Francisco Fernández-Carvajal 08 de junio de
2019
— La fiesta judía de Pentecostés. El envío del
Espíritu Santo. El viento impetuoso y las lenguas de
fuego.
— El Paráclito santifica continuamente a la Iglesia y
a cada alma. Correspondencia a las mociones e inspiraciones del Espíritu Santo.
— Correspondencia: docilidad, vida de oración,
unión con la Cruz.
I. El
amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
habita en nosotros. Aleluya1.
Pentecostés era una de las tres grandes fiestas
judías; muchos israelitas peregrinaban a Jerusalén en estos días para adorar a
Dios en el Templo. El origen de la fiesta se remontaba a una antiquísima
celebración en la que se daban gracias a Dios por la cosecha del año, a punto
ya de ser recogida. Después se sumó en ese día el recuerdo de la promulgación
de la Ley dada por Dios en el monte Sinaí. Se celebraba cincuenta días después
de la Pascua, y la cosecha material que los judíos festejaban con tanto gozo se
convirtió, por designio divino, en la Nueva Alianza, en una fiesta de inmensa
alegría: la venida del Espíritu Santo con todos sus dones y frutos.
Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos
juntos en un mismo lugar y de repente sobrevino del cielo un ruido, como de
viento que irrumpe impetuosamente, y llenó toda la casa en la que se hallaban2.
El Espíritu Santo se manifiesta en aquellos elementos que solían acompañar la
presencia de Dios en el Antiguo Testamento: el viento y el fuego3.
El fuego aparece en la Sagrada
Escritura como el amor que lo penetra todo, y como elemento purificador4.
Son imágenes que nos ayudan a comprender mejor la acción que el Espíritu Santo
realiza en las almas: Ure igne Sancti Spiritus renes nostros et cor
nostrum, Domine...Purifica, Señor, con el fuego del Espíritu Santo nuestras
entrañas y nuestro corazón...
El fuego también produce luz, y significa la claridad
con que el Espíritu Santo hace entender la doctrina de Jesucristo: Cuando
venga aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa... Él me
glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará5.
En otra ocasión, Jesús ya había advertido a los suyos: el Paráclito, el
Espíritu Santo... os lo enseñará todo y os recordará todo lo que os he dicho6.
Él es quien lleva a la plena comprensión de la verdad enseñada por Cristo:
«habiendo enviado por último al Espíritu de verdad, completa la revelación, la
culmina y la confirma con testimonio divino»7.
En el Antiguo Testamento, la obra del Espíritu Santo
es frecuentemente sugerida por el «soplo», para expresar al mismo tiempo la
delicadeza y la fuerza del amor divino. No hay nada más sutil que el viento,
que llega a penetrar por todas partes, que parece incluso llegar a los cuerpos
inanimados y darles una vida propia. El viento impetuoso del
día de Pentecostés expresa la fuerza nueva con que el Amor divino irrumpe en la
Iglesia y en las almas.
San Pedro, ante la multitud de gente que se congrega
en las inmediaciones del Cenáculo, les hace ver que se está cumpliendo lo que
ya había sido anunciado por los Profetas8: Sucederá
en los últimos días, dice Dios, que derramaré mi Espíritu sobre toda carne...9.
Quienes reciben la efusión del Espíritu no son ya algunos privilegiados, como
los compañeros de Moisés10,
o como los Profetas, sino todos los hombres, en la medida en que reciban a
Cristo11. La acción del Espíritu Santo debió producir, en los
discípulos y en quienes les escuchan, tal admiración, que todos estaban fuera
de sí, llenos de amor y alegría.
II. La venida del
Espíritu Santo en el día de Pentecostés no fue un hecho aislado en la vida de
la Iglesia. El Paráclito la santifica continuamente; también santifica a cada
alma, a través de innumerables inspiraciones, que son «todos los atractivos,
movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que
Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones, por su
cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, movernos, empujarnos y
atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones;
en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestra vida eterna»12.
Su actuación en el alma es «suave y apacible (...); viene a salvar, a curar, a
iluminar»13.
En Pentecostés, los Apóstoles fueron robustecidos en
su misión de testigos de Jesús, para anunciar la Buena Nueva a todas las
gentes. Pero no solamente ellos: cuantos crean en Él tendrán el dulce deber de
anunciar que Cristo ha muerto y resucitado para nuestra salvación. Y
sucederá en los últimos días, dice el Señor, que derramaré mi Espíritu sobre
toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, y vuestros jóvenes
verán visiones, y vuestros ancianos soñarán sueños. Y sobre mis siervos y mis
siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán14.
Así predica Pedro la mañana de Pentecostés, que inaugura ya la época de
los últimos días, los días en que ha sido derramado de una manera
nueva el Espíritu Santo sobre aquellos que creen que Jesús es el Hijo de Dios,
y llevan a cabo su doctrina.
