ANDRÉS TORRES QUEIRUGA 14 de diciembre de 2019
La nueva Exhortación del papa Francisco,
igual que vienen haciendo todos sus escritos, lo retrata de cuerpo entero. No
sólo en el estilo, ya inconfundible, sino también en el mensaje acerca de temas
muy decisivos. Lo hace con espíritu evangélico, más humilde pero también más
hondo y, sobre todo, más cristiano, que las discusiones teórico-sistemáticas.
Una visión global
La mirada se extiende sobre el mundo y sus
grandes problemas, sin quedar fascinada por los problemas inmediatos. No
los rehúye, pero los trata a su tiempo y con la debida perspectiva. De ahí la
extensión, desacostumbrada en este tipo de escritos oficiales.
Hablando del amor y sus diferentes realizaciones
humanas, busca ofrecer su significado profundo, insistiendo en su
función englobante y estructurante de la convivencia humana. Quedar preso en la
inmediatez de las urgencias inmediatas, llevaría a desfigurar la proporción y a
perderse en el barullo mediático, en el juego de las disquisiciones abstractas
o, lo que es peor, de los purismos burocráticos. Las soluciones acabarían
entonces lejos de la vida e incapaces de seguir el ritmo de lo real y el
sentido de la historia.
No es casual que este papa, pegado a la vida, haya
mostrado tanto interés por la «jerarquía de las verdades», extendiéndola incluso, de modo expreso, al mundo de
la moral. Sólo desde el centro puede organizarse todo, sin que la teoría
confunda las distancias o trabuque las proporciones. Y el centro, lo repite con
la paciencia incansable del quien vive apasionadamente lo fundamental, es el
amor de Dios, su ternura siempre inclinada sobre la orilla del sufrimiento y su
misericordia más grande que todas las culpas humana.
El papa no ignora que estas son muchas y que
demasiadas veces son crueles y terribles hasta lo insoportable. Por eso las
mira de frente y va al encuentro de las víctimas, para hacer visible el horror
y clamar por el remedio. Pero no renuncia a la esperanza, porque
cree y anuncia que el amor de Dios es tenaz y paciente, más grande, a pesar de
todo, que las estrecheces, las maldades y las iniquidades humanas.
El papa de Roma es hoy el centinela más alerta e
incansable sobre los problemas del mundo. Pero
también, para quienes no quieren vivir con los ojos cerrados y el corazón seco,
el faro más brillante y la orientación más auténtica en la urgencia del
consuelo y el largo camino de las soluciones, nunca acabadas.
El amor como criterio definitivo
El amor de Dios es centro y fundamento de su llamada. Desde su llegada no insiste en otro criterio. El
único capaz de conseguir que ante los problemas humanos nuestros juicios y
nuestras valoraciones, nuestras querencias y nuestras exclusiones permanezcan
en la órbita evangélica. Desde ella, sus palabras son alarma moral, que puede
incluso vestirse con tonos de enérgica dureza profética: «Es mezquino detenerse
sólo a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley o norma
general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena fidelidad a
Dios en la existencia concreta de un ser humano» (n. 304).
Y, cuando la llamada roza la discusión teórica, ante
los principios abstractos y los sufrimientos reales, no duda en apostar por las
razones más fieles a la vida: «santo Tomás llega a decir que ‘si no hay más que
uno solo de los dos conocimientos, es preferible que este sea el conocimiento
de la realidad particular que se acerca más al obrar'» (nota 348). ¿Probabilismo
«jesuítico», como alguno le ha achacado? No: pura magnanimidad evangélica.
Permítaseme manifestar el gozo personal de ver que un
principio querido e insistentemente repetido desde hace años encuentra garantía
y confirmación en la doctrina del papa. Cabe formularlo así: si Dios es
amor o, en mejor traducción, si «consiste en estar amando» (1Jn 4.8.16),
resulta teológicamente obvio que toda doctrina o explicación que confirme y
aclare ese amor, es por eso mismo verdadera. Como es falsa toda teoría que
lo oscurezca o lleve a su negación. Quien no comprenda este principio, no
entenderá nunca las tomas de postura de este papa que ha llegado, con el
Evangelio bajo el brazo, del contacto con el sufrimiento de los pobres y la
exclusión de los descartados.
En concreto, no entenderá su respuesta a los problemas
concretos que de algún modo han motivado la salida de esta Exhortación. Un
texto que pide ser interpretado teniendo el cuenta el duro, a veces seguramente
muy doloroso, realismo de un pastor, cuyas palabras y decisiones no siempre
pueden extenderse hasta donde él personalmente desearía. En esta
tensión radica una clave indispensable para comprender su mensaje… e interpretar
muchas reacciones.
