Francisco Fernández-Carvajal 13 de noviembre de 2020
@hablarcondios
— Nuestra confianza en la petición tiene su fundamento
en la infinita bondad de Dios.
— Acudir siempre a la misericordia divina.
— La intercesión de la Virgen.
I. El Señor nos
enseñó de muchas maneras la necesidad de la oración y la alegría con que acoge
nuestras peticiones. Él mismo ruega al Padre para darnos ejemplo de lo que
habíamos de hacer nosotros. Bien sabe Dios que cada instante de nuestra existencia
es fruto de su bondad, que carecemos de todo, que nada tenemos. Y, precisamente
porque nos ama con amor infinito, quiere que reconozcamos nuestra dependencia,
pues esta conciencia de nuestra nada es para nosotros un gran bien, que nos
lleva a no separarnos un solo instante de su protección.
Para alentarnos a esta oración de súplica, Jesús quiso
darnos todas las garantías posibles, al mismo tiempo que nos mostraba las
condiciones que ha de tener siempre la petición. Y daba argumentos, ponía
ejemplos para que lo entendiéramos bien. El Evangelio de la Misa nos presenta a
la viuda que clama sin cesar ante un juez inicuo que se resiste a atenderla1, pero que, por la insistencia de la mujer, acabará
escuchándola. Dios aparece en la parábola en contraste con el juez. ¿Acaso
Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará
esperar? Si el que es injusto e inicuo decide al final hacer justicia,
¿qué no hará el que es infinitamente bueno, justo y misericordioso? Si la
postura del juez es desde el principio de resistencia a la viuda, la de Dios,
por el contrario, es siempre paternal y acogedora. Este es el tema central de
la parábola: la misericordia divina ante la indigencia de los hombres.
Las razones que da el juez de la parábola para atender
a la viuda son superficiales y de poca consistencia. Al final se dijo a
sí mismo: aunque no temo a Dios ni respeto a los hombres, ya que esta viuda
está molestándome, le haré justicia, para que no siga viniendo a importunarme.
La «razón» de Dios, por el contrario, es su infinito amor. Jesús concluye así
la parábola: Prestad atención a lo que dice el juez injusto. ¿Acaso
Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará
esperar? Y comenta San Agustín: «Por tanto, deben estar bien seguros
los que ruegan a Dios con perseverancia, porque Él es la fuente de la justicia
y de la misericordia»2. Si la constancia ablanda al juez «capaz de todos los
crímenes, ¿con cuánta más razón debemos postrarnos y rogar al Padre de las
misericordias, que es Dios?»3.
El amor de los hijos de Dios debe expresarse en la
constancia y en la confianza, pues «si a veces tarda en dar, encarece sus
dones, no los niega. La consecución de algo largamente esperado es más dulce...
Pide, busca, insiste. Pidiendo y buscando obtienes el crecimiento necesario
para obtener el don. Dios te reserva lo que no te quiere dar de inmediato, para
que aprendas a desear vivamente las cosas grandes. Por tanto, conviene
orar y no desfallecer»4. No debemos desalentarnos jamás en nuestras súplicas a Dios.
«¡Dios mío, enséñame a amar! —¡Dios mío, enséñame a orar!»5. Ambas cosas coinciden.
II. Mucho
vale la oración perseverante del justo6. Y tiene tanto poder porque pedimos en nombre de Jesús7. Él encabeza nuestra petición y actúa de Mediador ante Dios
Padre8. El Espíritu Santo suscita en nuestra alma la súplica, cuando
ni siquiera sabemos lo que debemos pedir. Quien ha de conceder pide con
nosotros que nos sea concedido, ¿qué más seguridad podemos desear? Solamente
nuestra incapacidad de recibir limita los dones de Dios. Como cuando se va a
una fuente con una vasija pequeña o agujereada.
El Señor es compasivo y misericordioso9 con nuestras deficiencias y con nuestros males. La Sagrada
Escritura presenta con frecuencia al Señor como Dios de misericordia,
utilizando para ello expresiones conmovedoras: tiene entrañas de
misericordia, ama con amor entrañable10, como las madres... Santo Tomás, que insiste frecuentemente
en que la omnipotencia divina resplandece de manera especial en la misericordia11, enseña cómo en Dios esta es abundante e infinita: «Decir de
alguien que es misericordioso –enseña el Santo– es como decir que tiene el
corazón lleno de miserias, o sea, que ante la miseria de otro
experimenta la misma sensación de tristeza que experimentaría si fuese suya; de
donde proviene que se esfuerce en remediar la tristeza ajena como si se tratase
de la propia, y este es el efecto de la misericordia. Pues bien, a Dios no le
compete entristecerse por la miseria de otro; pero remediar las miserias,
entendiendo por miseria un defecto cualquiera, es lo que más compete a Dios»12.
