Tulio Ramírez 19 de febrero de 2020
Cuando
lo extraordinario se hacia cotidiano, entonces se estaba en revolución. Si mal
no recuerdo, fue el Che Guevara el que acuñó esa frase que prendió como eslogan
publicitario en todas las mentes calenturientas de los jóvenes revolucionarios
latinoamericanos de los años sesenta y setenta. Esta aludía a las
transformaciones radicales de los usos, las costumbres, la legalidad y todo lo
que hasta antes de la revolución era considerado “normal” para los ciudadanos.
Era
la época donde el movimiento hippie latinoamericano se empalmó con el ya
triunfante castrismo y la mitología de “los cambios guiados por un inmenso
sentimiento de amor”. Fue el momento en que esa juventud rebelde de
latinoamérica que comenzó a combinar los pantalones acampanados tipo Beatles
con franelas con la imagen del Che Guevara o Angela Davis. Por esos tiempos,
convivían armoniosamente en las discotecas de Altamira con las reuniones en la
casa del Partido o la música de los Rolling Stone con la lectura de las cinco
tesis filosóficas de Mao Tse Tung.
No
lo niego, fue la época dorada de la propaganda comunista. Los Festivales de la
Juventud organizados en La Habana lograron congregar a lo más granado de lo que
más tarde serían los intelectuales de esta parte del mundo. “El Faro que
iluminaba la ruta a seguir” se convertía en referencia para todos los jóvenes
contestarías.
Era
tan efectiva y potente esa propaganda que evitaba ver la triste realidad
cubana. Inclusive, los que fueron a Cuba y estuvieron tan cerca de la pobreza,
la represión y el miedo solo veían lo que querían ver. A la pobreza la llamaban
“condición de pueblo humilde, sencillo y revolucionario”; a la mendicidad la
llamaban “pueblo que espera disciplinadamente su ración”, a la vigilancia y
espionaje a vecinos lo llamaban “pueblo organizado que resiste”. Todos estos
eufemismos no eran otra cosa que la negación de lo evidente. Todo estaba bien.
Definitivamente, la realidad son percepciones.
Esas
gríngolas que impiden dar acceso a la verdad, esquivándola o negándola, es
característico de todos los fanatismos. El
fanático no entiende razones y rechaza todo lo que pone en peligro la
estabilidad de sus recetas aprendidas.
Tiene
mucho temor a quedar desnudo ante las evidencias. Evita por todos los medios
que se destruya el endeble castillo de naipes donde están alojadas o, más bien,
apertrechadas cómodamente sus ideas y fantasías. Pasó en Cuba y pasa en
Venezuela. El discurso oficial construye una realidad solo para fanáticos. Eso
ayuda a mantenerse en el poder.
Chávez
era un artista en esto de crear fantasías para ocultar la realidad. Era capaz
de tirarse dos horas por cadena de radio y televisión para convencer a la gente
que ser rico era malo. Lo absurdo era que hacia ese Aló Presidente desde la
multimillonaria finca de su familia. Familia, por cierto, con un abolengo de
pobreza de décadas convertida de la noche a la mañana en una monarquía recién
vestida que se adueñó de media Barinas. Esto lo constataba todo el mundo, menos
sus seguidores.
Hoy
la tradición continúa. El discurso que de manera reiterada se vende a los
venezolanos sobre la supuesta reanimación de la economía, ha sido comprado en
su totalidad por los sectores más recalcitrantemente fanáticos de la tolda
rojita. Esto nos recuerda a aquel personaje de la Radio Rochela llamado “El
Come Nabos”. Este era un flaco, raquítico y desgarbado con cara de hambre que
decía a sus amigos, con la mirada perdida, voz apagada y soltando el gallo a
mitad de conversación, “yo me siento bien, yo me siento fuerte, yo me alimento
con nabos”.
Como
el Come Nabos, algunos ingenuos con cara huesuda por el hambre acumulada y
gallos que alteran la nitidez de su voz, exclaman “yo me siento contento, yo
estoy feliz, la economía se reactivó”. Lo peor es que lo dicen sin haber tenido
la más mínima posibilidad de entrar a un bodegón a comprar la tan ansiada
Nutella, signo de prosperidad para los economistas del gobierno.
Tulio
Ramírez
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