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jueves, 20 de febrero de 2020

¡Los Come Nabos!, por @tulioramirezc




Tulio Ramírez 19 de febrero de 2020

Cuando lo extraordinario se hacia cotidiano, entonces se estaba en revolución. Si mal no recuerdo, fue el Che Guevara el que acuñó esa frase que prendió como eslogan publicitario en todas las mentes calenturientas de los jóvenes revolucionarios latinoamericanos de los años sesenta y setenta. Esta aludía a las transformaciones radicales de los usos, las costumbres, la legalidad y todo lo que hasta antes de la revolución era considerado “normal” para los ciudadanos.

Era la época donde el movimiento hippie latinoamericano se empalmó con el ya triunfante castrismo y la mitología de “los cambios guiados por un inmenso sentimiento de amor”. Fue el momento en que esa juventud rebelde de latinoamérica que comenzó a combinar los pantalones acampanados tipo Beatles con franelas con la imagen del Che Guevara o Angela Davis. Por esos tiempos, convivían armoniosamente en las discotecas de Altamira con las reuniones en la casa del Partido o la música de los Rolling Stone con la lectura de las cinco tesis filosóficas de Mao Tse Tung.

No lo niego, fue la época dorada de la propaganda comunista. Los Festivales de la Juventud organizados en La Habana lograron congregar a lo más granado de lo que más tarde serían los intelectuales de esta parte del mundo. “El Faro que iluminaba la ruta a seguir” se convertía en referencia para todos los jóvenes contestarías.

Era tan efectiva y potente esa propaganda que evitaba ver la triste realidad cubana. Inclusive, los que fueron a Cuba y estuvieron tan cerca de la pobreza, la represión y el miedo solo veían lo que querían ver. A la pobreza la llamaban “condición de pueblo humilde, sencillo y revolucionario”; a la mendicidad la llamaban “pueblo que espera disciplinadamente su ración”, a la vigilancia y espionaje a vecinos lo llamaban “pueblo organizado que resiste”. Todos estos eufemismos no eran otra cosa que la negación de lo evidente. Todo estaba bien. Definitivamente, la realidad son percepciones.

Esas gríngolas que impiden dar acceso a la verdad, esquivándola o negándola, es característico de todos los fanatismos. El  fanático no entiende razones y rechaza todo lo que pone en peligro la estabilidad de sus recetas aprendidas.

Tiene mucho temor a quedar desnudo ante las evidencias. Evita por todos los medios que se destruya el endeble castillo de naipes donde están alojadas o, más bien, apertrechadas cómodamente sus ideas y fantasías. Pasó en Cuba y pasa en Venezuela. El discurso oficial construye una realidad solo para fanáticos. Eso ayuda a mantenerse en el poder.

Chávez era un artista en esto de crear fantasías para ocultar la realidad. Era capaz de tirarse dos horas por cadena de radio y televisión para convencer a la gente que ser rico era malo. Lo absurdo era que hacia ese Aló Presidente desde la multimillonaria finca de su familia. Familia, por cierto, con un abolengo de pobreza de décadas convertida de la noche a la mañana en una monarquía recién vestida que se adueñó de media Barinas. Esto lo constataba todo el mundo, menos sus seguidores.

Hoy la tradición continúa. El discurso que de manera reiterada se vende a los venezolanos sobre la supuesta reanimación de la economía, ha sido comprado en su totalidad por los sectores más recalcitrantemente fanáticos de la tolda rojita. Esto nos recuerda a aquel personaje de la Radio Rochela llamado “El Come Nabos”. Este era un flaco, raquítico y desgarbado con cara de hambre que decía a sus amigos, con la mirada perdida, voz apagada y soltando el gallo a mitad de conversación, “yo me siento bien, yo me siento fuerte, yo me alimento con nabos”.

Como el Come Nabos, algunos ingenuos con cara huesuda por el hambre acumulada y gallos que alteran la nitidez de su voz, exclaman “yo me siento contento, yo estoy feliz, la economía se reactivó”. Lo peor es que lo dicen sin haber tenido la más mínima posibilidad de entrar a un bodegón a comprar la tan ansiada Nutella, signo de prosperidad para los economistas del gobierno.

Tulio Ramírez

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