Francisco Fernández-Carvajal 22 de noviembre de
2019
@hablarcondios
— Sin la pureza es imposible el amor.
— Castidad matrimonial y virginidad.
— Apostolado sobre esta virtud. Medios para guardarla.
I. Vinieron los
saduceos, que niegan la resurrección de los muertos, para proponer a Jesús una
cuestión que, según ellos, reducía al absurdo esa verdad admitida comúnmente
por el resto de los hebreos1.
Según la ley judía2,
si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano tenía obligación de casarse con
la viuda para suscitar descendencia a su hermano. Las consecuencias de esta ley
se presentaban como un argumento aparentemente sólido contra la resurrección de
los cuerpos. Pues si siete hermanos habían muerto sucesivamente sin dejar
descendencia, en la resurrección ¿de quién será esposa?
El Señor contestó con citas de la Sagrada Escritura
reafirmando la resurrección de los muertos, y, al enseñar las cualidades de los
cuerpos resucitados, desvaneció el argumento de los saduceos. La objeción
mostraba por sí misma una gran ignorancia en el poder de Dios para glorificar
los cuerpos del hombre y de la mujer a una condición semejante a la de los ángeles
que, siendo inmortales, no necesitan la reproducción de la especie3.
La actividad procreadora se ciñe a unos años dentro de esta etapa terrena del
hombre para cumplir la misión de propagar la especie y, sobre todo, de aumentar
el número de elegidos para el Cielo. Lo definitivo es la vida eterna. Esta vida
es solo un paso hacia el Cielo.
Mediante la virtud de la castidad, o pureza, la
facultad generativa es gobernada por la razón y dirigida a la procreación y
unión de los cónyuges dentro del matrimonio. La tendencia sexual se sitúa así
en el orden querido por Dios en la creación, aunque –a causa del profundo
desorden introducido en la naturaleza humana por el pecado original y por los
pecados personales– a veces resulte precisa la lucha ascética para mantener
esta ordenación.
La virtud de la castidad lleva también a vivir una
limpieza de mente y de corazón: a evitar aquellos pensamientos, afectos y
deseos que apartan del amor de Dios, según la propia vocación4.
Sin la castidad es imposible el amor humano y el amor a Dios. Si la persona
renuncia al empeño por mantener esta limpieza de cuerpo y de alma, se abandona
a la tiranía de los sentidos y se rebaja a un nivel infrahumano: «parece corno
si el “espíritu” se fuera reduciendo, empequeñeciendo, hasta quedar en un
puntito... Y el cuerpo se agranda, se agiganta, hasta dominar»5,
y el hombre se hace incapaz de entender la amistad con el Señor. En los
primeros tiempos, en medio de un ambiente pagano hedonista, la Iglesia amonestó
con firmeza a los cristianos sobre «los placeres de la carne, que como crueles
tiranos, después de envilecer el alma en la impureza, la inhabilitan para las
obras santas de la virtud»6.
La pureza dispone el alma para el amor divino, para el apostolado.
II. La castidad no
consiste solo en la renuncia al pecado. No es algo negativo: «no mirar», «no
hacer», «no desear»... Es entrega del corazón a Dios, delicadeza y ternura con
el Señor, «afirmación gozosa»7.
Virtud para todos, que se ha de vivir según el propio estado. En el matrimonio,
la castidad enseña a los casados a respetarse mutuamente y a quererse con un
amor más firme, más delicado y más duradero. «El amor consigue que las relaciones
conyugales, sin dejar de ser carnales, se revistan, por decirlo así, de la
nobleza del espíritu y estén a la altura de la dignidad del hombre. El
pensamiento de que la unión sexual está destinada a suscitar nuevas vidas tiene
un asombroso poder de transfiguración, pero la unión física solo queda
verdaderamente ennoblecida si procede del amor y es expresión de amor (...).
»Y cuando el sexo se desvincula completamente del amor
y se busca por sí mismo, entonces el hombre abandona su dignidad y profana
también la dignidad del otro.
