Francisco Fernández-Carvajal 28 de julio de
2019
@hablarcondios
— Los cristianos, como la levadura en la masa, están
llamados a transformar el mundo desde dentro de él.
— Ejemplaridad.
— Unión con Cristo para ser apóstoles.
I. Nos enseña el
Señor en el Evangelio de la Misa1 que
el Reino de Dios es semejante a la levadura que tomó una mujer y mezcló
con tres medidas de harina hasta que fermentó todo. Aquellas gentes que
escuchaban las palabras del Señor conocían bien y estaban familiarizadas con
este fenómeno, pues lo habían visto muchas veces en los hornos familiares. Un
poco de aquella levadura guardada desde el día anterior podía transformar una buena
masa de harina y convertirla en una gran hogaza de pan.
En esta semejanza que nos pone el Señor hemos de
considerar en primer lugar lo poco que es la levadura en relación a la masa que
debe transformar. Siendo tan poca cosa, su poder es muy grande. Esto nos
permite ser audaces en el apostolado, porque la fuerza del fermento cristiano
no es simplemente humana: es la misma fuerza del Espíritu Santo que actúa en la
Iglesia. También el Señor cuenta con nuestras poquedades y flaquezas. «¿Acaso
el fermento es naturalmente mejor que la masa? No. Pero la levadura es el medio
para que la masa se elabore, convirtiéndose en alimento comestible y sano.
»Pensad, aunque sea a grandes rasgos, en la acción
eficaz del fermento, que sirve para confeccionar el pan, sustento base,
sencillo, al alcance de todos. En tantos sitios –quizá lo habéis presenciado–
la preparación de la hornada es una verdadera ceremonia, que obtiene un
producto estupendo, sabroso, que entra por los ojos.
»Escogen harina buena; si pueden, de la mejor clase.
Trabajan la masa en la artesa, para mezclarla con el fermento, en una larga y
paciente labor. Después, un tiempo de reposo, imprescindible para que la
levadura complete su misión, hinchando la pasta.
»Mientras tanto, arde el fuego del horno, animado por
la leña que se consume. Y esa masa, metida al calor de la lumbre, proporciona
ese pan tierno, esponjoso, de gran calidad. Un resultado imposible de alcanzar
sin la intervención de la levadura –poca cantidad–, que se ha diluido,
desapareciendo entre los demás elementos en una labor eficiente que pasa
inadvertida»2. Sin ese poco de levadura, la masa se habría quedado en algo
inútil, incomestible, inservible. Nosotros, en la vida corriente de cada día,
podemos ser causa de luz o de oscuridad, de alegría o de tristeza, fuente de
paz o de inquietud, peso muerto que retrase el caminar de los demás o fermento
que transforma la masa. Nuestro paso por la tierra no es indiferente, acercamos
a los demás a Cristo, los enriquecemos o los separamos de Él.
Nos envía el Señor para proclamar su mensaje por todas
partes, para llevarle, uno a uno, a quienes no le conocen, como hicieron los
primeros cristianos con sus amigos, con sus familias, con los colegas y
vecinos. Para esto no necesitamos hacer cosas extrañas y sorprendentes, pues
«al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados
a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas
para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión,
la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás?
»Es entonces el momento de descubrirles el secreto
divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del
Espíritu Santo, de María. El momento de procurar transmitir, a través de las
pobres palabras nuestras, esa locura del amor de Dios que la gracia ha
derramado en nuestros corazones»3.
¿Somos levadura en la familia, en el ambiente de trabajo
o de estudio? ¿Manifestamos con nuestra alegría que Cristo vive?
II. Además, hemos de
considerar que la levadura solo actúa cuando está en contacto con la masa. Y
así, sin distinguirse de ella, desde dentro, la transforma: «la mujer no solo
puso la levadura, sino que además la escondió entre la masa. Del mismo modo
tenéis que hacer vosotros cuando estéis mezclados, identificados con la
gente..., como la levadura que está escondida, pero no desaparece, sino que
poco a poco va transformando toda la masa en su propia calidad»4.
Solo estando en la entraña del mundo, en medio de toda profesión y oficio,
podremos llevar de nuevo la creación a Dios. Y a esto hemos sido llamados por
vocación divina.
Los primeros cristianos, que eran verdadero fermento
en un mundo descompuesto, lograron que la fe penetrara en poco tiempo en las
familias, en el senado, en la milicia y hasta en el palacio imperial: «somos de
ayer y llenamos el mundo y todo lo vuestro, casas, ciudades, islas, municipios,
asambleas y hasta los mismos campamentos, las tribus y las decurias, los
palacios, el senado, el foro»5.
Sin excentricidades, como fieles corrientes, podemos
mostrar lo que significa seguir de cerca a Cristo. Nos han de conocer como
personas leales, sinceras, alegres, trabajadoras; nos hemos de comportar
ejemplarmente en la vida familiar y social: cumpliendo con rectitud nuestros
deberes y actuando serenamente, como hijos de Dios. Nuestra vida, con sus
flaquezas, debe ser una señal que les lleve a Cristo. «Por este camino se llega
a Dios», deben pensar al ver nuestra vida coherente con la fe que profesamos.
Las normas corrientes de la convivencia, por ejemplo,
pueden ser, para muchos, el comienzo de un acercamiento a Dios. Con frecuencia,
estas normas se quedan en algo externo y solo se practican porque hacen más
fácil el trato social, por costumbre... Para los cristianos deben ser también
fruto de una verdadera caridad, manifestaciones de una actitud interior de
sincero interés por los demás. Han de ser el reflejo exterior de una íntima
unión con Dios.
La templanza del cristiano es una de las
manifestaciones más convincentes y más atractivas de la vida cristiana.
Dondequiera que estemos hemos de esforzarnos en dar siempre ese ejemplo, que se
desprenderá con sencillez de nuestro comportamiento; con frecuencia esa actitud
ha sido para muchos el comienzo de un verdadero encuentro con Dios. Esa
templanza debe notarse a la hora de la comida y de la bebida, en el modo como
evitamos gastos superfluos o inútiles, a la hora del descanso y de la sana
diversión... «Cristo nos ha dejado en la tierra para que seamos faros que iluminen,
doctores que enseñen; para que cumplamos nuestro deber de levadura (...). Ni
siquiera sería necesario exponer la doctrina si nuestra vida fuese tan
radiante, ni sería necesario recurrir a las palabras si nuestras obras dieran
tal testimonio. Ya no habría ningún pagano, si nos comportáramos como
verdaderos cristianos»6.
En ese clima de ejemplaridad, de alegría serena, de
ayudas quizá pequeñas pero frecuentes, de trabajo bien hecho, nos será más
fácil llevar al Señor a quienes conviven o trabajan con nosotros. De modo
especial en ese apostolado de la Confesión, tan urgente en este tiempo, que la
Iglesia nos invita a llevar a cabo. «Toda solicitud y todo trabajo son poco en
comparación con el interés de una sola alma. El que devuelve una oveja errante
al redil se ha asegurado un abogado poderoso ante Dios»7.
Muchos «abogados poderosos» debemos ganar a través de un apostolado paciente y
constante.
III. Para
vibrar, para ser fermento, es necesaria la unión con Cristo. No podemos perder
esa fuerza interior que nos impulsa al apostolado y que nace de nuestro amor al
Señor. Sin esa unión, todo el trabajo y todo el esfuerzo se convertirían en
agitación estéril. Siempre ha habido quienes se imaginan –no sin presunción–
que van a transformar el mundo con sus fuerzas; pero pronto, en su misma vida y
en la de los demás, ven la inconsistencia de sus propósitos. Se cumplen siempre
aquellas palabras del Señor: sin Mí no podéis hacer nada8.
«Si la levadura no fermenta, se pudre. Puede
desaparecer reavivando la masa, pero puede también desaparecer porque se
pierde, en un monumento a la ineficacia y al egoísmo»9.
El cristiano «se pudre» cuando deja entrar la tibieza en su alma, que da lugar
a una falta de prontitud en la entrega, un cansancio ante las cosas de Dios
incluso antes de acometerlas, cuando piensa en «sus cosas», no en las de Dios.
Por el contrario, cumple su misión de levadura cuando procura que su fe amorosa
se manifieste en obras. El amor a Cristo es el origen de todo apostolado, lo
que permite al cristiano ser levadura. De aquí la necesidad urgente de
alimentar ese amor continuamente mediante una oración personal, sin anonimato,
y la recepción frecuente, y sin rutina, de los sacramentos. «Es preciso que
seas “hombre de Dios”, hombre de vida interior, hombre de oración y de
sacrificio. —Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida “para adentro”»10.
Podemos medir nuestro amor a Dios por el empeño que
ponemos en influir como cristianos en el trabajo, en la familia, en el
ambiente.
Para ser audaces en nuestra vida ordinaria hemos de
mirar a Nuestra Señora, porque «el modelo perfecto de esta espiritualidad
apostólica es la Santísima Virgen María, Reina de los Apóstoles, la cual,
mientras vivió en este mundo una vida igual a la de los demás, llena de preocupaciones
familiares y de trabajos, estaba constantemente unida con su Hijo y cooperó de
modo singularísimo a la obra del Salvador»11.
1 Mt 13,
31-35. —
2 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 257. —
3 ídem, Es
Cristo que pasa, 148. —
4 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 46, 2. —
5 Tertuliano, Apologético,
37. —
6 San
Juan Crisóstomo, Homilía 10 sobre la 1ª Epístola a Timoteo.
—
7 Santo
Tomás de Villanueva, Sermón del domingo «in albis», l, c,
pp. 900-901. —
8 Jn 15,
5. —
9 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 258. —
10 ídem, Camino n.
961. —
11 Conc
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 4.
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