Francisco Fernández-Carvajal 30 de junio de
2019
— Por diez justos, Dios habría perdonado a miles de
habitantes de dos ciudades.
— Nuestra participación en los infinitos méritos de
Cristo.
— Como luceros en el mundo.
I. La Sagrada
Escritura nos muestra a Abrahán, nuestro padre en la fe, como un
hombre justo en el que Dios se alegró de una manera muy particular y a quien
hizo depositario de las promesas de redención del género humano. La Epístola
a los Hebreos habla con emoción de este santo Patriarca y de todos los
hombres justos del Antiguo Testamento que murieron sin haber alcanzado las
promesas, sino viéndolas y saludándolas desde lejos1,
con un gesto lleno de alegría. «Es una comparación –comenta San Juan
Crisóstomo– sacada de los navegantes que, cuando ven de lejos las ciudades a
donde se dirigen, sin haber entrado aún en el puerto, lanzan saludos
emocionados»2.
Aunque no llegaron a ser poseedores en esta vida de la
redención prometida, ni participaron de la unión que nosotros podemos tener con
el Hijo Unigénito de Dios, Yahvé los trató como amigos íntimos y confió en
ellos plenamente; por su fe y su fidelidad se olvidó muchas veces de los
errores de otros. Muchos hombres se salvaron porque fueron amigos de estos
«amigos de Dios». Cuando Dios dispuso la destrucción de Sodoma y de Gomorra a
causa de sus muchos pecados, se lo comunicó a Abrahán3,
y este se sintió solidario de aquellas gentes. Entonces se acercó
Abrahán y dijo a Dios: ¿Es que vas a destruir al inocente con el culpable? Si
hay cincuenta justos en la ciudad, ¿los destruirás?, ¿no perdonarás al lugar
por los cincuenta inocentes que hay en él?, le dice lleno de confianza. Y
Dios le responde: Si encuentro en Sodoma cincuenta justos, perdonaré a
todo el lugar por amor de ellos. Pero no se encontraron estos cincuenta
justos. Y Abrahán hubo de ir bajando la cifra de los hombres santos: ¿Y
si hubiera cinco menos, es decir, cuarenta y cinco? Y el Señor le
dice: No la destruiré si encuentro allí cuarenta y cinco hombres justos.
Pero tampoco los había. Y Abrahán seguía intercediendo ante el Señor: ¿Y
si solo hubiese cuarenta?..., ¿treinta?..., ¿veinte?... Finalmente, se
vio que no había ni diez hombres justos en aquella ciudad. El Señor había dicho
a la última petición de Abrahán: Si hay diez, tampoco la destruiré.
¡Por el amor de diez justos, Dios habría perdonado todo el lugar! ¡Tanto es el
valor de las almas santas ante los ojos del Señor! ¡Tanto está dispuesto a
realizar por ellas!
Con frecuencia se habla en la Sagrada Escritura de la
solidaridad en el mal, en el sentido de que el pecado de unos puede dañar a
toda la comunidad4.
Pero Abrahán invierte los términos: pide a Dios que, ya que estima tanto la
justicia de los santos, estos sean la causa de bendiciones para todos, aunque
muchos sean pecadores. Y Dios acepta este planteamiento del Patriarca.
Nosotros podemos meditar hoy en la alegría y
en el gozo de Dios cuando procuramos serle fieles. En el valor que
pueden tener nuestras obras cuando las hacemos por Dios, aun las más ocultas,
las que parece que nadie ve y que quizá no tendrán «aparentemente» ninguna
trascendencia: Dios da mucho valor a las obras de quienes luchan por la
santidad. Dios se goza en los santos; y por ellos su
misericordia y su perdón se derraman sobre otros hombres que de por sí no lo
merecen. Es un misterio maravilloso, pero real, el que Dios se goza en las
personas que caminan hacia la santidad.
II. Con Jesucristo
se cumplirá lo que había sido anunciado: por la muerte de uno solo podrán
salvarse todos5.
El misterio de la solidaridad humana alcanza en Cristo una plenitud
insospechada. Nada ha sido ni será jamás, con una distancia infinita, tan
agradable a Dios como el ofrecimiento –el holocausto– que Jesús hizo de su vida
por la salvación de todos, y que culminó en el Calvario: «para que se diese en
la tierra, en un alma humana, un acto de amor de Dios de valor infinito, era
necesario que esa alma humana fuera la de una Persona divina. Tal fue el alma
del Verbo hecho carne: su acto de amor tomaba en la Persona divina del Verbo un
valor infinito para satisfacer y para merecer»6.
Enseña Santo Tomás de Aquino que Jesucristo ofreció a
Dios más de lo que exigiría la justa compensación de la ofensa inferida por
todo el género humano. Y esto se cumplió: por la grandeza del amor con que
padecía; por la dignidad de la Vida que entregaba en satisfacción por todos,
pues era la vida del Dios-Hombre; por la enormidad del dolor que padeció...7.
«Mayor fue la caridad de Cristo paciente que la malicia de los que le
crucificaron, y por eso pudo Cristo satisfacer más con su Pasión que ofender
los que le crucificaron dándole muerte, hasta tal punto que la Pasión de Cristo
fue suficiente y sobreabundante por los pecados de los que le crucificaron»8,
y por los de todos los hombres de todos los tiempos, tanto los personales como
el pecado original de todas las almas, «como si un médico preparara una
medicina con la que pueden curarse cualesquiera enfermedades aun en el futuro»9.