Respeto democrático y corazón evangélico
Nunca en la historia del papado se había proclamado
con tan unívoca energía el valor del «sentir de los fieles» (sensus fidelium) ni ejercido con tan clara consecuencia el
derecho a ser consultados de manera expresa. El último sínodo en torno a los
problemas del amor y la familia, con todas las limitaciones de los inicios, ha
sido en ese sentido un comienzo histórico. Ni en los sínodos anteriores ni, en
general, en las grandes reuniones eclesiales se había podido observar una
presencia tan inclusiva ni, mucho menos, discusiones tan libres y, a veces,
disensos tan disonantes.
Por principio, el derecho oficial de la
Iglesia, el Derecho Canónico, no admite asambleas deliberativas, y lo acordado
queda siempre al arbitrio definitivo de la autoridad que en cada caso
corresponda. De hecho, ese principio ha echado bastantes jarros de agua fría
sobre las esperanzas que, tras el Concilio, había suscitado la convocatoria de
sínodos universales. Al final, las conclusiones que en la redacción final
llegaban al público eran las que redactaba y decidía el papa, no siempre muy
coincidentes con lo deliberado en la asamblea. El principio es claramente
anacrónico y, a gritos de fidelidad evangélica, pide ser actualizado: «entre
vosotros no ha de ser así» (*).
El papa Francisco, de acuerdo con en el actual
«derecho», estaría capacitado para continuar con el mismo estilo. Si de la
abundancia del corazón habla la boca, caben pocas dudas de que el suyo le pedía
usar su autoridad jurídica para ir más allá de los acuerdos finales de la
asamblea. Pero se lo impedía el otro principio, no formalmente jurídico pero
profundamente evangélico, el del respeto al sensus fidelium. Dicho un poco
brutalmente: no podía convocar una asamblea, para después, yendo más
allá de lo acordado, imponer por decreto las propias conclusiones. Sin
embargo, como pastor responsable, tampoco quería ni podía renunciar del todo al
que cree su deber de proclamar la evidente llamada evangélica de comprenderlo
todo a la luz del amor compasivo de Dios.
Sin ponerse dramáticos, cabe adivinar un conflicto
íntimo entre el respeto al espíritu democrático -«sinodal», si así se prefiere
llamarlo- y la generosidad evangélica atenta al corazón. Cuando se lee así,
impresionan la finísima sabiduría pastoral y el hondo acierto teológico de la
Amoris laetitia. Creo realmente que no existe clave mejor para comprenderla en
su verdadero sentido y calibrar el alcance eclesial de su mensaje.
Se nota en dos afanes claros. El primero, la decisión
de ser fiel a la sinodalidad eclesial, que, en primer lugar y como
es lógico, se manifiesta en la continua referencia a las conferencias
episcopales. Pero que se extiende sin límite a los demás miembros de la
Iglesia: a los teólogos, a los fieles en general, a los pensadores e incluso a
los poetas, como la sorprendente cita de Benedetti, pronto acompañado por otra
de san Juan de la Cruz.
¿Alguien se ha fijado en que, cuando se dirige a los
fieles que están viviendo situaciones complejas, los invita a que «se acerquen
con confianza a conversar con sus pastores o con laicos que viven entregados al
Señor» (n. 312; subrayado mío). A eso se une la cuidadosa comunión con
la doctrina de sus predecesores, donde, pasando en silencia aspectos
superados por el paso eclesial y teológico del tiempo, sabe aprovechar aquellos
que señalan la continuidad auténticamente evangélica (léanse, por ejemplo, a
esta luz sus referencias a la Humanae vitae: n. 68 y 82).
El segundo afán constituye la nota de fondo que
vivifica el tono y marca, sin forzarla jurídicamente, la apertura
renovadora. No quiere una iglesia paralizada por el juridicismo,
sino abierta al espacio siempre abierto y nunca suficientemente explorado del
amor de un Dios, que «ama el gozo de sus hijos», la alegría de todo «ser
humano» (n. 147-148). Es dentro de ese amor, sin abandonarlo ni herirlo, donde
Francisco busca respuesta a los nuevos problemas.
