Francisco Fernández-Carvajal 20 de enero de
2020
@hablarcondios
— La grandeza y
dignidad de la persona humana.
— Dignidad de la
persona en el trabajo. Principios de doctrina social de la Iglesia.
— Una sociedad justa.
I. Iba Jesús
atravesando un sembrado, y los discípulos desgranaban algunas espigas para
comerlas. Era un día de sábado; los fariseos se dirigieron al Maestro para que
les llamara la atención, pues –según su propia casuística– no era lícito
realizar aquel pequeño trabajo en sábado. Jesús salió en defensa de sus
discípulos y del propio descanso sabático, y para esto acude a la Sagrada
Escritura: ¿Nunca habéis leído lo que hizo David cuando se vio
necesitado, y tuvo hambre él y los que estaban con él? ¿Cómo entró en la Casa
de Dios en tiempos de Abiatar, Sumo Sacerdote, y comió los panes de la
proposición, que no es lícito comer más que a los sacerdotes, y los dio también
a los que estaban con él? Y les decía: El sábado fue hecho para el hombre, y no
el hombre para el sábado. Y a continuación les da todavía una razón más
alta: el Hijo del Hombre es señor hasta del sábado1. Todo está ordenado en función de Cristo y de la persona;
también el descanso del sábado.
Los panes de la proposición eran doce panes que se
colocaban cada semana en la mesa del santuario, como homenaje de las doce
tribus de Israel2; los que se retiraban del altar quedaban reservados para los
sacerdotes que atendían el culto.
La conducta de David anticipó la doctrina que Cristo
enseña en este pasaje. Ya en el Antiguo Testamento, Dios había establecido un
orden en los preceptos de la Ley de modo que los de menor rango ceden ante los
principales. Así se explica que un precepto ceremonial, como era este de los
panes, cediese ante un precepto de ley natural3. El precepto del sábado tampoco estaba por encima de las
necesidades elementales de subsistencia.
El Concilio Vaticano II se inspira en este pasaje para
subrayar el valor de la persona por encima del desarrollo económico y social4. Después de Dios, el hombre es lo primero; si no fuera así
sería un verdadero desorden, como vemos desgraciadamente que ocurre con
frecuencia.
La Humanidad Santísima de Cristo arroja una luz que
ilumina nuestro ser y nuestra vida, pues solo en Cristo conocemos
verdaderamente el valor inconmensurable de un hombre. «Cuando os preguntéis por
el misterio de vosotros mismos –decía Juan Pablo II a numerosos jóvenes–, mirad
a Cristo, que es quien da sentido a la vida»5. Solo Él; ningún otro puede dar sentido a la existencia, y por
eso no cabe definir al hombre a partir de las realidades inferiores creadas, y
menos por su producción laboral, por el resultado material de su esfuerzo. La
grandeza de la persona humana se deriva de la realidad espiritual del alma, de
la filiación divina, de su destino eterno, recibido de Dios. Y esto la sitúa
por encima de toda la naturaleza creada. La dignidad, y el respeto inmenso que
merece, le es otorgada en el momento de su concepción, y fundamenta el derecho
a la inviolabilidad de la vida y la veneración a la maternidad.
El título que, en último término, funda la dignidad
humana está en ser la única realidad de la creación visible a la que Dios ha
amado en sí misma, creándola a su imagen y semejanza y elevándola al orden de la
gracia. Pero además, el hombre adquirió un valor nuevo después que el Hijo de
Dios, mediante su Encarnación, asumiera nuestra naturaleza y diera su vida por
todos los hombres: propter nos homines et propter nostram salutem
descendit de coelis. Et incarnatus est. Por eso, nos interesan todas las
almas que nos rodean: no hay ninguna que quede fuera del Amor de Cristo,
ninguna que alejemos de nuestro respeto y consideración. Miremos a nuestro
alrededor, a las personas que diariamente vemos y saludamos, y veamos en la
presencia del Señor si de hecho es así, si manifestamos a los demás ese aprecio
y veneración.
II. La dignidad de
la criatura humana –imagen de Dios– es el criterio adecuado para juzgar los
verdaderos progresos de la sociedad, del trabajo, de la ciencia..., y no al
revés6. Y la dignidad del hombre se expresa en todo su quehacer
personal y social; de modo particular, en el campo del trabajo, donde se realiza
y cumple a la vez el mandato de su Creador, que lo sacó de la nada y lo puso en
una tierra sin pecado ut operaretur, para que trabajara7 y así le diera gloria. Por eso, la Iglesia defiende la
dignidad de la persona que trabaja, y a la que se falta cuando se la estima
solo en lo que produce, cuando se considera el trabajo como mera mercancía,
valorando más «la obra que el obrero», «el objeto más que el sujeto que la
realiza»8 –dice de modo expresivo Juan Pablo II–, cuando se le
utiliza como elemento para la ganancia, estimándolo solo en lo que produce.
No se trata de una cuestión de formas externas, de
trato, pues incluso con unos modos humanos cordiales puede atentarse contra la
dignidad de los demás, si se les subordina a fines meramente utilitarios, como
mecanismo, por ejemplo, para elevar la productividad o mantener la paz en la
empresa: hemos de venerar en todo hombre la imagen de Dios.