»Un amor fuerte y lleno de ternura es, pues, una de
las mejores garantías y sobre todo una de las causas más profundas de la pureza
conyugal.
»Pero hay todavía una causa más alta. La castidad, nos dice San Pablo, es un “fruto del
Espíritu” (cfr. Gal 5, 23), es decir, una consecuencia del
amor divino. Para la guarda de la pureza en el matrimonio hace falta no solo un
amor delicado y respetuoso por la otra persona sino sobre todo un gran amor a
Dios. El cristiano que intenta conocer y amar a Jesucristo encuentra en este
amor un poderoso estímulo para su castidad. Sabe que la pureza acerca de un
modo especial a Jesucristo y que la cercanía de Dios, prometida a los que
guardan limpio el corazón (cfr. Mt 5, 8), es la garantía principal
de esa misma limpieza»8.
La castidad no es la primera ni la más importante
virtud, ni la vida cristiana se puede reducir a la pureza, pero sin ella no hay
caridad, y esta sí es la primera de las virtudes y la que da su plenitud a
todas las demás. Sin la castidad, el mismo amor humano se corrompe. Quienes han
recibido la llamada a servir a Dios en el matrimonio, se santifican
precisamente en el cumplimiento abnegado y fiel de los deberes conyugales, que
para ellos se hace camino cierto de unión con Dios. Quienes han recibido la
vocación al celibato apostólico, encuentran en la entrega total al Señor y a
los demás por Dios, indiviso corde9,
sin la mediación del amor conyugal, la gracia para vivir felices y alcanzar una
íntima y profunda amistad con Dios.
Si miramos hoy a Nuestra Señora –y en este día de la
semana, el sábado, muchos cristianos la tienen especialmente presente–, vemos
que en Ella se dan de modo sublime esas dos posibilidades que en el resto de
las mujeres se excluyen: la maternidad y la virginidad. En nuestras tierras la
llamamos muchas veces simplemente «la Virgen», la Virgen María. Y la tratamos
como Madre. Fue voluntad de Dios que su Madre sea a la vez Virgen. La
virginidad ha de ser, pues, un valor altísimo a los ojos de Dios, y encierra un
mensaje importante para los hombres de todos los tiempos: la satisfacción del
sexo no pertenece a la perfección de la persona. Las palabras de Jesús cuando
resuciten de entre los muertos, ni se casarán ni serán dadas en matrimonio indican
que «hay una condición de vida, sin matrimonio, en la que el hombre, varón y
mujer, halla a un tiempo la plenitud de la donación personal y la comunión
entre las personas, gracias a la glorificación de todo su ser en la unión
perenne con Dios. Cuando la llamada a la continencia por el reino de
los Cielos encuentra eco en el alma humana (...) no resulta difícil
percibir allí una sensibilidad especial del espíritu humano, que ya en las
condiciones terrenas parece anticipar aquello de lo que el hombre será
partícipe en la resurrección futura»10.
La virginidad y el celibato apostólico son aquí en la tierra un anticipo del
Cielo.
A la vez, la doctrina cristiana ha afirmado siempre
que «el sexo no es una realidad vergonzosa, sino una dádiva divina que se
ordena limpiamente a la vida, al amor, a la fecundidad.
»Ese es el contexto, el trasfondo, en el que se sitúa
la doctrina cristiana sobre la sexualidad. Nuestra fe no desconoce nada de lo
bello, de lo generoso, de lo genuinamente humano, que hay aquí abajo»11.
Quienes entregan a Dios por amor todo su ser, sin mediar un amor humano en el
matrimonio, no lo hacen «por un supuesto valor negativo del matrimonio, sino en
vista del valor particular que está vinculado a esta opción y que hay que
descubrir y aceptar personalmente como vocación propia. Y por esto, Cristo
dice: el que pueda entender, que entienda (Mt 19,
12)»12. El Señor ha dado a cada uno una misión aquí en la vida; su
felicidad está en cumplirla acabadamente, con sacrificio y alegría.
