Francisco Fernández-Carvajal 27 de febrero de
2020
@hablarcondios
— El ayuno y otras
muestras de penitencia en la predicación de Jesús y en la vida de la Iglesia.
— Contemplar la
Humanidad Santísima del Señor en el Vía Crucis. Afán redentor.
— La fuente de las
mortificaciones pequeñas que nos pide el Señor está en la tarea cotidiana.
Ejemplos. Las mortificaciones pasivas. Importancia del espíritu de
penitencia en la mortificación de la imaginación, de la inteligencia y
de los recuerdos.
I. Narra el
Evangelio de la Misa1 que los discípulos de Juan el Bautista le preguntaron a
Jesús: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus
discípulos no ayunan?
El ayuno era, entonces y siempre, una muestra más del
espíritu de penitencia que Dios pide al hombre. «En el Antiguo Testamento se
descubre, cada vez con una riqueza mayor, el sentido religioso de la
penitencia, como un acto religioso, personal, que tiene como término el amor y
el abandono en Dios»2. Acompañado de oración, sirve para manifestar la humildad
delante de Dios3: el que ayuna se vuelve hacia el Señor en una actitud de
dependencia y de abandono totales. En la Sagrada Escritura vemos ayunar y
realizar otras obras de penitencia antes de emprender un quehacer difícil4, para implorar el perdón de una culpa5, obtener el cese de una calamidad6, conseguir la gracia necesaria en el cumplimiento de una
misión7, prepararse al encuentro con Dios8, etc.
Juan el Bautista, conocedor de los frutos del ayuno,
enseñó a sus discípulos la importancia y la necesidad de esta práctica de
penitencia. En esto coincidía con los fariseos piadosos y amantes de la Ley, a
quienes les sorprende que Jesús no lo haya inculcado a los Apóstoles. Pero el
Señor sale en defensa de los suyos: ¿Acaso los amigos del esposo pueden
andar afligidos mientras el esposo está con ellos?9. El esposo, según los Profetas, es el mismo Dios
que manifiesta su amor a los hombres10.
Cristo declara aquí, una vez más, su divinidad y llama
a sus discípulos los amigos del esposo, sus amigos. Están con Él y no necesitan
ayunar. Sin embargo, cuando les sea arrebatado el esposo, entonces
ayunarán. Cuando Jesús no esté visiblemente presente, será necesaria la
mortificación para verle con los ojos del alma.
Todo el sentido penitencial del Antiguo Testamento «no
era más que sombra de lo que había de venir. La penitencia –exigencia de la
vida interior confirmada por la experiencia religiosa de la humanidad y objeto
de un precepto especial de la revelación divina– adquiere en Cristo y en la
Iglesia dimensiones nuevas, infinitamente más vastas y profundas»11.
La Iglesia en los primeros tiempos conservó las
prácticas penitenciales, en el espíritu definido por Jesús. Los Hechos
de los Apóstoles mencionan celebraciones del culto acompañadas de
ayuno12. San Pablo, durante su desbordante labor apostólica, no se
contenta con padecer hambre y sed cuando las circunstancias lo exigen, sino que
añade repetidos ayunos13. Y siempre la Iglesia ha permanecido fiel a esta práctica
penitencial, determinando en cada época los días en que los fieles deben ayunar
y recomendando esta práctica piadosa, con el consejo oportuno de la dirección
espiritual.
Pero el ayuno es solo una de las formas de penitencia.
Existen otras formas de mortificación corporal que hemos de practicar, que nos facilitan
la conversión y la unión con Dios. Podemos preguntarnos hoy cómo vivimos el
sentido penitencial en toda nuestra vida, y de modo singular en este tiempo
litúrgico de Cuaresma en que nos encontramos.
II. Haced
penitencia, dice Jesús al comienzo de su vida pública, como había predicado
ya el Bautista, y como luego hicieron los Apóstoles en el comienzo de la
Iglesia. Tenemos necesidad de ella para nuestra vida de cristianos, y para
reparar por tantos pecados propios y ajenos. Sin un verdadero espíritu de
penitencia y de conversión sería imposible el trato con Jesucristo, y nos
dominaría el pecado. No debemos rehuirla por miedo, por considerarla inútil,
por falta de sentido sobrenatural. «¿Tienes miedo a la penitencia?... A la
penitencia, que te ayudará a obtener la vida eterna. —En cambio, por conservar
esta pobre vida de ahora, ¿no ves cómo los hombres se someten a las mil
torturas de una cruenta operación quirúrgica?»14. Rehuir la penitencia significaría también rehuir la santidad
y quizá, por sus consecuencias, la misma salvación.
Nuestro afán por identificarnos con Cristo nos llevará
a aceptar su invitación a padecer con Él. La Cuaresma nos prepara a contemplar
los acontecimientos de la Pasión y Muerte de Jesús. Sobre todo, los viernes de
Cuaresma, que tienen un recuerdo especial del Viernes Santo en que Cristo
consumó la Redención, podemos meditar los acontecimientos de aquel día, que han
quedado recogidos en la tradicional devoción del Vía Crucis. Por eso aconseja
San Josemaría Escrivá: «El Vía Crucis. —¡Esta sí que es devoción recia y
jugosa! Ojalá te habitúes a repasar esos catorce puntos de la Pasión y Muerte
del Señor, los viernes. —Yo te aseguro que sacarás fortaleza para toda la
semana»15.