Jesucristo ha dado plena satisfacción al amor eterno
del Padre10. Así lo ha enseñado siempre la Iglesia11.
El amor de Cristo muriendo por nosotros en la Cruz agradaba a Dios más de lo
que pueden desagradarle todos los pecados de todos los hombres juntos. Y en la
medida en que vamos identificando nuestra voluntad con la del Señor, nos
apropiamos los méritos de Cristo. ¡Reparamos a Dios haciendo nuestros el amor y
los méritos de su Hijo! Aquí se fundamenta el valor incomparable que un solo
hombre santo tiene para Dios. Aunque son muchos los pecados que se cometen cada
día, ¡hay también muchas almas que, pese a sus miserias, desean agradar a Dios
con todas sus fuerzas!
No importa si nuestra vida no tiene una gran
resonancia externa; lo que importa es nuestra decisión de ser fieles, al convertir
los días de la vida en una ofrenda a Dios. Quien sabe mirar a su Padre Dios,
quien le trata con la confianza y amistad de Abrahán, no cae en el pesimismo,
aunque el empeño constante por servir al Señor no dé resultados externos de los
que uno pueda ufanarse. ¡Qué engaño tan grande cuando el diablo intenta que el
alma se llene de pesimismo ante resultados aparentemente escasos, y, en cambio,
el Señor está contento, a veces muy contento, por la lucha diaria puesta, por
el recomenzar continuo!
«“Nam, et si ambulavero in medio umbrae mortis, non
timebo mala” –aunque anduviere en medio de las sombras de la muerte, no tendré
temor alguno. Ni mis miserias, ni las tentaciones del enemigo han de
preocuparme, “quoniam tu me cum es”– porque el Señor está conmigo»12.
Siempre has estado presente en mi vida, Señor.
III. En
atención a los diez no la destruiré. ¡Habrían bastado diez justos! Las
personas santas compensan con creces todos los crímenes, abusos, envidias,
deslealtades, traiciones, injusticias, egoísmos... de todos los habitantes de
una gran ciudad. Por nuestra unión al sacrificio redentor de Jesucristo, Dios
mirará con especial compasión a familiares, amigos, conocidos... que quizá se
extraviaron por ignorancia, por error, por debilidad, o porque no recibieron
las gracias que nosotros hemos recibido. ¡Cuántas veces tendremos ese amistoso
y afable regateo con Jesús, semejante al que tuvo Abrahán con Yahvé! Mira,
Señor –le diremos–, que esta persona es mejor de lo que manifiesta, que tiene
buenos deseos... ¡ayúdala! Y Jesús, que conoce bien la realidad, la moverá con
su gracia en atención a nuestra amistad con Él.
Dios acoge las peticiones de los suyos en el mundo con
particular atención: las oraciones de los niños, que rezan con un corazón sin
malicia, y las de quienes se hacen como ellos; las súplicas de los enfermos, a
quienes pone más cerca de su Corazón; las de quienes hemos repetido tantas
veces que no tenemos otra voluntad que la Suya, que queremos servirle en medio
de nuestras tareas normales de todos los días. Sostienen verdaderamente al
mundo quienes procuran estar unidos a Cristo. Y esa unión no se manifiesta
ordinariamente en hechos exteriores llamativos. «Son más numerosos sin
comparación los acontecimientos cuyo realce social queda por ahora oculto: es
la multitud inmensa de las almas que han pasado su existencia gastándose en el
anonimato de la casa, de la fábrica, de la oficina; que se han consumido en la
sociedad orante del claustro; que se han inmolado en el martirio cotidiano de
la enfermedad. Cuando todo quede manifiesto en la parusía, entonces aparecerá
el papel decisivo que ellas han desempeñado, a pesar de las apariencias
contrarias, en el desarrollo de la historia del mundo. Y esto será también
motivo de alegría para los bienaventurados, que sacarán de ello tema de
alabanza perenne al Dios tres veces Santo»13.
San Pablo dice a los primeros cristianos que
brillan como luceros en el mundo14,
alumbrando a todos con la luz de Cristo. Dios mira desde el Cielo la tierra y
se goza en esas personas que viven una vida corriente, normal, pero que son
conscientes de la dignidad de su vocación cristiana. El Señor se llena de
alegría al contemplar nuestra tarea, casi siempre menuda y sin relieve, si
procuramos ser fieles.
1 Heb 11,
13. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre la Carta a los Hebreos, 2,
3. —
3 Primera
lectura. Año 1. Gen 18, 16-33. —
4 Cfr. Jos 7,
16-26. —
5 Is 53,
1 ss. —
6 R.
Garrigou-Lagrange, El Salvador, Rialp, Madrid 1972, p. 297.
—
7 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica 3, q. 48, a. 2. —
8 Ibídem.
—
9 Ibídem,
q. 49, a. 1. —
10 Cfr. Juan
Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 4-III-1979, 10. —
11 Cfr. Conc.
de Trento, Sesión VI, cap. 7; cfr. Pío XII,
Enc. Humani generis, Denz-Sch 2318/3891. —
12 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 194. —
13 Juan
Pablo II, Homilía 11-II-1981. —
14 Flp 2,
15.
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