Francisco Fernández-Carvajal 05 de diciembre de 2020
@hablarcondios
— La vocación del Bautista. Su figura en el Adviento.
— Humildad de Juan. Necesidad de esta virtud para el
apostolado.
— Nosotros somos testigos y precursores. Apostolado
con quienes tratamos habitualmente.
I. Pueblo
de Sión: mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír la
majestad de su voz, y os alegraréis de todo corazón1.
Mira al Señor que viene... Iba a llegar el Salvador y nadie advertía nada. El
mundo seguía como de costumbre, en la indiferencia más completa. Solo María
sabe; y José, que ha sido advertido por el ángel. El mundo está en la
oscuridad: Cristo está aún en el seno de María. Y los judíos seguían disertando
sobre el Mesías, sin sospechar que lo tenían tan cerca. Pocos esperaban la
consolación de Israel: Simeón, Ana... Estamos en Adviento, en la espera.
Y en este tiempo litúrgico la Iglesia propone a
nuestra meditación la figura de Juan el Bautista. Este es aquel de
quien habló el profeta Isaías diciendo: Voz del que clama en el desierto:
preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas2.
La llegada del Mesías fue precedida de profetas que
anunciaban de lejos su llegada, como heraldos que anuncian la llegada de un
gran rey. «Juan aparece como la línea divisoria entre ambos Testamentos: el
Antiguo y el Nuevo. El Señor mismo enseña de algún modo lo que es Juan, cuando
dice: La ley y los Profetas hasta Juan Bautista. Es personificación
de la antigüedad y anuncio de los tiempos nuevos. Como representante de la
antigüedad, nace de padres ancianos; como quien anuncia los tiempos nuevos, se
muestra ya profeta en el seno de su madre. Aún no había nacido cuando, a la
llegada de Santa María, salta de gozo dentro de su madre3.
Juan se llamó el profeta del Altísimo, porque su misión fue
ir delante del Señor para preparar sus caminos, enseñando la ciencia de
salvación a su pueblo»4.
Toda la esencia de la vida de Juan estuvo determinada
por esta misión, desde el mismo seno materno. Esta será su vocación; tendrá
como fin preparar a Jesús un pueblo capaz de recibir el reino de Dios y, por
otra parte, dar testimonio público de Él. Juan no hará su labor buscando una
realización personal, sino para preparar al Señor un pueblo perfecto.
No lo hará por gusto, sino porque para eso fue concebido. Así es todo
apostolado: olvido de uno mismo y preocupación sincera por los demás.
Juan realizará acabadamente su cometido, hasta dar la
vida en el cumplimiento de su vocación. Muchos conocieron a Jesús gracias a la
labor apostólica del Bautista. Los primeros discípulos siguieron a Jesús por
indicación expresa suya, y otros muchos estuvieron preparados interiormente
gracias a su predicación.
La vocación abraza la vida entera y todo se pone en
función de la misión divina. De la respuesta que Juan dé más tarde, hace
depender el Señor la conversión de muchos de los hijos de Israel.
Cada hombre, en su sitio y en sus propias
circunstancias, tiene una vocación dada por Dios; de su cumplimiento dependen
otras muchas cosas queridas por la voluntad divina: «De que tú y yo nos
portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes»5.
¿Acercamos al Señor a quienes nos rodean? ¿Somos ejemplares en la realización
de nuestro trabajo, en la familia, en nuestras relaciones sociales? ¿Hablamos del
Señor a nuestros compañeros de trabajo o de estudio?
II. Plenamente
consciente de la misión que le ha sido encomendada, Juan sabe que ante Cristo
no es ni siquiera digno de llevarle las sandalias6,
lo que solía hacer el último de los criados con su señor; para ese menester
cualquiera servía. El Bautista no tiene reparo en proclamar que él carece de
importancia ante Jesús. Ni siquiera se define a sí mismo según su ascendencia
sacerdotal. No dice: «Yo soy Juan, hijo de Zacarías, de la tribu sacerdotal
de...». Por el contrario, cuando le preguntan: ¿Quién eres tú?,
Juan dice: Yo soy la voz que clama en el desierto: Preparad los caminos
del Señor, allanad sus sendas. Él no es más que eso: la voz. La
voz que anuncia a Jesús. Esa es su misión, su vida, su personalidad. Todo su
ser viene definido por Jesús; como tendría que ocurrir en nuestra vida, en la
vida de cualquier cristiano. Lo importante de nuestra vida es Jesús.
A medida que Cristo se va manifestando, Juan busca
quedar en segundo plano, ir desapareciendo. Sus mejores discípulos serán los
que sigan, por indicación suya, al Maestro en el comienzo de su vida
pública. Este es el Cordero de Dios, dirá a Juan y a Andrés,
indicando a Jesús que pasaba. Con gran delicadeza se desprenderá de quienes le
siguen para que se vayan con Cristo. Juan «perseveró en la santidad, porque se
mantuvo humilde en su corazón»7;
por eso mereció también aquella formidable alabanza del Señor: En
verdad os digo que no ha salido de entre los hijos de mujer nadie mayor que
Juan8.
