Por Marco Negrón
Se conoce como luditas a
aquellos trabajadores que, a principios del siglo XIX, se dedicaban a destruir
las máquinas con las que la revolución industrial estaba transformando el mundo
de la producción. En cierta forma, no les faltaban razones: eran artesanos que
temían que, con esos artefactos, mano de obra menos calificada y más barata
terminara desplazándolos, dejándolos sin trabajo (decía Juan de Mairena: “El
Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones”).
Un siglo más tarde Joseph
Schumpeter explicaría que la economía avanza a través de procesos de
“destrucción creativa”, es decir, de la incorporación de innovaciones que
mejoran la calidad de los productos o los abaratan dejando atrás
(“destruyendo”) a los que no son capaces de adaptarse al cambio.
La profundidad y rapidez con
que se presenta el cambio tecnológico en la actualidad está repotenciando esos
procesos, generando incertidumbre y angustia sobre todo en los más jóvenes y
menos preparados. Y precisamente la prensa de estos días reseñaba un caso
emblemático: el demoledor impacto ‑quiebras y suicidios incluidos- que estaría
teniendo en Nueva York la aparición de los VTC (Vehículos de Transporte con
Conductor, del tipo Uber) sobre el servicio tradicional de taxis (entre ellos
los icónicos yellow cabs, todo un símbolo de la ciudad).
El número de viajes diarios
en taxi cayó de 464 mil en noviembre de 2010 a 337 mil en noviembre de 2016, y
si bien se ha acusado de competencia desleal a esos servicios alternativos, no
se registran casos de ludismo, librándose todas las batallas en el terreno
legal.
Algunas imágenes de las
recientes protestas en Chile, en cambio, inducen a pensar en los furiosos
luditas de hace dos siglos: no puede menos que causar desconcierto la saña con
la que algunos manifestantes destruían estaciones del Metro de Santiago (se
habla de que se requerirán unos 300 millones de dólares para reactivarlas).
Pero al desconcierto se suma
la indignación porque, a diferencia de los luditas, lo que destruían no eran
máquinas propiedad de algún privado sino bienes públicos, que benefician sobre
todo a la población de menores ingresos; para colmo, es evidente que esos
esforzados demoledores tampoco son trabajadores del transporte tradicional
desplazados por el cambio tecnológico.
Aunque sin los extremos
santiaguinos, esos arrebatos de furia contra la ciudad y sus equipamientos se
han ido propagando por el mundo en las recientes oleadas de protestas, desde
los “chalecos amarillos” franceses hasta los separatistas catalanes.
Su magnitud y su
persistencia son probablemente inéditas, pero la diversidad de los contextos
políticos, geográficos y culturales en que ocurren (también Líbano, Irak, Hong
Kong y un largo etcétera) hacen difícil encontrarles una motivación común.
En días pasados el escritor
francolibanés Amin Maalouf asomó una explicación genérica: la diferente
velocidad entre los avances científico-tecnológicos de las últimas décadas y la
evolución de las relaciones entre las comunidades humanas, cuya causa, a su
vez, estaría en “la ausencia de un capitán”, de un liderazgo capaz de construir
“un nuevo orden que funcione”.
Si se acepta la hipótesis,
parece forzoso admitir que, en un mundo como el actual, ese liderazgo,
necesariamente colectivo, tendría que estar fundado, a su vez, en redes de
liderazgo ancladas en las grandes ciudades, porque es precisamente allí donde
están estallando los conflictos y desde donde mejor podría sincronizarse el
acercamiento entre el cambio científico-tecnológico y la dinámica social.
Lo que exigiría poner en
ellas una atención no siempre presente y reconocer que quienes las gobiernan no
son, como tantas veces se ha dicho, el simple conserje de la ciudad sino
líderes inscritos en redes nacionales e internacionales, preparados para dar
respuesta social y política a la cada vez más acelerada “destrucción creativa”.
Hay algunos por el mundo, lamentablemente ninguno en esta tierra de gracia.
29-10-19
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