y otro, y otro..
Hasta llegar a los sitios más remotos.
Vamos
a pedir al Señor que no le traicionemos más; que sepamos rechazar, con su
gracia, las tentaciones que el demonio nos presenta, engañándonos. Hemos de
decir que no, decididamente, a todo lo que nos aparte de Dios. Así no se
repetirá en nuestra vida la desgraciada historia de Judas.
Y si
nos sentimos débiles, ¡corramos al Santo Sacramento de la Penitencia! Allí nos
espera el Señor, como el padre de la parábola del hijo pródigo, para darnos un
abrazo y ofrecernos su amistad. Continuamente sale a nuestro encuentro, aunque
hayamos caído bajo, muy bajo. ¡Siempre es tiempo de volver a Dios! No
reaccionemos con desánimo, ni con pesimismo. No pensemos: ¿qué voy a hacer yo,
si soy un cúmulo de miserias? ¡Más grande es la misericordia de Dios! ¿Qué voy
a hacer yo, si caigo una vez y otra por mi debilidad? ¡Mayor es el poder de
Dios, para levantarnos de nuestras caídas!
Grandes
fueron los pecados de Judas y de Pedro. Los dos traicionaron al Maestro: uno
entregándole en manos de los perseguidores, otro renegando de Él por tres
veces. Y, sin embargo, ¡qué distinta reacción tuvo cada uno! Para los dos
guardaba el Señor torrentes de misericordia. Pedro se arrepintió, lloró su
pecado, pidió perdón, y fue confirmado por Cristo en la fe y en el amor; con el
tiempo, llegaría a dar su vida por Nuestro Señor. Judas, en cambio, no confió
en la misericordia de Cristo. Hasta el último momento tuvo abiertas las puertas
del perdón de Dios, pero no quiso entrar por ellas mediante la penitencia.
En su
primera encíclica, Juan Pablo II habla del derecho de Cristo a encontrarse con
cada uno de nosotros en aquel momento-clave de la vida del alma, que es el
momento de la conversión y del perdón (Redemptor hominis, 20). ¡No privemos a
Jesús de ese derecho! ¡No quitemos a Dios Padre la alegría de darnos el abrazo
de bienvenida! ¡No contristemos al Espíritu Santo, que desea devolver a las
almas la vida sobrenatural!
Pidamos
a Santa María, Esperanza de los cristianos, que no permita que nos desanimemos
ante nuestras equivocaciones y pecados, quizá repetidos. Que nos alcance de su
Hijo la gracia de la conversión, el deseo eficaz de acudir —humildes y
contritos— a la Confesión, sacramento de la misericordia divina, comenzando y
recomenzando siempre que sea preciso.
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