Con esta devoción contemplaremos la Humanidad
Santísima de Cristo, que se nos revela sufriendo como hombre en su carne sin
perder la majestad de Dios. Acompañando a Jesús por la Vía Dolorosa, podremos
revivir aquellos momentos centrales de la Redención del mundo y contemplar a
Jesús condenado a muerte que carga con la Cruz (2ª estación) y emprende un
camino que también nosotros debemos seguir. Cada vez que Jesús cae al suelo por
el peso del madero, hemos de espantarnos, porque son nuestros pecados –los
pecados de todos los hombres– los que agobian a Dios; y los deseos de
conversión acudirán a nuestro corazón: «La Cruz hiende, destroza con su peso
los hombros del Señor (...). El cuerpo extenuado de Jesús se tambalea ya bajo
la Cruz enorme. De su Corazón amorosísimo llega apenas un aliento de vida a sus
miembros llagados (...). Tú y yo no podemos decir nada: ahora ya sabemos por
qué pesa tanto la Cruz de Jesús. Y lloramos nuestras miserias y también la
ingratitud tremenda del corazón humano. Del fondo del alma nace un acto de
contrición verdadera, que nos saca de la postración del pecado. Jesús ha caído
para que nosotros nos levantemos: una vez y siempre»16.
La contemplación de esos sufrimientos de Jesús, y las
mortificaciones voluntarias que hagamos deseando unirnos al afán redentor de
Cristo, aumentarán también nuestro espíritu apostólico en esta Cuaresma. Él dio
su Vida para acercar los hombres a Dios.
III. La
fuente de las mortificaciones que nos pide el Señor está casi siempre en la
tarea cotidiana. Muchas nacen con el día: levantarnos a la hora prevista,
venciendo la pereza en este primer momento; la puntualidad; el trabajo bien
acabado en los detalles; las molestias del calor o del frío; sonreír, aunque
estemos cansados o sin ganas; sobriedad en la comida y bebida; orden y cuidado
en las cosas que tenemos y usamos; rendir el propio juicio... Pero para eso es
preciso, ante todo, seguir este consejo: «Si de veras deseas ser alma penitente
–penitente y alegre–, debes defender, por encima de todo, tus tiempos diarios
de oración –de oración íntima, generosa, prolongada–, y has de procurar que
esos tiempos no sean a salto de mata, sino a hora fija, siempre que te resulte
posible. No cedas en estos detalles.
»Sé esclavo de este culto cotidiano a Dios, y te
aseguro que te sentirás constantemente alegre»17.
Además de las mortificaciones llamadas pasivas, que se
presentan sin buscarlas, las mortificaciones que nos proponemos y buscamos se
llaman activas. Entre estas, tienen especial importancia para el progreso
interior y para lograr la pureza de corazón las mortificaciones que hacen
referencia a nuestros sentidos internos: mortificación de la
imaginación, evitando el monólogo interior en el que se desborda la
fantasía, y procurando convertirlo en diálogo con Dios, presente en nuestra
alma en gracia; también, cuando tendemos a dar muchas vueltas en nuestro
interior a un suceso en el que parece que hemos quedado mal, a una pequeña
injuria (probablemente hecha sin mala intención) que, si no cortamos a tiempo,
el amor propio y la soberbia van haciendo cada vez mayor hasta quitarnos la paz
y la presencia de Dios. Mortificación de la memoria, evitando
recuerdos inútiles, que nos hacen perder el tiempo18 y quizá nos podrían acarrear otras tentaciones más
importantes. Mortificación de la inteligencia, para tenerla puesta
en aquello que es nuestro deber en ese momento19; también, en muchas ocasiones, rindiendo el juicio, para
vivir mejor la humildad y la caridad con los demás. En definitiva, se trata de
apartar de nosotros hábitos internos que veríamos mal en un hombre de Dios20, en una mujer de Dios. Decidámonos a acompañar de cerca al
Señor en estos días, contemplando su Humanidad Santísima en las escenas del Vía
Crucis: ver cómo voluntariamente recorre el camino del dolor por nosotros.
1 Mt 9,
14-15. —
2 Pablo
VI, Const. Paenitemini, 17-II-1966. —
3 Cfr. Lev 16,
29-31. —
4 Cfr. Jue 20,
26; Est 4, 16. —
5 1
Re 21, 27. —
6 Jdt 4,
9-13. —
7 Hech 13,
2. —
8 Ex 34,
28; Dan 9, 3. —
9 Mt 9,
15. —
10 Cfr. Is 54,
5. —
11 Pablo VI,
Const. Paenitemini, 17-II-1966. —
12 Cfr. Hech 13,
2 ss. —
13 Cfr. 2
Cor 6, 5; 11, 27. —
14 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 224. —
15 Ibídem,
n. 556. —
16 ídem, Vía
Crucis, III. —
17 ídem, Surco,
n. 994. —
18 Cfr. ídem, Camino,
n. 13. —
19 Cfr. Ibídem,
n. 815. —
20 Cfr. ídem, Camino,
n. 938.
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