Francisco Fernández-Carvajal 14 de noviembre de 2020
@hablarcondios
— Administradores de los dones recibidos.
— La vida, un servicio gustoso a Dios.
— Aprovechar bien el tiempo.
I. La liturgia de
la Iglesia continúa en estas semanas finales del año litúrgico alentándonos
para que consideremos las verdades eternas. Verdades que deben ser de gran
provecho para nuestra alma. Leemos en la Segunda lectura de la
Misa1 que el encuentro con el Señor llegará como un
ladrón en la noche, inesperadamente. La muerte, aunque estemos preparados,
será siempre una sorpresa.
La vida en la tierra, como nos enseña el Señor en el
Evangelio2, es un tiempo para administrar la herencia del Señor, y así
ganar el Cielo. Un hombre que se iba al extranjero llamó a sus
empleados y los dejó encargados de sus bienes: a uno le dejó cinco talentos de
plata; a otro, dos; a otro, uno; a cada cual según su capacidad. Luego se
marchó. Él conocía bien a sus siervos, y por eso no dejó a todos la misma
parte de la herencia. Hubiera sido injusto echar sobre todos el mismo peso.
Distribuyó su hacienda según la capacidad de cada uno. Con todo, aun al que
recibió un solo talento le fue confiado mucho. Pasado algún tiempo, el señor
regresó de su viaje y pidió rendición de cuentas a sus servidores. Los que
habían tenido la oportunidad de comerciar con cinco y con dos talentos pudieron
devolver el doble; aprovecharon el tiempo en negociar con los bienes de su
señor, mientras este llegaba. Luego, tuvieron la gran dicha de ver la alegría
del amo de la hacienda, y se hicieron acreedores de una alabanza y de un premio
insospechados: Muy bien, siervo bueno y fiel -les dijo a cada
uno-; puesto que has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho:
entra en el gozo de tu señor.
El significado de la parábola es claro. Los siervos
somos nosotros; los talentos son las condiciones con que Dios ha dotado a cada
uno (la inteligencia, la capacidad de amar, de hacer felices a los demás, los
bienes temporales...); el tiempo que dura el viaje del amo es la vida; el
regreso inesperado, la muerte; la rendición de cuentas, el juicio; entrar al
banquete, el Cielo. No somos dueños, sino –como repite constantemente el Señor
a lo largo del Evangelio– administradores de unos bienes de los que hemos de
dar cuenta. Hoy podemos examinar en la presencia del Señor si realmente tenemos
mentalidad de administradores y no de dueños absolutos, que
pueden disponer a su antojo de lo que tiene y poseen.
Podemos preguntarnos hoy acerca del uso que hacemos
del cuerpo y de los sentidos, del alma y de sus potencias. ¿Sirven realmente
para dar gloria a Dios? Pensemos si hacemos el bien con los talentos recibidos:
con los bienes materiales, con la capacidad de trabajo, con la amistad... El
Señor quiere ver bien administrada su hacienda. Lo que Él espera es
proporcional a lo que hemos recibido. A quien mucho se le da mucho se
le reclamará, y a quien mucho se le ha entregado, mucho se le pedirá3.
Ven, siervo bueno y fiel... porque has sido fiel en lo
poco, dice el señor a quien había recibido cinco talentos.
Lo «mucho» –cinco talentos– recibido aquí es considerado por Dios como lo
«poco». Entrar en el gozo del Señor, eso es lo mucho...: ni
ojo vio, ni oído oyó, ni mente alguna es capaz de imaginar lo que Dios tiene
preparado para los que le aman4.
Vale la pena ser fieles aquí mientras aguardamos la llegada del Señor, que no
tardará, aprovechando este corto tiempo con responsabilidad. ¡Qué alegría
cuando nos presentemos ante Él con las manos llenas! Mira, Señor –le diremos–,
he procurado gastar la vida en tu hacienda. No he tenido otro fin que tu
gloria.