El Precursor señala también ahora el sendero que hemos
de seguir. En el apostolado personal –cuando vamos preparando a otros para que
encuentren a Cristo–, debemos procurar no ser el centro. Lo importante es que
Cristo sea anunciado, conocido y amado: Solo Él tiene palabras de vida eterna,
solo en Él se encuentra la salvación. La actitud de Juan es una enérgica
advertencia contra el desordenado amor propio, que siempre nos empuja a
ponernos indebidamente en primer plano. Un afán de singularidad no dejaría
sitio a Jesús.
El Señor nos pide también que vivamos sin alardes, sin
afanes de protagonismo, que llevemos una vida sencilla, corriente, procurando
hacer el bien a todos y cumpliendo nuestras obligaciones con honradez. Sin
humildad no podríamos acercar a nuestros amigos al Señor. Y entonces nuestra
vida quedaría vacía.
III.
Nosotros, sin embargo, no somos solo precursores; somos también testigos de
Cristo. Hemos recibido con la gracia bautismal y la Confirmación el honroso
deber de confesar, con las obras y de palabra, la fe en Cristo. Para cumplir
esta misión recibimos frecuentemente, y aun a diario, el alimento divino del
Cuerpo de Jesús; los sacerdotes nos prodigan la gracia sacramental y nos
instruyen con la enseñanza de la Palabra divina.
Todo lo que poseemos es tan superior a lo que Juan
tenía, que Jesús mismo pudo decir que el más pequeño en el reino de
Dios es mayor que Juan. Sin embargo, ¡qué diferencia! Jesús está a punto de
llegar, y Juan vive fundamentalmente para ser el Precursor. Nosotros somos
testigos; pero, ¿qué clase de testigos somos? ¿Cómo es nuestro testimonio
cristiano entre nuestros colegas, en la familia? ¿Tiene suficiente fuerza para
persuadir a los que no creen todavía en Él, a quienes no le aman, a los que
tienen una idea falsa acerca de Jesús? ¿Es nuestra vida una prueba, al menos
una presunción, a favor de la verdad del cristianismo? Son preguntas que
podrían servirnos para vivir este Adviento, en el que no puede faltar un
sentido apostólico.
Mira al Señor que viene... Juan sabe que Dios prepara algo muy grande, de
lo cual él debe ser instrumento, y se coloca en la dirección que le señala el
Espíritu Santo. Nosotros sabemos mucho más acerca de lo que Dios tenía
preparado para la humanidad. Nosotros conocemos a Cristo y a su Iglesia,
tenemos los sacramentos, la doctrina salvadora perfectamente señalada...
Sabemos que el mundo necesita que Cristo reine, sabernos que la felicidad y la
salvación de los hombres dependen de Él. Tenemos al mismo Cristo, al mismo que
conoció y anunció el Bautista.
Somos testigos y precursores. Hemos de dar testimonio,
y, al mismo tiempo, señalar a otros el camino. «Grande es nuestra
responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar
comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a
Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que
los demás puedan decir, al vernos: este es cristiano, porque no odia, porque
sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los
instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque
ama»9.
Quizá el mundo ahora, en muchos casos, tampoco espera
nada. O espera en otra dirección, de donde no vendrá nadie. Muchos se hallan
volcados hacia los bienes materiales como si fueran su fin último, pero con
ellos no llenarán su corazón jamás. Hemos de señalarles el camino. A todos.
«Conocéis –nos dice San Agustín– lo que cada uno de vosotros tiene que hacer en
su casa, con el amigo, el vecino, con su dependiente, con el superior, con el
inferior. Conocéis también de qué modo da Dios ocasión, de qué manera abre la
puerta con su palabra. No queráis, pues, vivir tranquilos hasta ganarlos para
Cristo, porque vosotros habéis sido ganados por Cristo»10.
Nuestra familia, los amigos, los compañeros de
trabajo, aquellas personas a quienes vemos con frecuencia, deben ser los
primeros en beneficiarse de nuestro amor al Señor. Con el ejemplo y con la
oración debemos llegar incluso hasta aquellos con quienes no tenemos ocasión de
hablar.
Nuestra gran alegría será haber acercado a Jesús, como
hizo el Bautista, a muchos que estaban lejos o indiferentes. Sin perder de
vista que es la gracia de Dios y no nuestras fuerzas humanas la que consigue
mover las almas hacia Jesús. Y como nadie da lo que no tiene, se hace más
urgente un esfuerzo por crecer en la vida interior, de forma que el amor de
Dios sobreabundante pueda contagiar a todos los que pasan por nuestro lado.
La Reina de los Apóstoles aumentará nuestra ilusión y
esfuerzo por acercar almas a su Hijo, con la seguridad de que ningún esfuerzo
es vano ante Él.
1 Antífona
de entrada de la Misa, cfr. Is 30,19-30. —
2 Mt 3,
3. —
3 Cfr. Lc 1,
76-77. —
4 San
Agustín, Sermón 293, 2. —
5 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 755. —
6 Cfr. Mt 3,
11. —
7 San
Gregorio Magno, Trat. sobre el Evang. de San Lucas, 20, 5.
—
8 Mt 11,
11. —
9 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 122. —
10 San
Agustín, Trat. sobre el Evang. de San Juan, 10, 9.
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