Francisco Fernández-Carvajal 09 de diciembre de 2020
@hablarcondios
— Hemos de luchar contra los propios defectos y
pasiones hasta el final de nuestros días. La vida cristiana no es compatible
con el aburguesamiento.
— Contar con las derrotas. Recomenzar muchas veces.
— El Señor desea que comencemos de nuevo después de
cada fracaso: ese es el fundamento de nuestra esperanza.
I. En estos días de
Adviento se nos presenta la figura de Juan el Bautista como modelo para imitar
en muchas virtudes, y como figura dispuesta por Dios para preparar la llegada
del Mesías. Con él se cierra el Antiguo Testamento y se llega al umbral del Nuevo.
El Señor nos anuncia en el Evangelio de la Misa de hoy
que desde los días de Juan hasta ahora el Reino de los Cielos padece
violencia, y quienes se esfuerzan lo conquistan1.
Padece violencia la Iglesia por parte de los poderes del mal, y padece
violencia el alma de cada hombre, inclinada al mal como consecuencia del pecado
original. Será necesario luchar hasta el final de nuestros días para seguir al
Señor en esta vida y contemplarle eternamente en el Cielo. La vida del cristiano
no es compatible con el aburguesamiento, la comodidad y la tibieza. «Hay quien
no es capaz ni siquiera de cambiarse de sitio por Dios. Quisieran sentir gustos
y consuelos de Dios sin hacer más esfuerzos que tragar lo que Él les echa en la
boca, y gozar lo que les pone en el corazón sin mortificarse ellos en nada; sin
dejar sus gustos y veleidades. Pero esperan en vano. Porque mientras ellos no
salgan a buscar a Dios, por mucho que le llamen, no le encontrarán»2.
Ahora es un momento especialmente propicio para que
examinemos cómo luchamos contra las propias pasiones, los defectos, el pecado,
el mal carácter... Esa lucha «es fortaleza para combatir las propias
debilidades y miserias, valentía para no enmascarar las infidelidades
personales, audacia para confesar la fe también cuando el ambiente es
contrario.
»Hoy, como ayer, del cristiano se espera heroísmo.
Heroísmo en grandes contiendas, si es preciso. Heroísmo –y será lo normal– en
las pequeñas pendencias de cada jornada»3.
Esta lucha que nos pide el Señor a lo largo de toda
nuestra vida, y especialmente en estos tiempos litúrgicos en que se nos
manifiesta de modo más cercano en su Santísima Humanidad, se concretará muchas
veces en fortaleza para cumplir delicadamente nuestros actos de piedad con el
Señor, sin abandonarlos por cualquier otra cosa que se nos presente, sin
dejarnos llevar por el estado de ánimo de ese día o de ese momento; se
concretará en el modo de vivir la caridad, corrigiendo formas destempladas del
carácter (del mal carácter), esforzándonos por tener detalles de cordialidad,
de buen humor, de delicadeza con los demás; en realizar bien el trabajo, que
hemos ofrecido a Dios; en hacer un apostolado eficaz a nuestro alrededor; en
poner los medios oportunos para que nuestra formación no se estanque...
Ordinariamente será una lucha en lo pequeño. «Oigamos al Señor, que nos dice: quien
es fiel en lo poco, también lo es en lo mucho, y quien es injusto en lo poco,
también lo es en lo mucho (Lc 16,10). Que es como si nos
recordara: lucha cada instante en esos detalles en apariencia menudos, pero
grandes a mis ojos; vive con puntualidad el cumplimiento del deber; sonríe a
quien lo necesite, aunque tú tengas el alma dolorida; dedica, sin regateo, el
tiempo necesario a la oración; acude en ayuda de quien te busca; practica la
justicia, ampliándola con la gracia de la caridad»4.
Nuestro amor al Señor se expresará en recomenzar
muchas veces en este esfuerzo diario para no dejarnos vencer por la comodidad y
la pereza, siempre al acecho. «El diablo no duerme, ni es aún la carne muerta,
por eso no ceses de prepararte para la batalla. A la diestra y a la siniestra
están los enemigos, que nunca descansan»5.
No descansemos tampoco nosotros en una lucha alegre y con metas concretas. El
Señor está de nuestro lado y ha puesto un Ángel Custodio que nos prestará
inestimables ayudas, si acudimos a él.
II. En nuestro andar
hacia el Señor no siempre venceremos. Muchas derrotas serán de escaso relieve;
otras sí tendrán importancia, pero el desagravio y la contrición nos acercarán
más a Dios. Y comenzaremos de nuevo, con la ayuda del Señor, sin desánimos ni
pesimismo, que son fruto de la soberbia, sino con paciencia y humildad para empezar
una vez más aunque no veamos fruto alguno.
En muchísimas ocasiones oiremos al Espíritu Santo:
Vuelve a empezar..., sé constante, no importa el reciente fracaso, no importan
todas las experiencias negativas anteriores juntas..., vuelve a empezar con más
humildad, pidiendo más ayuda a tu Señor.
En lo humano, la genialidad es fruto, normalmente, de
una prolongada paciencia, de un esfuerzo repetido incesantemente y mejorado sin
cesar. «El sabio repite sus cálculos y renueva sus experiencias, modificándolas
hasta dar con el objeto de sus investigaciones. El escritor retoca veinte veces
su obra. El escultor rompe uno después de otro sus intentos hasta que expresan
su creación interior... Todas las creaciones humanas son fruto de una perpetua
vuelta a empezar»6.