II. El que
había recibido un talento fue, cavó en la tierra y escondió el dinero de su
señor. Cuando este le pidió cuentas, el siervo intenta excusarse y arremete
contra quien le había dado todo lo que poseía: Señor, le
dice, sé que eres hombre duro, que cosechas donde no sembraste y
recoges donde no esparciste; por eso tuve miedo, fui y escondí tu talento en
tierra: aquí tienes lo tuyo. Este último siervo «manifiesta cómo se
comporta el hombre cuando no vive una fidelidad activa en relación a Dios.
Prevalece el miedo, la estima de sí, la afirmación del egoísmo que trata de
justificar la propia conducta con las pretensiones injustas del dueño, que
siega donde no ha sembrado»5. Siervo
malo y perezoso, le llama su señor al escuchar las excusas. Ha olvidado una
verdad esencial: que «el hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a
Dios en esta vida, y después verle y gozarle en la otra». Cuando se conoce a
Dios resulta fácil amarle y servirle; «cuando se ama, servir no solo no es
costoso, ni humillante: es un placer. Una persona que ama jamás considera un
rebajamiento o una indignidad servir al objeto de su amor; nunca se siente
humillada por prestarle servicios. Ahora bien: el tercer siervo conocía a su
señor; por lo menos tenía tantos motivos para conocerle como los otros dos
servidores. Con todo, es evidente que no le amaba. Y cuando no se ama, servir
cuesta mucho»6. No solo no le aprecia, sino que se atreve a llamarle hombre
duro que quiere cosechar donde ni siquiera sembró.
Este siervo no sirvió a su señor por falta de amor. Lo
contrario de la pereza es precisamente la diligencia, que tiene su
origen en el verbo latino diligere, que significa amar, elegir
después de un estudio atento. El amor da alas para servir a la persona amada.
La pereza, fruto del desamor, lleva a un desamor más grande, El Señor condena
en esta parábola a quienes no desarrollan los dones que Él les dio y a quienes
los emplean en su propio servicio, en vez de servir a Dios y a sus hermanos los
hombres. Examinemos hoy nosotros cómo aprovechamos el tiempo, que es parte muy
importante de la herencia recibida; si cuidamos la puntualidad y el orden en
nuestro quehacer, si procuramos excedernos en el trabajo, llenando bien las
horas; si dedicamos la atención debida a nuestros deberes familiares; si
ponemos en práctica la capacidad de amistad y aprecio por los demás, para hacer
un apostolado fecundo; si procuramos extender el Reino de Cristo en las almas y
en la sociedad con los talentos recibidos.
III.
Nuestra vida es breve. Por eso hemos de aprovecharla hasta el último instante,
para ganar en el amor, en el servicio a Dios. Con frecuencia la Sagrada
Escritura nos advierte de la brevedad de nuestra existencia aquí en la tierra.
Se la compara con el humo7,
con una sombra8,
con el paso de las nubes9,
con la nada10. ¡Qué pena perder el tiempo o malgastarlo como si no tuviera
valor! «¡Qué pena vivir, practicando como ocupación la de matar el tiempo, que
es un tesoro de Dios! (...). ¡Qué tristeza no sacar partido, auténtico
rendimiento de todas las facultades, pocas o muchas, que Dios concede al hombre
para que se dedique a servir a las almas y a la sociedad!
»Cuando el cristiano mata su tiempo en la tierra, se
coloca en peligro de matar su Cielo: cuando por egoísmo se retrae,
se esconde, se despreocupa»11.
