Opus Dei 23 de diciembre de 2020
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Reflexión
para meditar el 24 de diciembre. Los temas propuestos son: dar gracias por la
llegada de Jesús; se ha manifestado la gracia de Dios; termina la espera.
«BENDITO sea el Señor, Dios de Israel, porque ha
visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1,67). Estas son las palabras
de Zacarías después de nueve meses sin poder hablar. Su canto podría resumirse
en un: ¡qué bueno es Dios! Con este evangelio quiere la Iglesia que termine el
tiempo de espera que hemos vivido. Este santo varón no ha percibido esos meses
como un castigo. Todo lo contrario: está agradecido por lo que se le ha
regalado, por la oportunidad maravillosa que ha tenido de disponerse
adecuadamente para lo que su hijo Juan va a anunciar. Es un tiempo similar al
Adviento que Dios nos ha ofrecido, una vez más, a nosotros. Puede que hayamos
aprovechado mejor o peor estos días de preparación. En cualquier caso, nos hará
mucho bien dar gracias a Dios porque Él ha trabajado en nuestra alma aunque nos
parezca que se trata de un establo humilde. Dios ha preparado un lugar muy
especial en nuestro portal para su Hijo.
A lo mejor nos pasa como quizá le sucedió a uno delos
pastores en Nochebuena: «Una hermosa leyenda cuenta que, cuando Jesús nació,
los pastores corrían hacia la gruta llevando muchos regalos. Cada uno llevaba
lo que tenía: unos, el fruto de su trabajo, otros, algo de valor. Pero mientras
todos los pastores se esforzaban, con generosidad, en llevar lo mejor, había
uno que no tenía nada. Era muy pobre, no tenía nada que ofrecer. Y mientras los
demás competían en presentar sus regalos, él se mantenía apartado, con
vergüenza. En un determinado momento, san José y la Virgen se vieron en
dificultad para recibir todos los regalos, muchos, sobre todo María, que debía
tener en brazos al Niño. Entonces, viendo a aquel pastor con las manos vacías,
le pidió que se acercara. Y puso a Jesús en sus manos. El pastor, tomándolo, se
dio cuenta de que había recibido lo que no se merecía, que tenía entre sus
brazos el regalo más grande de la historia. Se miró las manos, y esas manos que
le parecían siempre vacías se habían convertido en la cuna de Dios. Se sintió
amado y, superando la vergüenza, comenzó a mostrar a Jesús a los otros, porque
no podía sólo quedarse para él el regalo de los regalos»[1].
«SI TUS MANOS te parecen vacías, si ves tu corazón
pobre en amor, esta noche es para ti. Se ha manifestado la gracia de
Dios para resplandecer en tu vida. Acógela y brillará en ti la luz de
la Navidad»[2]. Más allá de
la percepción personal que tengamos sobre los frutos de nuestra lucha y de
nuestro apostolado, sabemos que en realidad nuestras manos no están vacías. San
Josemaría nos sugería presentarnos en Belén con algo muy preciado: «En aquella
fría soledad, con su Madre y San José, lo que Jesús quiere, lo que le dará
calor, es nuestro corazón»[3].
Quizá estaríamos más tranquilos si hubiésemos llegado
a este momento con las manos llenas de buenas obras, de santidad, de cariño a
todos los que tenemos alrededor. Pero con frecuencia la realidad no alcanza
nuestros deseos; puede ser que en nuestra vida, llena de compromisos y
gestiones pendientes, el tiempo haya pasado demasiado rápido, sin que nos
hayamos percatado demasiado. No importa: de igual manera podemos hoy acercarnos
al portal y seremos muy bien recibidos. Descubriremos que nos estaban
esperando, que la Virgen y san José se alegran infinitamente al tenernos allí
en este momento preciso de nuestra historia.
Ya está aquí la salvación. Nos separan de ella unas
pocas horas, pero el gozo empieza a inundarnos. San Bernardo nos confirma en
nuestros deseos más ambiciosos: «Ahora, por tanto, nuestra paz no es prometida,
sino enviada; no es diferida, sino concedida; no es profetizada, sino
realizada: el Padre ha enviado a la tierra algo así como un saco lleno de
misericordia; un saco, diría, que se romperá en la pasión, para que se derrame
el precio de nuestro rescate que contiene; un saco que, si bien es pequeño,
está ya totalmente lleno. En efecto, un niño se nos ha dado, pero en este niño
habita toda la plenitud de la divinidad»[4].
LAS PALABRAS de Zacarías son la última profecía antes
de que se cumpla definitivamente nuestra salvación. Dios se ha conmovido ante
las tinieblas en que vivimos y viene a salvarnos, no a juzgar si somos dignos
de recibirle. Queremos, de la mano de este israelita justo y piadoso, alcanzar
las profundidades de la intimidad divina: «Por las entrañas de misericordia de
nuestro Dios, el Sol naciente nos visitará desde lo alto» (Lc 1,78).
No cabe forma más encendida de hablar.
Podríamos perdernos este privilegio por un despiste,
muy fácil en estas horas finales: «Vivimos en filosofías, en negocios y
ocupaciones que nos llenan totalmente y desde las cuales el camino hasta el
pesebre es muy largo. Dios debe impulsarnos continuamente y de muchos modos, y
darnos una mano para que podamos salir del enredo de nuestros pensamientos y de
nuestros compromisos, y así encontrar el camino hacia Él»[5]. Vamos a
recorrer este último tramo de la mano de santa María, quizá junto a ella en el
borrico que la lleva a Belén.
En esta noche –utilizando palabras de san Juan Pablo
II– Dios «entra en la historia. Se somete a la ley del fluir humano. Cierra el
pasado; con Él termina el tiempo de espera, esto es, la Antigua Alianza. Abre
el futuro: la Nueva Alianza de la gracia y de la reconciliación con Dios. Es el
nuevo “Comienzo” del Tiempo Nuevo»[6]. Acompañamos a
la Virgen mientras prepara el portal: la paja, el pesebre, los pañales... Y
pone ahí todo el cariño para que el Niño no eche en falta nada. Nos encanta
prestar esos servicios y ver que, en cierto sentido, ambos han querido
necesitarnos.
[1] Francisco, Homilía, 24-XII-2019.
[2] Ibíd.
[3] San Josemaría, En diálogo con el Señor,
“Rezar sin interrupción”, n. 2.
[4] San Bernardo, Sermón primero de Epifanía, 1-2.
[5] Benedicto XVI, Homilía, 24-XII-2008.
[6] San Juan Pablo II, Homilía, 1-I-1979.
Tomado de: https://opusdei.org/es-ve/document/meditaciones-24-diciembre/
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