Todos los cristianos tenemos desde entonces la misión
de anunciar, de cantar las magnalia Dei15,
las maravillas que ha hecho Dios en su Hijo y en todos aquellos que creen en
Él. Somos ya un pueblo santo para publicar las grandezas de Aquel que nos
sacó de las tinieblas a su luz admirable16.
Al comprender que las santificación y la eficacia
apostólica de nuestra vida dependen de la correspondencia a las mociones del
Espíritu Santo, nos sentiremos necesitados de pedirle frecuentemente que lave
lo que está manchado, riegue lo que es árido, cure lo que está enfermo,
encienda lo que es tibio, enderece lo torcido17.
Porque conocemos bien que en nuestro interior hay manchas y partes que no dan
todo el fruto que debieran porque están secas, y partes enfermas, y tibieza, y
también pequeños extravíos, que es preciso enderezar.
Nos es necesario pedir también una mayor docilidad;
una docilidad activa que nos lleve a acoger las inspiraciones y mociones del
Paráclito con un corazón puro.
III. Para
ser más fieles a las constantes mociones e inspiraciones del Espíritu Santo en
nuestra alma «podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad
(...), vida de oración, unión con la Cruz».
Docilidad, «en
primer lugar, porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va
dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien
nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad,
quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza
para realizar todo lo que Dios espera»18.
El Paráclito actúa sin cesar en nuestra alma: no
decimos una sola jaculatoria si no es por una moción del Espíritu Santo19,
como nos señala San Pablo en la Segunda lectura de la Misa. Él está presente y
nos mueve en la oración, al leer el Evangelio, cuando descubrimos una luz nueva
en un consejo recibido, al meditar una verdad de fe que ya habíamos
considerado, quizá, muchas veces. Nos damos cuenta de que esa claridad no
depende de nuestra voluntad. No es cosa nuestra sino de Dios. Es el Espíritu
Santo quien nos impulsa suavemente al sacramento de la Penitencia para confesar
nuestros pecados, a levantar el corazón a Dios en un momento inesperado, a
realizar una obra buena. Él es quien nos sugiere una pequeña mortificación, o
nos hace encontrar la palabra adecuada que mueve a una persona a ser mejor.
Vida de oración,
«porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del amor
y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la
amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino,
y es a esa intimidad a donde nos conduce el Espíritu Santo (...).
Acostumbrémonos a frecuentar al Espíritu Santo, que es quien nos ha de
santificar: a confiar en Él, a pedir su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros.
Así se irá agrandando nuestro pobre corazón, tendremos más ansias de amar a
Dios y, por Él, a todas las criaturas»20.
Unión con la Cruz,
«porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección y a la
Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada cristiano
(...). El Espíritu Santo es fruto de la Cruz, de la entrega total a Dios, de
buscar exclusivamente su gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos»21.
Podemos terminar nuestra oración haciendo nuestras las
peticiones que se contienen en el himno que se canta en la Secuencia de la Misa
de este día de Pentecostés: Ven, Espíritu Santo, y envía desde el cielo
un rayo de tu luz. Ven, padre de los pobres; ven dador de las gracias; ven,
lumbre de los corazones. Consolador óptimo, dulce huésped del alma, dulce
refrigerio. Descanso en el trabajo, en el ardor tranquilidad, consuelo en el
llanto. ¡Oh luz santísima!, llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles
(...). Concede a tus fieles que en Ti confían, tus siete sagrados dones. Dales
el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo22.
Para tratar mejor al Espíritu Santo nada tan eficaz
como acercarnos a Santa María, que supo secundar como ninguna otra criatura las
inspiraciones del Espíritu Santo. Los Apóstoles, antes del día de
Pentecostés, perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres y
con María la Madre de Jesús23.
1 Antífona
de entrada. Misa de la vigilia, Rom 5, 5; 8, 11. —
2 Hech 2,
1-2. —
3 Cfr. Ex 3,
2. —
4 Cfr. M.
D. Philippe, Misterio de María, Rialp, Madrid 1986,
352-355. —
5 Jn 16,
13-14. —
6 Jn 14,
26. —
7 Conc.
Vat. II, Const. Dei Verbum, 4. —
8 Jl 2,
28. —
9 Hech 2,
17. —
10 Cfr. Núm.
11, 25. —
11 Cfr. Jn 7,
39. —
12 San
Francisco de Sales, Introd. a la vida devota II, 18.
—
13 San
Cirilo de Jerusalén, Catequesis 16, sobre el Espíritu Santo,
1. —
14 Hech 2,
17-18. —
15 Hch 2,
11. —
16 1
Pdr 2, 9. —
17 Cfr. Misal
Romano, Secuencia de la Misa de Pentecostés. —
18 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 135. —
19 Cfr. 1
Cor 12, 3. —
20 San
Josemaría Escrivá, o. c., 136. —
21 Ibídem,
137. —
22 Misal
Romano, Secuencia de la Misa de Pentecostés. —
23 Cfr. Hech 1,
14.
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