En lo sobrenatural, nuestro amor al Señor no se manifiesta tanto en los éxitos
que creemos haber alcanzado como en la capacidad de comenzar de nuevo, de
renovar la lucha interior. La mediocridad espiritual, la tibieza, es, por el
contrario, el abandono y la dejadez en nuestros propósitos y metas de vida
interior. En el camino que conduce a Dios, «dormir es morir»7.
El desánimo, que lleva siempre en sí mismo un punto de soberbia y de excesiva
confianza en uno mismo, induce al abandono de los propósitos y metas que el
Espíritu Santo sugirió un día en la intimidad del corazón.
Con frecuencia, el progreso de la vida interior viene
después de fracasos, quizá inesperados, ante los que reaccionamos con humildad
y deseos más firmes de seguir al Señor. Se ha dicho con razón que la
perseverancia no consiste en no caer nunca, sino en levantarse siempre. «Cuando
un soldado que está combatiendo recibe alguna herida o retrocede un poco, nadie
es tan exigente o tan ignorante de las cosas de la guerra que piense que eso es
un crimen. Los únicos que no reciben heridas son los que no combaten; quienes se
lanzan con más ardor contra el enemigo son quienes reciben los golpes»8.
Pidámosle a la Virgen la gracia de no abandonar jamás
nuestra lucha interior, aunque sea triste y catastrófica nuestra experiencia
anterior, y la gracia y la humildad de recomenzar siempre.
Pidámosle también hoy a Nuestra Señora ser constantes
en nuestro apostolado, aunque aparentemente no se vea fruto alguno. Un día,
quizá cuando ya estemos en su presencia, el Señor nos hará contemplar los
frutos de un apostolado que en ocasiones nos parecía estéril, y que fue siempre
eficaz. La semilla que se siembra da siempre su fruto: una, cien; otra
sesenta; otra, treinta...9.
Mucho fruto para una sola semilla.
III. Levantaos,
alzad la cabeza. Se acerca vuestra liberación10.
Se nos narra en los Hechos de los Apóstoles que
un día Pedro y Juan subían al Templo para orar y se encontraron con un cojo de
nacimiento que pedía limosna. Entonces Pedro le dijo: No tengo plata ni
oro; pero lo que tengo, eso te doy: en el nombre de Jesucristo Nazareno
levántate y anda11.
En el nombre de Jesucristo... Así hemos de recomenzar nosotros en el
apostolado y en nuestra lucha contra todo lo que intenta separarnos de Dios.
Esa es nuestra fuerza. No comenzamos de nuevo por un empeño personal, como si
tratáramos de afirmar que nosotros podemos sacar adelante las cosas. Nosotros
no podemos nada. Precisamente, cuando nos sentimos débiles, la fuerza
de Cristo habita en nosotros12.
¡Y es una fuerza poderosa!
Como San Pedro que, después de aquella noche perdida
en la que no había pescado nada, echa de nuevo las redes al mar solo porque el
Señor se lo manda: Maestro, le dice, toda la noche hemos
estado fatigándonos y no hemos cogido nada; pero porque Tú lo dices echaré la
red13. A pesar del cansancio, a pesar de que no es hora para
pescar, aquellos hombres volverán a tomar las redes, que ya estaban lavando
para otro día. Los elementos humanos que hacían aconsejable la pesca han
quedado atrás. El motivo de iniciar de nuevo la tarea es la confianza de Pedro
en su Señor. Pedro obedece sin más razonamientos.
El fundamento de nuestra esperanza está en que el
Señor desea que recomencemos de nuevo cada vez que hemos tenido un fracaso,
quizá aparente, en nuestra vida interior o en nuestro apostolado. «Porque Tú me
lo dices, Señor, comenzaré de nuevo». Si vivimos así, eliminaremos para siempre
en nuestra vida el fantasma del desaliento, que a tantas almas ha sumido en la
mediocridad espiritual y en la tristeza.
Recomienza de nuevo... Nos lo dice Jesús con especial intimidad en
estos días en que la Navidad se acerca. «Cuando tu corazón caiga, levántalo,
humillándote profundamente ante Dios con reconocimiento de tu miseria, sin
maravillarte de haber caído, pues no tiene nada de admirable que la enfermedad
sea enferma, la debilidad débil, y la miseria mezquina. Sin embargo, detesta
con todas tus fuerzas la ofensa que has hecho a Dios y, con valor y confianza
en su misericordia, prosigue el camino de la virtud que habías abandonado»14.
1 Mt 11,
12. —
2 San
Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 3, 2. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 82. —
4 Ibídem,
77. —
5 T.
Kempis, Imitación de Cristo, II, 9, 8. —
6 G.
Chevrot, Simón Pedro, Madrid 1980, p. 34. —
7 San
Gregorio Magno, Hom. 12 sobre los Evangelios. —
8 San
Juan Crisóstomo, Exhort. II a Teodoro 5. —
9 Mt 13,
8. —
10 Cfr. Is 35,
4. —
11 Hech 3,
6. —
12 2
Cor 11-12. —
13 Lc 5,
5. —
14 San
Francisco de Sales, Introd. a la vida devota, 3, 9.
Tomado de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiaria/1/
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