Igual que Jesús de Nazaret, no calla ni deja de
enunciar con clara limpieza el ideal, la meta nunca irrenunciable; pero, como
Jesús, es comprensivo con los fallos y las deficiencias en la realización. No por resignación pasiva o, relativismo
acomodaticio, sino como llamada e impulso hacia delante. De ahí que no se
niegue a la exploración de nuevos caminos, incluso en temas tan delicados como
los distintos modos de convivencia antes o después del matrimonio. Y, desde
luego, sensible al dolor de tantas personas que, en las difíciles
circunstancias actuales, han visto naufragar su matrimonio, busca y promueve la
acogida cordial, la inclusión comunitaria y la participación sacramental máxima
posible.
Por eso confieso que me resulta incomprensible la
insensibilidad de aquellos, sobre todo de jerarcas o teólogos, que no
captan la honestidad del casi imposible equilibrio de su respuesta. A casi
nadie se le ha ocultado que, en la modesta discreción de la nota 351, abre el
que es su claro deseo: sin obligar a nadie, lo enuncia y lo justifica, animando
a todo el que en conciencia crea que debe seguirlo: «a los sacerdotes les
recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas sino el lugar de
la misericordia del Señor […]. Igualmente destaco que la Eucaristía ‘no es un
premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles'».
Hace falta un corazón como el de Jonás y una
autojusticia farisaica para no apreciar el profundo sentido evangélico
de la propuesta. E incluso, yendo algo más al fondo, no reconocer ahí el
respeto a la justa autonomía de los pastores y a los derechos fundamentales de
los fieles.
El asombro ante una oposición incomprensible y
escandalosa
La última observación impone, aunque sea a
contragusto, aludir el extrañísimo fenómeno de la abierta oposición
frente a la actitud pastoral de nuestro papa, justamente por aquellos que
deberían ser los primeros en secundarla y apoyarla.
Imposible encontrar algo semejante en la historia de
los pontificados recientes. Quizás por eso
tenga, a pesar de todo, la ventaja de ser el síntoma que pone al descubierto
una grave deformación que se había ido introduciendo en ella. Me refiero al
espíritu que cabe calificar de dogmatismo autoritario, allí donde debería
reinar el libre pluralismo de un diálogo fraterno.
Sin entrar en detalles, ese dogmatismo puede
definirse como la confusión entre la fe y la teología. Surge cuando la
autoridad pastoral cuyo rol específico es el de fomentar los valores
evangélicos y su concreción en pautas de vida cristiana, eleva su teología, a
norma teológico-científica de la fe. Apoyada en esa identificación, que cree
intangible y evidente, acude a la imposición por la vía del poder, sin dejar
libre el espacio al diálogo de las razones y al legítimo pluralismo en del
servicio teológico; servicio llamado tradicionalmente «magisterio de la cátedra
magistral», al lado del «magisterio de la cátedra pastoral». Los numerosos
conflictos y las no escasas condenas que han afligido el ambiente eclesial en
los últimos tiempos son una prueba bien dura de esa situación.
Lo sorprendente es que ahora algunos de los que se
habían sentido muy a gusto en ese clima, se oponen ahora a la nueva actitud y
hasta la acusan de falta de democracia.
Usando la autoridad como argumento, de forma muchas
veces implacable en los procedimientos y sin dialogar acerca de las razones en
el contenido, habían aprobado o procedido a juicios muy sumarios y a duras
exclusiones. La fidelidad al papa solía ser el argumento definitivo y
sin apelación. Pero de repente, justo cuando aparece un papa con talante
democrático, centrado en su papel pastoral, entregado en cuerpo y alma a la
promoción de los valores evangélicos y respetuoso con el rol y la libertad del
carisma teológico, hablan de autoritarismo y, en flagrante contradicción con el
que hasta ayer era su grande y definitivo argumento, se rebelan contra la
autoridad del papa.
Y para que no quede duda sobre su fondo dogmático, no
tienen reparo en proclamarse -incluso sin rubor ante su propia
contradicción- defensores de la fe contra los errores papales. Lo
hacen además desde una teología que, creyéndose la única legítima, se muestra,
en general, de un escolasticismo abstracto, una hermenéutica más bien pobre y
una clara falta de sentido histórico.
Pueden sonar duras estas palabras. Pero quieren ante
todo llamar la atención sobre el problema objetivo; y están dictadas por la
creo obligada y justa defensa de una Exhortación nacida de la generosidad
evangélica y movida por la urgencia de anunciar el amor fiel e incansable del
Dios de Jesús. Oscurecer este anuncio con acusaciones veladas y
rebeliones más o menos abiertas no es bueno para la Iglesia y, más
allá de ella, puede hacer un tremendo daño para el mundo. Sobre todo, para el
mundo de los humillados y ofendidos, en una humanidad muy necesitada de
esperanza.
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