Rafael Luciani 15 de junio de 2019
La
praxis de Jesús puede ser inspiradora para reconstruir espacios de
reconciliación que nos devuelvan la esperanza y nos hagan asumir opciones de
vida que busquen el bien común. Seguir el estilo de Jesús supone una
«espiritualidad cristiana», no porque el sujeto pertenezca a una determinada
confesión religiosa, sino porque viva con el mismo espíritu con el que vivió
Jesús y asuma su causa por la humanización –no violenta ni ideológica– de la
sociedad. Es «cristiana» en cuanto entiende que Jesús es paradigma del modo de
relacionarnos con Dios –Padre compasivo–, y con los demás –como hermanos.
No
podemos hablar de tal espiritualidad si no apostamos por el camino de la no
violencia (Mt 5,9), si no luchamos en favor de la justicia (Mt 5,10) y optamos
por el pobre y la víctima (Lc 6,20), independientemente de su condición moral o
política, porque «en Dios no hay acepción de personas» (Gal 2,6).
Pero,
¿cómo pudo vivir Jesús sin excluir o violentar? Para Jesús el «amor fraterno»
era la dinámica fundamental que normaba su estilo de vida. En apariencia se
trata de algo débil para quien está acostumbrado a ejercer la autoridad que le
viene de un cargo, del dinero o de la fuerza. Pero viviendo así, Jesús logró
hacer renacer la esperanza de su pueblo, sanar los corazones agobiados y
desestabilizar las prácticas sociales y políticas establecidas. Su credibilidad
y atracción venían de la libertad con la que vivía (2 Cor 3,17).
Esto
nos coloca ante un reto: querer el bien del otro y apostar por la construcción
de espacios comunes donde podamos convivir todos. La práctica fraterna se
construye mediante acciones concretas que sanen necesidades reales: «tuve
hambre…, tuve sed…, era forastero…, estaba desnudo…, enfermo y en la cárcel»
(Mt 25,42ss), lo que supone una conversión respecto a cómo vemos al otro. El
otro no es un simple objeto de lástima o limosnas, y la clave de la fraternidad
no está en «darle algo», sino en el acercarme y hacerlo próximo –prójimo– a mi
existencia, en dejarlo entrar en mi espacio y juntos crear algo nuevo.
Podemos
estar orándole a otro que no es el Dios en quien creyó Jesús. Jesús coloca al
mismo nivel dos relaciones fundamentales: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo
tu corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza» (Dt 6,5) y «Amarás al prójimo
como a ti mismo» (Lev 19,18), pero las invierte. La práctica del amor que
convierte al otro en próximo a mí –mi prójimo– es la condición para encontrar
el amor de Dios (Mt 22,35-40).
A
Pablo le costó aprender esto. En la cárcel, relee la relación que tuvo con
Onésimo. Reconoce que fue «engendrado entre cadenas» —como esclavo—, luego
aprendió a «cargarlo en su propio corazón» —como hijo—, hasta que finalmente lo
pudo asumir como «hermano querido» (Flm). Asumir al otro como hermano es la
medida de nuestra espiritualidad y la altura de nuestra propia humanidad (Mc
12,28-34).
Rafael
Luciani
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