Francisco Fernández-Carvajal 10 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— Jesús, modelo de
mansedumbre que hemos de imitar.
— La mansedumbre se
apoya en una gran fortaleza de espíritu.
— Frutos de la
mansedumbre. Su necesidad para la convivencia y el apostolado.
I. El texto del
profeta Isaías en la Primera lectura de la Misa1,
como el Salmo responsorial2,
nos invitan a contemplar la grandeza de Dios, frente a esa debilidad nuestra
que conocemos por la experiencia de repetidas caídas. Y nos dicen que el
Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en misericordia3,
y quienes esperan en Él renuevan sus fuerzas, les nacen alas como de
águila, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse4.
El Mesías trae a la humanidad un yugo y una carga,
pero ese yugo es llevadero porque es liberador y la carga no es pesada, porque
Él lleva la parte más dura. Nunca nos agobia el Señor con sus preceptos y
mandatos; al contrario, ellos nos hacen más libres y nos facilitan siempre la
existencia. Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os
aliviaré, nos dice Jesús en el Evangelio de la Misa. Tomad mi yugo
sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y
encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga
ligera5. Se propone a Sí mismo el Señor como modelo de mansedumbre y
de humildad, virtudes y actitudes del corazón que irán siempre juntas.
Se dirige Jesús a aquellas gentes que le siguen, maltratadas
y abatidas como ovejas sin pastor6,
y se gana su confianza con la mansedumbre de su corazón, siempre acogedor y comprensivo.
La liturgia de Adviento nos propone a Cristo manso
y humilde para que vayamos a Él con sencillez, y también para que
procuremos imitarle como preparación de la Navidad. Solo así podremos
comprender los sucesos de Belén; solo así podremos hacer que quienes caminan
junto a nosotros nos acompañen hasta el Niño Dios.
A un corazón manso y humilde, como el de Cristo, se
abren las almas de par en par. Allí, en su Corazón amabilísimo, encontraban
refugio y descanso las multitudes; y también ahora se sienten fuertemente
atraídas por Él, y en Él hallan la paz. El Señor nos ha dicho que aprendamos de
Él. La fecundidad de todo apostolado estará siempre muy relacionada con esta
virtud de la mansedumbre.
Si observamos de cerca a Jesús, le vemos paciente con
los defectos de sus discípulos, y no tendrá inconveniente en repetir una y otra
vez las mismas enseñanzas, explicándolas detalladamente, para que sus íntimos,
lentos y distraídos, conozcan la doctrina de la salvación. No se impacienta con
sus tosquedades y faltas de correspondencia. Verdaderamente, Jesús, «que es
Maestro y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo e invitó
pacientemente a sus discípulos»7.
Imitar a Jesús en su mansedumbre es la medicina para
nuestros enfados, impaciencias y faltas de cordialidad y de comprensión. Ese
espíritu sereno y acogedor nacerá y crecerá en nosotros en la medida en que
tengamos más presencia de Dios y consideremos con más frecuencia la vida de
Nuestro Señor. «Ojalá fuera tal tu compostura y tu conversación, que todos
pudieran decir al verte o al oírte hablar: este lee la vida de Jesucristo»8.
Especialmente la contemplación de Jesús nos ayudará a no ser altivos y a no
impacientarnos ante las contrariedades.
No cometamos el error de pensar que ese «mal carácter»
nuestro, manifestado en ocasiones y circunstancias bien determinadas, depende
de la forma de ser de quienes nos rodean. «La paz de nuestro espíritu no
depende del buen carácter y benevolencia de los demás. Ese carácter bueno y esa
benignidad de nuestros prójimos no están sometidos en modo alguno a nuestro
poder y a nuestro arbitrio. Esto sería absurdo. La tranquilidad de nuestro
corazón depende de nosotros mismos. El evitar los efectos ridículos de la ira
debe estar en nosotros, y no supeditarlo a la manera de ser de los demás. El
poder de superar nuestro mal carácter no ha de depender de la perfección ajena,
sino de nuestra virtud»9.
La mansedumbre se ha de poner especialmente de
manifiesto en aquellas circunstancias en las que la convivencia puede resultar
más dificultosa.
II. La mansedumbre
no es propia de los blandos ni de los amorfos; está apoyada, por el contrario,
sobre una gran fortaleza de espíritu. El mismo ejercicio de esta virtud implica
continuos actos de fortaleza. Así como los pobres son los verdaderamente ricos
según el Evangelio, los mansos son los verdaderos fuertes. «Bienaventurados los
mansos porque ellos, en la guerra de este mundo, están amparados contra el
demonio y contra los golpes de las persecuciones del mundo. Son como vasos de
vidrio recubiertos de paja o heno, que no se quiebran al recibir los golpes. La
mansedumbre es como un escudo muy fuerte contra el que se estrellan y rompen
los golpes de las agudas saetas de la ira. Van vestidos con vestidura de
algodón muy suave que los defiende sin molestar a nadie»10.
La materia propia de esta virtud es la pasión de la
ira, en sus muchas manifestaciones, a la que modera y rectifica de tal forma
que no se enciende sino cuando sea necesario y en la medida en que lo sea.
Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Ante la majestad de Dios, que se ha hecho Niño en
Belén, todo lo nuestro adquiere sus justas proporciones, y lo que podría
convertirse en una gran contrariedad se queda en su exacta medida; la
contemplación del nacimiento de Jesús nos sirve para avivar nuestra oración,
extremar la caridad y no perder la paz. Junto a Él aprendemos a ser justos al
valorar, en su presencia, los diversos incidentes de la vida ordinaria, a
callar en otras ocasiones, a sonreír, a tratar bien a los demás, a esperar el
momento oportuno para corregir una falta. También a salir en defensa de la
verdad y de los intereses de Dios y de nuestros hermanos con toda la fuerza que
sea necesaria. Porque a la mansedumbre, íntimamente relacionada con la
humildad, no se opone una cólera santa ante la injusticia. No es mansedumbre lo
que sirve de pabellón a la cobardía.
La ira es justa y santa cuando se guardan los derechos
de los demás; de modo especial, la soberanía y la santidad de Dios. Vemos a
Jesús santamente airado frente a los fariseos y los mercaderes del Templo11.
Encuentra el Señor el Templo convertido en una cueva de ladrones, en un lugar
falto de respeto, dedicado a otras cosas que nada tenían que ver con la
adoración a Dios. El Señor se enfada terriblemente, y lo demuestra con sus
palabras y sus hechos. Pocas escenas nos han dejado los Evangelistas con tanta
fuerza como esta.
Y junto a la santa ira de Jesús con quienes
prostituyen aquel santo lugar, su gran misericordia con los necesitados. Al
mismo tiempo se acercaron a Él, en el Templo, varios ciegos y cojos, y los curó12.
III. La
mansedumbre se opone a las estériles manifestaciones de violencia, que en el
fondo son signos de debilidad (impaciencias, irritación, mal humor, odio,
etcétera), a los desgastes inútiles de fuerzas por enfados que no tienen razón
de ser, ni por su origen –muchas veces estriba este en pequeñeces, que podían
haber pasado con una sonrisa o un silencio–, ni por sus resultados, porque nada
arreglan.
De la falta de esta virtud provienen las explosiones
de mal humor entre los esposos, que van corroyendo poco a poco el verdadero
amor; se origina también la irascibilidad y sus funestas consecuencias en la
educación de los hijos; la falta de paz en la oración, porque en vez de hablar
con Dios se rumian agravios; en la conversación, la cólera debilita enseguida
los argumentos más sólidos. El dominio de sí mismo –que forma parte de la
verdadera mansedumbre– es el arma de los fuertes; nos contiene de hablar
demasiado pronto, de decir palabras que hieren y que luego nos hubiera gustado
no haber pronunciado nunca. La mansedumbre sabe esperar el momento oportuno y
matiza los juicios, con lo que adquieren toda su fuerza.
La falta habitual de mansedumbre es fruto de la
soberbia, y solo produce soledad y esterilidad a su alrededor. «Tu mal
carácter, tus exabruptos, tus modales poco amables, tus actitudes carentes de
afabilidad, tu rigidez (¡tan poco cristiana!), son la causa de que te
encuentres solo, en la soledad del egoísta, del amargado, del eterno
descontento, del resentido, y son también la causa de que a tu alrededor, en
vez de amor, haya indiferencia, frialdad, resentimiento y desconfianza.
»Es necesario que con tu buen carácter, con tu
comprensión y tu afabilidad, con la mansedumbre de Cristo amalgamada a tu vida,
seas feliz y hagas felices a todos los que te rodean, a todos los que te
encuentren en el camino de la vida»13.
Los mansos poseerán la tierra. Primero se poseerán a sí mismos, porque no serán
esclavos de sus impaciencias y de su mal carácter; poseerán a Dios, porque su
alma se halla siempre dispuesta para la oración, en un clima de continua
presencia de Dios; poseerán a los que les rodean, porque un corazón así es el
que gana amistad y cariño, imprescindibles en la convivencia diaria y en todo
apostolado. A nuestro paso por el mundo hemos de dejar el buen aroma de
Cristo14: nuestra sonrisa habitual, una calma serena, buen humor y
alegría, caridad y comprensión.
Examinemos nuestra disposición al sacrificio necesario
para hacer agradable la vida de los demás; si somos capaces de ceder el juicio
propio, sin pretender tener siempre razón; si sabemos reprimir el genio y pasar
por alto los roces de toda convivencia. Este tiempo de Adviento es buena
ocasión para reforzar esta actitud del corazón. Lo conseguiremos si tratamos
con más frecuencia a Jesús, a María y a José; si luchamos cada día por ser más
comprensivos con quienes nos rodean; si procuramos sin descanso limar nuestras
propias asperezas; si sabemos acudir al Sagrario para tratar con el Señor los
asuntos que más nos preocupan.
1 Cfr. Is 40,
25-31. —
2 Sal 102,
1-2. 8. 10. —
3 Sal 102,
8. —
4 Is 40-31.
—
5 Mt 11,
28-30. —
6 Mt 9,
36. —
7 Conc.
Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, 11. —
8 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 2. —
9 Casiano, Constituciones,
8. —
10 F.
de Osuna, Tercer abecedario espiritual, III, 4.
—
11 Cfr. Jn 2,
13-17. —
12 Mt 21,
14. —
13 S. Canals, Ascética
Meditada, pp. 72-73.—
14 Cfr. 2
Cor 2, 15.
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