En Cristo, enseña el Papa Juan Pablo II, se hace
particularmente visible la misericordia de Dios. «Él mismo la encarna y
personifica. Él mismo es, en cierto sentido, la misericordia»13. Él nos conoce bien y se compadece de la enfermedad, de la
mala situación económica que atravesamos quizá..., de las penas que la vida
lleva a veces consigo. «Nosotros –cada uno– somos siempre muy interesados; pero
a Dios Nuestro Señor no le importa que, en la Santa Misa, pongamos delante de
Él todas nuestras necesidades. ¿Quién no tiene cosas que pedir? Señor, esa
enfermedad... Señor, esta tristeza... Señor, aquella humillación que no sé
soportar por tu amor... Queremos el bien, la felicidad y la alegría de las
personas de nuestra casa; nos oprime el corazón la suerte de los que padecen
hambre y sed de pan y de justicia; de los que experimentan la amargura de la
soledad; de los que, al término de sus días, no reciben una mirada de cariño ni
un gesto de ayuda.
»Pero la gran miseria que nos hace sufrir, la gran
necesidad a la que queremos poner remedio es el pecado, el alejamiento de Dios,
el riesgo de que las almas se pierdan para toda la eternidad»14. El estado del alma de quienes tratamos más frecuentemente
debe ser nuestra primera solicitud, la petición más urgente que elevamos cada
día al Señor.
III. El
pueblo cristiano se ha sentido movido a lo largo de los siglos a presentar sus
peticiones a Dios a través de su Madre, María, y a la vez Madre nuestra. En
Caná de Galilea puso de manifiesto su poder de intercesión ante una necesidad
material de unos novios que quizá se encontraron con una afluencia de amigos y
conocidos mayor de la prevista. El Señor había determinado que su hora fuera
adelantada por la petición de su Madre. «En la vida pública de Jesús –señala el
Concilio Vaticano II– aparece significativamente su Madre ya desde el
principio, cuando en las bodas de Caná de Galilea, movida por la misericordia,
suscitó con su intercesión el comienzo de los milagros del Mesías»15. Desde el principio, la obra redentora de Jesús está
acompañada por la presencia de María. En aquella ocasión, no solo se remedió,
con abundancia, la carencia del vino en la fiesta de bodas, sino que, como el
Evangelista indica expresamente, el milagro confirmó la fe de aquellos que
seguían más de cerca a Jesús. Así en Caná de Galilea hizo Jesús el
primero de sus milagros con el que manifestó su gloria, y sus discípulos
creyeron en él16.
La Virgen Santa María, siempre atenta a las dificultades
y carencias de sus hijos, será el cauce por el que llegarán con prontitud
nuestras peticiones hasta su Hijo. Y las enderezará si van algo torcidas. «¿Por
qué tendrán tanta eficacia los ruegos de María ante Dios?», se pregunta San
Alfonso Mª de Ligorio. Y responde el Santo: «Las oraciones de los santos son
oraciones de siervos, en tanto que las de María son oraciones de Madre, de
donde procede su eficacia y carácter de autoridad; y como Jesús ama
inmensamente a su Madre, no puede rogar sin ser atendida (...).
»Para conocer bien la gran bondad de María recordemos
lo que refiere el Evangelio (...). Faltaba el vino, con el consiguiente apuro
de los esposos. Nadie pide a la Santísima Virgen que interceda ante su Hijo en
favor de los consternados esposos. Con todo, el corazón de María, que no puede
menos de compadecer a los desgraciados (...), la impulsó a encargarse por sí
misma del oficio de intercesora y pedir al Hijo el milagro, a pesar de que
nadie se lo pidiera (...). Si la Señora obró así sin que se lo pidieran, ¿qué
hubiera sido si le rogaran?»17.
Hoy, un sábado que procuramos dedicar especialmente a
Nuestra Señora, es una buena ocasión para acudir a Ella con más frecuencia y
con más amor. «A tu Madre María, a San José, a tu Ángel Custodio..., ruégales
que hablen al Señor, diciéndole lo que, por tu torpeza, tú no sabes expresar»18.
1 Lc 18,
1-8. —
2 San
Agustín, en Catena Aurea, vol. VI, p. 295. —
3 Teofilacto,
en Catena Aurea, vol. VI, p, 296. —
4 San
Agustín, Sermón 61, 6-7. —
5 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 66. —
6 Sant 5,
16. —
7 Cfr. Jn 15,
16; 16, 26. —
8 Cfr. San
Cirilo de Jerusalén, Comentario al Evangelio de San Juan,
16, 23-24. —
9 Sant 5,
11. —
10 Cfr. Ex 34,
6; Ioel 2, 13; Lc 1, 78. —
11 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q, 21, a. 4; 2-2, q. 30, a. 4.
—
12 ídem, o.
c., 1, q. 21, a. 3. —
13 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 2.
—
14 San
Josemaría Escrivá, Amar a la Iglesia, Palabra, 2ª ed.,
Madrid 1986, pp. 77-78. —
15 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 58. —
16 Jn 2,
11. —
17 San
Alfonso Mª de Ligorio, Sermones abreviados, 48. —
18 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 272.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiariasiguiente.aspx
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