III. La
castidad vivida en el propio estado, en la especial vocación recibida de Dios,
es una de las mayores riquezas de la Iglesia ante el mundo; nace del amor y al
amor se ordena. Es un signo de Dios en la tierra. La continencia por el
reino de los Cielos «lleva sobre todo la impronta de la semejanza con
Cristo, que, en la obra de la redención, hizo Él mismo esta opción por
el reino de los Cielos»13.
Los Apóstoles, apartándose de la tradición de la Antigua Alianza donde la
fecundidad procreadora era considerada como una bendición, siguieron el ejemplo
de Cristo, convencidos de que así le seguían más de cerca y se disponían mejor
para llevar a cabo la misión apostólica recibida. Poco a poco fueron
comprendiendo –nos recuerda Juan Pablo II– cómo de esa continencia se origina
una particular «fecundidad espiritual y sobrenatural del hombre que proviene
del Espíritu Santo»14.
Quizá en el momento actual a muchos les puede resultar
incomprensible la castidad, y mucho más el celibato apostólico y la virginidad
vividas en medio del mundo. También los primeros cristianos tuvieron que
enfrentarse a un ambiente hostil a esta virtud. Por eso, parte importante del
apostolado que hemos de llevar a cabo es el de valorar la castidad y el cortejo
de virtudes que la acompañan: hacerla atractiva con un comportamiento ejemplar,
y dar la doctrina de siempre de la Iglesia sobre esta materia que abre las
puertas a la amistad con Dios. Hemos de cuidar, por ejemplo, los detalles de
pudor y de modestia en el vestir, en el aseo, en el deporte; la negativa
tajante a participar en conversaciones que desdicen de un cristiano; el rechazo
de espectáculos inmorales...; y sobre todo hemos de dar el ejemplo alegre de la
propia vida. Con nuestra conversación hemos de poner de manifiesto,
descaradamente cuando sea necesario, la belleza de esta virtud y los
innumerables frutos que de ella se derivan: la mayor capacidad de amar, la
generosidad, la alegría, la finura de alma... Hemos de proclamar a los cuatro
vientos que esta virtud es posible siempre si se ponen los medios que Nuestra
Madre la Iglesia ha recomendado durante siglos: el recogimiento de los
sentidos, la prudencia atenta para evitar las ocasiones, la guarda del pudor,
la moderación en las diversiones, la templanza, el recurso frecuente a la
oración, a los sacramentos y a la penitencia, la recepción frecuente de la
Sagrada Eucaristía, la sinceridad... y, sobre todo, un gran amor a la Virgen
Santísima15. Nunca seremos tentados por encima de nuestras fuerzas16.
Al terminar nuestra oración acudimos a Santa
María, Mater pulchrae dilectionis, Madre del amor hermoso, que nos
ayudará siempre a sacar un amor más firme aun de las mayores tentaciones.
1 Lc 20,
27-40. —
2 Cfr. Dt 25,
5 ss. —
3 Santo
Tomás, Comentario al Evangelio de San Mateo, 22, 30.
—
4 Cfr. Catecismo
Romano, III, 7, n. 6. —
5 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 841. —
6 San
Ambrosio, Tratado sobre las vírgenes, 1, 3. —
7 Cfr. San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 5. —
8 J.
M. Martínez Doral, La santidad de la vida conyugal,
en Scripta Theologica, Pamplona 1989, vol. XXI, fasc. 3, pp.
880-881. —
9 Cfr. 1
Cor 7, 33. —
10 Juan
Pablo II, Audiencia general 10-II-1982. —
11 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 24. —
12 Juan
Pablo II, loc. cit. —
13 ídem, Audiencia
general 24-III-1982. —
14 Ibídem.
—
15 Cfr. S.
C. para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas
cuestiones de ética sexual, 29-XII-1975, 12. —
16 Cfr. 1
Cor, 10, 13.
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