Américo Martín 17 de noviembre de 2020
Ricardo Cussano, presidente de Fedecámaras, me ha
invitado a conversar sobre Acuerdo de Paz en Colombia con el destacado político
colombiano Humberto de la Calle, excandidato presidencial y encargado por la
parte gubernamental de las negociaciones de paz con las FARC.
Se trata de un tema cruzado de éxitos y fracasos, de
complejidades explicables por la índole de las fuentes que lo originan. Tal
como el virus de la pandemia, el de la violencia en Colombia parece mutar con
el objeto de conjurar los fármacos que le apliquen.
Por ejemplo, aunque no sea nuevo el papel del
narcotráfico en el financiamiento de la lucha armada, sí lo es que su
intervención no se limite a proporcionar recursos económicos a fuerzas
insurgentes, sino que las ha estado desplazando de sus áreas territoriales de
influencia y ha penetrado profundamente poderes públicos en varios niveles de
la administración territorial.
Después de la ruptura de la Gran Colombia, las guerras
de los 190 años siguientes no han frenado el renacer incesante de cabezas
de fuego en el cuerpo de la hidra. Pese a eso y por eso me afirmo en la idea de
que la eliminación de la hidra misma pasa por una experimentada negociación.
Nadie debe quedar fuera de ella, ni arcángeles ni demonios. Los más poderosos y
representativos de las partes deben ser los primeros invitados, por ser los que
toman y aplican las decisiones. Al respecto nada nuevo cabe decirle a los
demócratas colombianos pero sí, y mucho, a los venezolanos.
La Gran Colombia fue formalmente declarada inexistente
en el Convenio de Apulo suscrito el 28 de abril de 1831 por los generales
Rafael Urdaneta en nombre de Venezuela y Domingo Caicedo por Nueva Granada. En
Apulo se pactó una ruptura que pudo terminar en una guerra larga y atroz y sin
embargo los firmantes resolvieron que todo transcurriera de la manera más
pacífica y constructiva.
Urdaneta fue el último ministro de guerra y presidente
de Colombia. Debió sentirse desgarrado por protagonizar y garantizar aquel
acto, habiendo sido fiel hasta la muerte al Libertador y compartido el hermoso
sueño encerrado en la frase bolivariana de “para nosotros la Patria es
América”. En aquellas circunstancias la paz era la mejor contribución al futuro
de América.
También es justo reconocer que en la misma forma actuó
el general Caicedo. El mérito, pues, fue de ambos.
En mi libro “La Violencia en Colombia” divido
la violencia colombiana en dos partes: la interpartidista e intersocial
protagonizada por los partidos Liberal y Conservador. Son los partidos
políticos más antiguos de Latinoamérica. Protagonizaron entre si las más
complicadas confrontaciones. Esa larga disputa comenzó a cambiar de naturaleza
tras el asesinato de Gaitán, en 1948, luego los Años de la Violencia y la
dictablanda del general Rojas Pinilla. Era Rojas seminalmente conservador y
estrecho amigo de Mariano Ospina Pérez, quien en tanto que presidente de una
Asamblea Constituyente, le facilitó el acceso al poder en el lapso 1953-57. Era
un dictador sin los excesos de Pérez Jiménez, Batista, Somoza o Chapita
Trujillo. Pero fue enfrentado por la coalición Liberal-Conservadora.
La lucha interpartidista cedía el paso a la
revolucionaria. En 1964, el célebre Tirofijo transformó sus autodefensas en las
Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC-EP) pasando de la condición
defensiva a la franca ofensiva para tomar el poder. Es decir, Marulanda se
convertía en jefe de una revolución para “tomar el poder”. Tuvo un éxito
fulgurante. Las FARC se multiplicaron, y sobre todo, pasaron de ser pequeños
grupos para “picar y huir” a disciplinadas estructuras armadas para liberar
territorios y emprender la guerra regular.
Entretanto, alentados por la fructífera relación con
el M-19, los presidentes colombianos entraron a negociar con las fuerzas
irregulares, esperando hacerlo con las FARC, la joya principal de la corona
revolucionaria. El que llegó más lejos en ese designio fue el conservador
Andrés Pastrana, quien se reunió con Marulanda en San Vicente del Caguán, en un
espectáculo de resonancia mundial.
—Le entregué un papel en blanco y le insté a llenarlo
con sus demandas, pero el papel siguió en blanco.
—¿Le engañó Marulanda?
—A mí no, a Colombia
Y en efecto, Marulanda demostró al mundo que en verdad
lo que buscaba era terrenos para alivio y reaprovisionamiento y nada que ver
con la paz. Le propinó una bofetada política que preparó el viraje de Uribe y
la sucesión de victorias armadas que lo pusieron contra la pared. Muerto
Marulanda, Alfonso Cano descubrirá que no había manera de mantener la guerra
revolucionaria. Ordenó retroceder a la condición guerrillera, lo que en
términos prácticos sería la materialización de la derrota y rendición final de
las FARC. Muerto también Cano, el desarme y la desmovilización se hicieron
posibles.
La pregunta que Marulanda no pudo contestar sin
autodenunciarse, se refiere a que el Secretariado llegó a imaginar que podía
tomar el poder tal como lo lograron la Cuba de Fidel Castro y la Nicaragua de
Daniel Ortega. Y mientras durara ese sueño las negociaciones serían un
deliberado ardid para ganar tiempo y recursos. Al quedar al descubierto perdió
la batalla política. Sin banderas ni argumentos el destino de las FARC quedó
sellado.
Volvamos a las AUC dirigidas por jefes que provienen
del corazón del cartel de Medellín, como los hermanos Castaño.
Con la emergencia con desigual suerte de las AUC y las
drogas se competan las tres fases de la violencia en Colombia: la
interpartidista, la revolucionaria y la narco-política. Una inteligente
negociación para el logro de una paz estable, está obligada a conocer la
historia de cada una con el objeto de determinar la causa de su renuencia.
Américo
Martín
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