Lejos estaríamos de una visión cristiana si en algo
mantuviéramos una visión chata, pegada a la tierra: los indicadores más fieles
de la justicia en las relaciones sociales no son el volumen de la riqueza
creada ni su distribución..., es necesario examinar «si las estructuras, el
funcionamiento, los ambientes de un sistema económico, son tales que
comprometen la dignidad humana de cuantos en él despliegan su propia actividad...»9. Hemos de tener presente que el criterio supremo en el uso de
los bienes materiales debe ser «el de facilitar y promover el perfeccionamiento
espiritual de los seres humanos, tanto en el orden natural como en el
sobrenatural»10, comenzando, como es lógico, por aquellos que los producen.
Por eso, la íntima conexión entre trabajo y propiedad
pide, para su propia perfección, que quien lo realiza pueda considerar de
alguna forma «que está trabajando en algo propio»11.
La dignidad del trabajo viene expresada en un salario
justo, base de toda justicia social; incluso en el caso en el que se trate
de un contrato libre, pues, aunque el salario estipulado fuera conforme a la
letra de la ley, esto no legitima cualquier retribución que se acuerde. Y si
quien contrata (el director de una academia, el constructor, el patrono, el ama
de casa...) quisiera aprovecharse de una situación en la que haya excedente de
mano de obra, por ejemplo, para pagar unos salarios contrarios a la dignidad de
las personas, ofendería a esas personas y a su Creador, pues estas tienen un
derecho natural irrenunciable a los medios suficientes para el propio
mantenimiento y el de sus familias, que está por encima del derecho a la libre
contratación12. Otra «consecuencia lógica es que todos tenemos el deber de
hacer bien nuestro trabajo... No podemos rehuir nuestro deber, ni conformarnos
con trabajar medianamente»13. La pereza y el trabajo mal hecho también atentan contra la
justicia social.
III. Es
preciso tener presente que la finalidad principal del desarrollo económico «no
es un mero crecimiento de la producción, ni el lucro o el poder, sino el
servicio del hombre integral, teniendo en cuenta sus necesidades de orden
material y las exigencias de su vida intelectual, moral, espiritual y
religiosa»14. Esto no niega un campo de legítima autonomía para la ciencia
económica: la autonomía que es propia del orden temporal, que llevará a
estudiar las causas de los problemas económicos, sugerir soluciones técnicas y
políticas, etc. Pero estas soluciones se deben someter siempre a un criterio
superior, de orden moral, pues no son absolutamente independientes y autónomas;
y no se ha de confiar en acciones puramente técnicas cuando nos encontramos con
problemas que tienen su origen en un desorden moral.
Es largo el camino hasta llegar a una sociedad justa
en la que la dignidad de la persona, hija de Dios, sea plenamente reconocida y
respetada. Pero ese cometido es nuestro, de los cristianos, junto a todos los
hombres de buena voluntad. Porque «no se ama la justicia, si no se ama verla
cumplida con relación a los demás. Como tampoco es lícito encerrarse en una
religiosidad cómoda, olvidando las necesidades de los otros. El que desea ser
justo a los ojos de Dios se esfuerza también en hacer que la justicia se
realice de hecho entre los hombres»15. Debemos vivir, con todas sus consecuencias y en los campos
más variados, el respeto a toda persona: defendiendo la vida ya concebida, porque
allí hay un hijo de Dios con un derecho a vivir que Él le ha dado y que nadie
le puede quitar; a los ancianos y más débiles, para quienes hemos de tener
entrañas de misericordia, esa misericordia que el mundo parece perder. Como
empleados u obreros, siendo buenos trabajadores y expertos profesionales, o
como empresarios, conociendo muy bien la doctrina social de la Iglesia para
llevarla a la práctica.
También hemos de reconocer esa dignidad de la persona
en las relaciones normales de la vida: considerando a quienes tratamos –por
encima de sus posibles defectos– como hijos de Dios, evitando hasta la más
pequeña murmuración y todo aquello que pueda dañarles. «Acostúmbrate a
encomendar a cada una de las personas que tratas a su Ángel Custodio, para que le
ayude a ser buena y fiel, y alegre»16. Entonces será más fácil el trato, y las relaciones ganarán
en cordialidad, en paz y respeto mutuo.
El Hijo del Hombre es señor hasta del sábado.
Todo debemos ordenarlo en función de Cristo –Sumo Bien– y de la persona humana,
por cuya salvación Él se inmoló en el Calvario. Ningún bien terreno es superior
al hombre.
1 Mc 2,
23-28. —
2 Cfr. Lev 24,
5-9. —
3 Cfr. Sagrada
Biblia, Santos Evangelios, EUNSA, Pamplona
1983, in loc. —
4 Cfr. Conc.
Vat. II, Const Gaudium et spes, 26. —
5 Juan
Pablo II, Nueva York, En el Madison Square Garden,
3-X-1979. —
6 Cfr. ídem, Discurso 15-VI-1982,
7. —
7 Gen 2,
15. —
8 Juan
Pablo II, Discurso 24-XI-1979. —
9 Juan XXIII,
Enc. Mater et Magistra, 15-V-1961, 83. —
10 Ibídem,
246. —
11 Juan
Pablo II, Enc. Laborem exercens, 15. —
12 Cfr. Pablo VI,
Enc. Populorum progressio, 24-III-1967, 59. —
13 Juan
Pablo II, Discurso 7-XI-1982. —
14 Conc.
Vat. II, loc. cit., 64. —
15 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 52. —
16 ídem, Forja,
n. 1012.
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