Francisco Fernández-Carvajal 09 de octubre de
2019
@hablarcondios
— Modos de santificar el nombre de Dios. La primera
petición del Padrenuestro.
— El Reino de Dios.
— La propagación del Reino de los Cielos.
I. «Una vez
llegados a la dignidad de hijos de Dios, nos abrasará la ternura que mora en el
corazón de todos los verdaderos hijos; y, sin pensar más en nuestros propios
intereses, solo tendremos celo por la gloria de nuestro Padre. Le
diremos: Santificado sea tu nombre, atestiguando así que su gloria
constituye todo nuestro deseo y nuestra alegría»1.
En esta primera petición de las siete del Padrenuestro,
«pedimos que Dios sea conocido, amado, honrado y servido de todo el mundo y de
nosotros en particular»2.
Jesús nos enseña el orden en que hemos de pedir habitualmente en nuestras oraciones.
Lo primero que debemos pedir, por muy urgentes que sean nuestras necesidades,
es la gloria de Dios. Es realmente lo más urgente, también para nosotros, que
andamos preocupados por necesidades inmediatas. «Ocúpate de Mí –decía Jesús a
Santa Catalina de Siena–, y Yo me ocuparé de ti». El Señor no nos dejará solos.
Santificado sea tu nombre. En la Sagrada Escritura el nombre equivale a la
persona misma, es su identidad más profunda. Por eso, dirá Jesús al final de su
vida, como resumiendo sus enseñanzas: Manifesté tu nombre a los hombres3.
Nos reveló el misterio de Dios. En el Padrenuestro formulamos
el deseo amoroso de que el nombre de Dios, de nuestro Padre Dios, sea conocido
y reverenciado por toda la tierra; también debemos expresar nuestro dolor por
las ocasiones en que es profanado, silenciado o empleado con ligereza. «Al
decir santificado sea tu nombre nos amonestamos a nosotros
mismos para que deseemos que el nombre del Señor, que siempre es santo en sí
mismo, sea también tenido como santo por los hombres, es decir, que no sea
nunca despreciado por ellos»4.
En determinados ambientes parece que los hombres no
quieren nombrar a Dios. En lugar del Creador hablan de «la sabia naturaleza», o
llaman «destino» a la Providencia divina, etc. En ocasiones son solo modos de
decir, pero, en otras, el silencio del nombre de Dios es intencionado. En esos
casos, venciendo los respetos humanos, debemos nosotros, intencionadamente
también, honrar a nuestro Padre. Sin afectación, nos mantendremos fieles a los
modos cristianos de hablar, que expresan externamente la fe de nuestra alma.
Las expresiones tradicionales de muchos países, tales como «gracias a Dios» o
«si Dios quiere»5,
etc., pueden servir de ayuda en algunas ocasiones para tener presente al Señor
en la conversación. Tampoco hemos de ser como esas personas que hacen
intervenir, de modo inconsiderado e inoportuno, el nombre de Dios en los
acontecimientos y en las cosas («Dios le ha castigado»...). El segundo precepto
del Decálogo nos prohíbe tomar el nombre de Dios en vano.
Si amamos a Dios amaremos su santo nombre y jamás lo
mencionaremos con falta de respeto o de reverencia, como expresión de
impaciencia o de sorpresa. Este amor al nombre de Dios se extenderá también al
de Santa María, su Madre, al de sus amigos, los santos, y a todas las personas
y cosas a Él consagradas.
Honramos a Dios en nuestro corazón cuando hacemos
un acto de reparación cada vez que, en nuestra presencia, se
falta al respeto debido al nombre de Dios o de Jesús, al enterarnos de que se
ha cometido un sacrilegio o al tener noticia de acontecimientos que ofenden el
buen nombre del Padre común. No debemos tampoco olvidar el actualizar
personalmente los actos de reparación y de desagravio públicos siempre que nos
unimos a las alabanzas que se rezan en la Bendición con el Santísimo.
Allí, el sacerdote, en nombre de todos, reza: Bendito sea Dios, Bendito
sea su santo nombre... Son jaculatorias que nosotros podemos repetir a
lo largo del día, especialmente cuando debamos reparar.
La reverencia al nombre de Dios nos llevará además a
amar de un modo especial esas oraciones esencialmente de alabanza, como
el Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, que debiéramos
repetir con mucha frecuencia, el Gloria y el, Sanctus de
la Misa, etcétera.
«Mirad –dice Santa Teresa– que perdéis un gran tesoro
y que hacéis mucho más con una palabra de cuando en cuando del Pater
noster, que con decirle muchas veces aprisa; estad muy junto a quien pedís,
no os dejará de oír; y creed que aquí es el verdadero alabar y santificar su
nombre»6.
Quizá nos pueda ayudar alguna de estas jaculatorias a
mantener la presencia de Dios en el día de hoy: Padre, santificado sea
tu nombre, Bendito sea Dios, Bendito sea su santo nombre, Bendito sea el nombre
de Jesús, Bendito sea el nombre de María, Virgen y Madre...
II. Venga a
nosotros tu Reino, pedimos a continuación en el Padrenuestro. Y
comenta San Juan Crisóstomo que el Señor «nos ha mandado que deseemos los
bienes que están por llegar y que apresuremos el paso en nuestro viaje hacia el
Cielo; mas en tanto el viaje no termina, viviendo aún en la tierra, quiere que
nos esforcemos por llevar vida del Cielo»7.
