Por Willy Mckey
Cadáveres flotando hasta
las costas de Güiria. Uno. Dos. Once. Diecinueve. ¿Importa el número? Hasta la
costa de la Península de Paria llegan cadáveres nuestros, muertos nuestros,
flotando.
De ahí la corriente,
mientras brazos anónimos los levantan en peso y los ponen a secar sobre las
losas de concreto donde escurren de muerte ahogada, otra deriva los lleva hasta
las pantallas de nuestros teléfonos, al WhatsApp, al cardumen que somos en las
redes sociales.
Flotan.
No hay periodismo capaz
de alcanzar el tamaño de la noticia.
Flotan.
Y aquello que flota se
asoma porque no puede mantenerse oculto: sube, se pone a la vista, evidencia su
volumen.
Muertos en el mar.
Nuestros muertos en el
mar.
Muertos como los
balseros cubanos del Período Especial. Muertos como los africanos que no
sobreviven el paso final del Mediterráneo. Muertos y náufragos de una
embarcación y de un país y de una esperanza que el mar transformó en duelo.
Muertos con sus caritas
comidas por los peces y la sal, porque hay niños en este horror que indigna.
A los náufragos de
Güiria no los mató el mar.
Huían de un país que
los ahogaba, donde los hijos le dicen a los padres que tienen ganas de irse porque están flaquitos. Huían de un
país que la política ha convertido en un peñero a la deriva y a punto de
estallar contra la primera roca que lo hiera. Huían de un país donde no hubo
lugar para vivir con la dignidad que alguien le prometió y ahora son alimento
de los peces.
Ahora, en el paisaje de
nuestra Historia contemporánea, tenemos niños muertos con sus caritas comidas
por los peces.
A los náufragos de
Güiria no los mató el mar.
Se lanzaron al agua
buscando tan solo su derecho a una vida normal, atando esa misma vida a un hilo
que ahora tiene que dolernos porque nos está apretando en la garganta, en el
pecho, en las manos.
En la culpa.
En una geografía de
aguas inversa a la cubana, tenemos muertos que desde tierra firme intentaron
alcanzar la isla que les quedaba más cerca, sin importar los problemas del
idioma ni del desprecio, si aquello significaba poder comer y vivir
honestamente del trabajo.
Y el gobierno de esa
isla, con una crueldad que no podemos permitirnos olvidar, los devuelve al agua
como quien se quita de encima un problema ajeno, convirtiendo la política
exterior en una de esas planchas que en los barcos piratas equivalía a la pena de
muerte.
A los náufragos de
Güiria no los mató el mar.
Es una afirmación que
debemos repetirnos como una oración, como un mantra, como un rito sonoro que
nos ayude a soportar la pena de ver los cuerpos secándose a la intemperie, el
día que en la Península de Paria se pescó la muerte de tantos.
Una península.
Viene a la memoria, de
manera automática, la definición en tono escolar, con olor a tiza: una
península es una porción de tierra rodeada de agua por todas partes, excepto
por una que la une al continente.
Virgilio Piñera, poeta
cubano, alguna vez se atrevió a definir las angustias de una isla como «la
maldita circunstancia del agua por todas partes».
Hoy, después de los
náufragos de Güiria, somos menos que ese verso de Piñera.
Somos una península a
la que llegan nuestros muertos flotando y comidos por los peces.
¿Cuál es el brazo de
tierra que nos mantiene pegados al continente, a eso que nos contiene?
¿Qué nos contiene?
¿Cómo se pide, en una
mesa de redacción cualquiera, que se midan porcentajes de abstención o
participaciones populares después de que estos muertos flotan hasta nosotros?
¿Cuál es la noticia que
puede jerarquizarse por encima de este horror sin desenlace?
¿Que estamos muertos?
A los náufragos de
Güiria no los mató el mar.
13-12-20
https://prodavinci.com/a-los-naufragos-de-guiria-no-los-mato-el-mar/
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