Por Fernando Mires
Es conocido con el poco
honroso título de “el último dictador de Europa”.
Título adquirido desde
que comenzó su largo mandato siguiendo un proyecto orientado a recrear en
Bielorrusia las estructuras dictatoriales que caracterizaban a los países
comunistas hasta la caída del muro. El título correcto debería haber sido: “el
último dictador comunista de Europa”. Pero comunista ya no es. El título de
otrora lo cambió por uno más deshonroso: “El primer autócrata ultranacionalista
del siglo XX”. Alexander Lukashenko es sin duda un mutante político.
El antiguo dictador
estalinista es hoy un autócrata perteneciente a la familia de las
neo-autocracias que, bajo la hegemonía de Vladimir Putin, funge en
representación de un sistema político cada vez más extendido.
Las características
principales del nuevo sistema (en verdad antiguo, si nos atenemos al largo
periodo franquista español) son la concentración de los tres poderes en una
persona, la supresión de las libertades, entre ellas las de opinión y de prensa
y, sobre todo, la represión interfamiliar y sexual.
La nación es, para los
nuevos autócratas, sinónimo de patria. Y la patria es concebida como
reproducción ampliada de la familia patriarcal, una gran familia, si no
consanguínea, lingüística, religiosa y culturalmente homogénea. Visto así,
Lukashenko pertenece a la misma raza política de autócratas como Putin en
Rusia, Orbán en Hungría, Kaczynski en Polonia y Erdogan en Turquía. No
obstante, a diferencia de los nombrados, que no son mutantes, Putin y
Lukashenko, ambos ex fanáticos comunistas, sí lo son.
Kaczynski y Orbán
fueron miembros de una juventud que desafió a las «nomenklaturas» comunistas.
En esa lucha democrática y anticomunista a la vez, radicalizaron posiciones
hasta el punto de que frente al ateísmo comunista terminaron adhiriendo a un
catolicismo intolerante y medieval, y frente al propagado internacionalismo
proletario, un nacionalismo arcaico y patriotero. A diferencias de Havel y
Valesa que seguían el norte de un liberalismo democrático, Kaczynski y Orban
asumieron una ideología anticomunista (sin comunistas) tan autoritaria e
irracional como las comunistas que combatieron en el pasado.
Erdogan, por su cuenta,
conservador e islamista, nunca ocultó su aversión en contra del secularismo
político que regía en Turquía desde los tiempos de Atatürk. Pese a profesar
una diferente confesión a las de Kaksynki y Orbán, sus ideales son iguales:
Patria, Religión, Familia. También sus enemigos: partidos liberales y
movimientos emancipatorios, la por ellos llamada “progresía euro-occidental”.
Son también los principios que defienden Lukashenko y Putin. Pero a diferencia
de los primeros, los segundos son conversos, es decir, mutantes.
Conversos pero no
renegados. Hay que hacer la diferencia. La conversión implica asumir un sistema
de creencias ideológicas diferentes a las mantenidas en el pasado. La
renegación, como la palabra lo dice, supone modificar los fundamentos de esas
creencias. En ese sentido Lukashenko y Putin ya no creen en el comunismo pero
no niegan el principio dictatorial de donde emergió.
De algún modo ambos
conversos se hacen eco de una mutación histórica mucho más amplia. En efecto,
así como en el pasado la contradicción política fundamental era entre comunismo
y democracia, hoy es la que se da entre autocracias y democracias. Lukashenko y
Putin continúan negando a la democracia como forma de vida y de gobierno.
Como las mutaciones
experimentadas por los organismos vivos al ambientarse a nuevas condiciones
externas, las mutaciones ideológicas también ocurren de acuerdo a ese principio
conservador. Y como en toda mutación muchos de sus elementos originarios son
mantenidos. Así se explica por qué Lukashenko y Putin no reniegan de su pasado
comunista. Incluso exaltan las “grandes obras de Stalin”. Más aún, intentan
continuarlas, pero adaptadas a las condiciones que impone el siglo XXl.
Las autocracias
nacionalistas y populistas de nuestro tiempo son herederas históricas de las
dictaduras comunista del siglo XX. Dejando de lado el hecho de que ayer los
comunistas eran apoyados por las izquierdas, y los autócratas de hoy por las
extremas derechas, en las dictaduras comunistas ya estaban dadas las
condiciones que darían vida a sus sucesoras.
Baste recordar que
cuando en 1925 Stalin impuso la tesis del “socialismo en un solo país” colocó a
todo el movimiento comunista mundial al servicio de “la patria del socialismo”,
la URSS. O cuando en la guerra en contra de la Alemania hitleriana, Stalin
mandó a combatir a sus tropas, no en nombre del socialismo sino de “la mamacita
Rusia”.
Tanto Stalin como
Hitler fueron nacionalistas extremos. Lukashenko y Putin también lo son. Por eso,
la mutación de ambos es mucho menos radical de lo que aparece a primera vista.
Para ellos la nación es el comienzo y el fin de toda política.
Leamos por ejemplo la
definición de “nación” propuesta por Stalin en su texto clásico El
Marxismo y la Cuestión Nacional.
“La nación es una
comunidad estable, históricamente formada y surgida sobre la base de la
comunidad de idioma, de territorio, de vida económica y de psicología (!!)
manifestada en la comunidad de cultura”
Esa definición de
Stalin es seguida por Lukashenko en Bielorrusia y Putin en Rusia para negar a
ese orden cosmopolita, pluri-idiomático y pluri- cultural que predomina en la
gran mayoría de las democracias occidentales. También es la misma que siguen
los autocratismos y los movimientos nacional-populistas europeos. Marine Le
Pen, para poner un ejemplo, defiende sin saber – o quizás sabiéndolo – la
concepción estalinista de la nación.
Bajo el dictado del
nacionalismo-comunista fueron formados Lukashenko y Putin. Ambos fueron perros
de presa del sistema. Del papel jugado por Putin como agente soviético, sabemos
mucho. De Lukashenko, lo suficiente. Comenzó su carrera política en 1975 como
instructor de tropas en Brest. Más adelante fue representante de una compañía
de tanques de la URSS, donde destacó como encargado de vigilar los actos de
corrupción en los altos mandos militares, o sea como soplón del CC. En
1993 pasó a ser miembro del Comité de Anticorrupción, un organismo de
depuración ideológica dependiente del CC. Boris Jelsin, quien intentó reconstruir
la antigua URSS como una unión flexible de naciones, recibió todo el apoyo de
Lukashenko.
Cuando el 2000 Putin
accedió al gobierno, ambos acordaron que entre Rusia y Bielorrusia debería
existir una comunidad de destino. Desde que llegó al poder Lukashenko ha hecho
desaparecer de este mundo a los opositores más destacados. Pero no solo en ese
punto siguió a Putin.
De hecho, ambos
siguieron la misma línea ideológica, la de restaurar los “valores pan-
eslávicos», depurar las costumbres y modas euro-occidentales, y crear una
economía mixta cuyo objetivo es satisfacer el consumismo de los sectores
intermedios.
Para el efecto,
Lukashenko fundó un partido personal, La Unión de Juventudes. Partido, gobierno
y Estado, conformaron una sola unidad encarnada en su persona. Y como concesión
a la democracia, inventó simulacros electorales destinados a proporcionar a su
persona no menos de un 80% de la votación. El fraudulento plebiscito de 2004
crearía condiciones para que Lukashenko fuera “elegido” presidente perpetuo de
Bielorrusia.
Cuando Lukashenko
exclamó: “mientras no muera no habrá repetición de elecciones en este país” lo dijo
sinceramente. Con elecciones democráticas terminaría su poder. Pero también es
consciente de que todos los caminos que nacen desde Minsk, conducen a Moscú.
La sublevación
democrática de agosto creará un conflicto internacional de grandes
proporciones. El conflicto comenzó a tomar forma en la reunión de urgencia
pautada por la UE el 19.08. En ella exigen a Lukashenko la realización de
nuevas elecciones. Como es obvio, Lukashenko (y Putin) no aceptarán esa
petición. Si la UE estará dispuesta a mostrar los dientes a Putin, no lo
sabemos todavía. Sobre ese tema escribiré mi próximo artículo.
20-08-20
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