La expresión Reino de Dios tiene un
triple significado: el Reino de Dios en nosotros, que es la gracia; el Reino de
Dios en la tierra, que es la Iglesia; y el Reino de Dios en el Cielo, o eterna
bienaventuranza. En orden a la gracia, pedimos que Dios reine en nosotros con
su gracia santificante, por la cual se complace en cada uno como rey en su
corte, y que nos conserve unidos a Sí con las virtudes de la fe, la esperanza y
la caridad, por las cuales reina en el entendimiento, en el corazón y en la
voluntad8. Al rezar cada día por la llegada del Reino de Dios, pedimos
también que Él nos ayude en la lucha diaria contra las tentaciones. Es un
reinado, el de Jesús en el alma, que avanza o retrocede según correspondamos o
rechacemos las continuas gracias y ayudas que recibimos.
También se cumplen en el corazón las parábolas del
Reino. Antes de adquirir su plenitud definitiva en el alma de cada uno de sus
fieles, el Reino de Dios es como el grano de trigo que, hundido en el suelo,
prepara la espiga de la cosecha; como la levadura, va transformando el corazón
hasta que todo él sea de Dios; como el grano de mostaza, pues quizá comenzó
como una pequeña semilla en el alma y, si no ponemos obstáculos, irá creciendo
sin más límite que el de nuestras resistencias y negaciones. El Reino de Dios
se establece ahora, por la gracia, en el corazón de los hombres, pero espera su
definitiva manifestación en el encuentro último con Dios, después de la muerte.
El Reino de Dios está ahí, dijo Jesús, está dentro de vosotros9.
Y se percibe su presencia en el alma a través de los afectos y mociones del
Espíritu Santo.
Cuando decimos venga a nosotros tu Reino,
pedimos que Dios habite en nosotros de una manera más plena, que seamos todo
de Dios, que nos ayude a luchar eficazmente para que, por fin, desaparezcan
esos obstáculos que cada uno pone a la acción de la gracia divina. «Antes
éramos esclavos, y ahora pedimos reinar bajo la soberanía de Cristo»10.
Si nuestra oración es confiada, constante y sincera,
seremos oídos con toda seguridad, pues, como nos dice el Señor en el Evangelio
de la Misa11, quien pide recibe, quien busca halla y al que llama,
se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una
piedra?... ¡Qué confianza tan grande nos han de dar estas palabras de
Jesús!
III.
Cuando rezamos venga a nosotros tu Reino también pedimos, en
relación a la Iglesia, que se dilate y propague por todo el mundo para la
salvación de los hombres. Rogamos entonces por el apostolado que se realiza en
toda la tierra, y nos sentimos comprometidos a poner los medios a nuestro
alcance para la extensión del Reino de Dios. Porque «no es suficiente pedir con
insistencia el Reino de Dios si no añadimos a nuestra petición todas aquellas
cosas con que se busca y se halla»12,
con los medios, por pequeños que sean, con las iniciativas apostólicas que
podamos poner en práctica.
En un mundo que se presenta en no pocos aspectos como
si hubiese vuelto al paganismo, se nos impone a todos los cristianos «la
dulcísima obligación de trabajar para que el mensaje divino de la salvación sea
conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra»13.
La primera obligación será, de ordinario, orientar el
apostolado hacia las personas que Dios ha puesto a nuestro lado, a quienes
están más cerca, a los que tratamos con frecuencia. En este apostolado, del que
no podemos excusarnos, está en primer lugar todo aquello que se refiere a la
salvación eterna de las personas que tratamos. Esto es lo primero;
inmediatamente después, hemos de preocuparnos los cristianos de ordenar
realmente todo el universo hacia Cristo: la dignidad de la persona humana, los
derechos de la conciencia, el respeto debido al trabajo, la preocupación por un
más equitativo reparto de bienes, el sincero deseo de paz entre los pueblos,
etc., es un quehacer de todos los cristianos, junto a los hombres de buena
voluntad que trabajan en el mundo por estos mismos ideales.
Venga a nosotros tu Reino. Y «Jesucristo recuerda a todos: et ego, si
exaltatus fuero a terra, omnia trahm ad meipsum (Jn 13,
32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la
tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que
parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum,
todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad! (...).
»A esto hemos sido llamados los cristianos, esa es
nuestra tarea apostólica y el afán que nos debe comer el alma: lograr que sea
realidad el reino de Cristo, que no haya más odios ni más crueldades, que
extendamos en la tierra el bálsamo fuerte y pacífico del amor. Pidamos hoy a
nuestro Rey que nos haga colaborar humilde y fervorosamente en el divino
propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo
que el hombre ha desordenado, de llevar a su fin lo que se descarría, de
reconstruir la concordia de todo lo creado»14.
Comencemos, como siempre, por lo pequeño, por lo que está a nuestro alcance en
la convivencia normal de todos los días.
1 Casiano, Colaciones,
9, 18. —
2 Catecismo
Mayor, n. 290. —
3 Jn 17,
6. —
4 San
Agustín, Carta 130, a Proba. —
5 Sant 4,
15. —
6 Santa
Teresa, Camino de perfección, 31, 13. —
7 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 19, 5. —
8 Cfr. Catecismo
Mayor, nn. 294-295. —
9 Lc 17,
21. —
10 San
Cipriano, Tratado de la oración del Señor, 13. —
11 Lc 11,
5-13. —
12 Catecismo
Romano, IV, 10, n. 2. —
13 Conc.
Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 3. —
14 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 183.
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