Aprovechar el tiempo es llevar a cabo lo que Dios
quiere que hagamos en ese momento. A veces, aprovechar una tarde será
«perderla» a los pies de la cama de un enfermo o dedicando un rato a un amigo a
preparar el examen del día siguiente. La habremos perdido para nuestros planes,
muchas veces para nuestro egoísmo, pero la hemos ganado para esas personas
necesitadas de ayuda o de consuelo y para la eternidad. Aprovechar el tiempo es
vivir con plenitud el momento actual, poniendo la cabeza y el corazón en lo que
hacemos, aunque humanamente parezca que tiene poca entidad, sin preocuparnos
excesivamente por el pasado, sin inquietarnos demasiado por el futuro. El Señor
quiere que vivamos y santifiquemos el momento presente, cumpliendo con
responsabilidad ese deber que corresponde al instante que vivimos, librándonos
de preocupaciones inútiles futuras, que quizá nunca llegarán, y si llegan... ya
nos dará nuestro Padre Dios la gracia sobrenatural para superarlas y la gracia
humana para llevarlas con garbo. Él mismo nos dijo: No os agobiéis por
el mañana, porque el mañana traerá su propio peso. A cada día le basta su afán12.
Vivir con plenitud el presente nos hace más eficaces y nos libra de muchas
ansiedades inútiles. Cuenta Santa Teresa que al llegar a Salamanca, acompañada
de otra monja llamada María del Sacramento, para fundar allí un nuevo convento,
se encontró con una casa destartalada, de la que habían sido desalojados unos
estudiantes algunas horas antes. Las viajeras entraron en la casa ya de noche,
exhaustas y ateridas de frío. Las campanas de la ciudad doblaban a muerto, pues
era la víspera del Día de los difuntos. En la oscuridad, solo rota por un
candil oscilante, las paredes se llenaban de sombras inquietantes. Con todo, se
acostaron pronto, sobre unos haces de paja que habían llevado consigo. Una vez
echadas en aquellas camas improvisadas, María del Sacramento, llena de grandes
temores, dijo a la Santa: «—Madre, estoy pensando si ahora me muriese yo aquí,
¿qué haríais vos sola?».
«Aquello, si viniera a suceder, me parecía recia
cosa», comentaba años más tarde la Santa; «hízome pensar un poco en ello y aun
haber miedo, porque siempre los cuerpos muertos me enflaquecen el corazón,
aunque no esté sola.
»Y como el doblar de las campanas ayudaba, que, como
he dicho, era noche de ánimas, buen principio llevaba el demonio para hacernos
perder el pensamiento con niñerías.
»—Hermana –le dije –, de que eso sea, pensaré lo que
he de hacer; ahora déjeme dormir»13.
En muchas ocasiones, cuando lleguen preocupaciones sobre hechos futuros que
roban la paz y el tiempo, y sobre los que nada podemos hacer en el momento
actual, nos vendrá muy bien decir, como la Santa, «de que eso sea –cuando
ocurra–, pensaré lo que he de hacer». Entonces contaremos con la gracia de Dios
para santificar lo que Él dispone o permite.
Cuando una vida ha llegado a su fin, no podemos pensar
solo en una vela que ya se ha consumido, sino también en un tapiz que se ha
terminado de tejer. Tapiz que nosotros vemos por el revés, donde solo se pueden
observar una figura desdibujada y unos hilos sueltos. Nuestro Padre Dios lo
contemplará por el lado bueno, y sonreirá y se gozará al ver una obra acabada,
resultado de haber aprovechado bien el tiempo cada día, hora a hora, minuto a
minuto.
1 1
Tes 5, 1-6. —
2 Mt 25,
14-30. —
3 Lc 12,
48. —
4 1
Cor 2, 9. — 5 Juan
Pablo II, Homilía 18-XI-1984. —
6 F.
Suárez, Después, p. 144. —
7 Cfr. Sab 2,
2. —
8 Cfr. Sal 143,
4. —
9 Cfr. Job 14,
2; 37, 2; Sant 1, 10. —
10 Cfr. Sal
38, 6. —
11 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 46. —
12 Mt 6,
34. —
13 M.
Auclair, La vida de Santa Teresa de Jesús, pp. 238-239.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico