Francisco Fernández-Carvajal 06 de enero de 2021
@hablarcondios
— Un viaje duro y difícil. Obediencia y fortaleza de
José. Confianza en Dios.
— En Egipto. Otras virtudes que hemos de imitar del
Santo Patriarca.
— Fortaleza en nuestra vida ordinaria.
I. Los Magos se
habían marchado. La Virgen y San José comentarían gozosos los acontecimientos
de aquella jornada. Después, en medio de la noche, se despertó María a la
llamada de José. Este le comunicó la orden del Ángel: Levántate, toma
al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga, porque
Herodes va a buscar al niño para matarlo1. Era la señal de la Cruz al término de un día repleto de
felicidad.
María y José salieron de Belén apresuradamente,
abandonando muchas cosas necesarias que no podían llevar consigo en un largo y
difícil viaje, con el sobresalto además de una huida ante la amenaza de muerte.
Es un profundo misterio, asombrosamente real, que el Hijo de Dios hecho hombre
buscó refugio, lloró y durmió en brazos de María y de José.
No pudo ser cómodo el viaje: varias jornadas de
andadura por caminos inhóspitos, con el temor de ser alcanzados en la fuga, y
el cansancio y la sed. La frontera de Egipto, tras la cual Herodes ya nada
podía hacer, estaba aproximadamente a una semana de distancia al paso que ellos
podían avanzar, sobre todo si siguieron, como es lo más seguro, los caminos
menos frecuentados. Fue un viaje extenuante, a través de regiones desérticas.
Dios Padre no quiso ahorrar fatigas a los seres que más quería. Quizá, para que
también nosotros entendiéramos que de las dificultades podemos sacar mucho
bien. Y para que supiéramos que estar cerca de Dios no significa ausencia de
dolor y de dificultades. Dios solo nos ha prometido serenidad y fortaleza para
afrontarlas.
Con prisa siguieron el camino que el Ángel les había
indicado, cumpliendo en todas las circunstancias la voluntad de Dios. «José no
se escandalizó ni dijo: eso parece un enigma. Tú mismo hacías saber no ha mucho
que Él salvaría a su pueblo, y ahora no es capaz ni de salvarse a sí mismo,
sino que tenemos necesidad de huir, de emprender un viaje y sufrir un largo
desplazamiento: eso es contrario a tu promesa. José no discurre de este modo,
porque es un varón fiel»2.
Obedeció sin más, con fortaleza para hacerse cargo de
la situación y para poner los medios a su alcance, confiando plenamente en que
Dios no le dejaría solo. Así hemos de hacer nosotros en situaciones difíciles,
quizá extremas, cuando nos cueste ver la mano providente de Dios Padre en
nuestra vida o en la de quienes más apreciamos. O se nos pide algo que pensamos
que no somos capaces de dar. Al día siguiente de su elección como Papa, decía
Juan Pablo I: «Ayer por la mañana yo fui a la Sixtina a votar tranquilamente.
Jamás hubiera imaginado lo que iba a suceder. Apenas había comenzado el peligro
para mí, los dos colegas que estaban a mi lado me susurraron palabras de
aliento. Uno dijo: “¡Animo!, si el Señor da un peso, da también la ayuda para
llevarlo”»3.
II. Tras una larga y
penosa travesía llegaron María y José con el Niño a su nuevo país. Por aquel
tiempo residían en Egipto muchos israelitas, formando pequeñas comunidades; se
dedicaban principalmente al comercio. Es de suponer que José se incorporó con
su Familia a una de estas comunidades, dispuesto a rehacer una vez más su vida
con lo poco que había podido traer desde Belén. Con todo, llevaba consigo lo
más importante: a Jesús, a María, y su laboriosidad y empeño por sacarles
adelante a costa de todos los sacrificios del mundo. Aunque aquellos judíos
fueran de su patria, nunca llegaron a saber la inmensa suerte que habían
tenido. Estaba con ellos el soberano de la casa de Israel, el verdadero
Redentor, que libertaba no solo de la esclavitud de Egipto, sino también de
algo inmensamente peor que toda esclavitud humana: el pecado. En Él confluía
toda la historia de su pueblo.
San José es para nosotros ejemplo de muchas virtudes:
de obediencia inteligente y rápida, de fe, de esperanza, de laboriosidad...
También de fortaleza, tanto en medio de grandes dificultades como en
situaciones ordinarias por las que pasa un buen padre de familia. En Egipto
comenzó como pudo, pasando estrecheces, realizando al principio todo tipo de
trabajos, procurando a María y a Jesús un hogar y sosteniéndolos, como siempre,
con el trabajo de sus manos, con una laboriosidad incansable.
Ante las contrariedades que podamos padecer, si el
Señor las permite, hemos de contemplar la figura llena de fortaleza de San José
y encomendarnos a Él como han hecho muchos santos. De su intercesión eficaz
dice Santa Teresa: «No me acuerdo hasta ahora haberle encomendado cosa alguna
que la haya dejado de hacer. Es cosa que espanta las grandes mercedes que me ha
hecho Dios por medio de este bienaventurado santo, de los peligros que me ha
librado, ansí de cuerpo como de alma; que a otros santos parece le dio el Señor
gracia para socorrer en una necesidad, a este glorioso santo tengo experiencia
que socorre en todas y que quiere el Señor darnos a entender que ansí como le
fue sujeto en tierra –que como tenía nombre de padre siendo ayo, le podía
mandar– ansí en el cielo hace cuanto le pide. Esto han visto otras algunas
personas –a quien yo decía se encomendasen a él– también por experiencia, y
ansí muchas que le son devotas, de nuevo han experimentado esta verdad»4.
III.
Después de un tiempo, pasado el peligro, nada retenía ya a José en aquella
tierra extraña, pero allí permaneció todo el tiempo sin otra razón que el
cumplimiento fiel del mandato del Ángel: Estate allí hasta que yo te
diga5. Y en Egipto permaneció sin disgusto ni protestas, paciente,
realizando su trabajo como si jamás hubiera de salir de aquel lugar. ¡Qué
importante es saber estar, permanecer donde se debe, ocupado en lo que a cada
uno le compete, sin ceder a la tentación de cambiar continuamente de sitio!
Para esto también se requiere fortaleza, que «nos conduce a saborear esa virtud
humana y divina de la paciencia»6. «Es fuerte el que persevera en el cumplimiento de lo que
entiende que debe hacer, según su conciencia; el que no mide el valor de una
tarea exclusivamente por los beneficios que recibe, sino por el servicio que
presta a los demás»7.
Hemos de pedir a San José que nos enseñe a ser fuertes
no solo en casos extraordinarios y difíciles, como son la persecución, el
martirio, o una gravísima y dolorosa enfermedad, sino también en los asuntos
ordinarios de cada día: en la constancia en el trabajo, al sonreír cuando
estamos serios, o en tener una palabra amable y cordial para todos. Necesitamos
echar mano de la fortaleza para no ceder ante el cansancio, o la comodidad o la
tranquilidad, para vencer el miedo a cumplir deberes que cuestan, etcétera.
«El hombre por naturaleza teme el peligro, las
molestias, el sufrimiento. Por ello es necesario buscar hombres valientes no
solamente en los campos de batalla, sino también en los pasillos de los
hospitales o junto al lecho del dolor»8, en la tarea de cada día.
Un aspecto importante de esta virtud de la fortaleza
es la firmeza interior para superar obstáculos más sutiles, como son la
vanidad, la impaciencia, la timidez y los respetos humanos. También son
manifestaciones de fortaleza: el olvido de sí, el no dar excesivas vueltas a
los problemas personales para no desorbitarlos, el pasar ocultos y el servir a
los demás sin hacerse notar.
En el apostolado esta virtud tiene muchas
manifestaciones: hablar de Dios sin miedo al qué dirán, a cómo quedaré ante
esas personas; comportarse siempre de modo cristiano, aunque choque con un
ambiente paganizado; correr el riesgo de tener iniciativas para llegar a más
gente, y esforzarse por llevarlas a la práctica.
Las madres de familia deberán ejercitar con frecuencia
esta fortaleza de modo discreto y ordinariamente amable y paciente. Serán
entonces la verdadera roca firme en la que se apoya toda la casa. «La Biblia no
alaba a la mujer débil, sino a la mujer fuerte, cuando dice en el libro de
los Proverbios: La ley de la dulzura está en su lengua (31,
6). Porque la dulzura es el punto más alto de la fortaleza.
»La mujer maternal tiene por privilegio esta función
discreta y capital: saber atender, saber callarse, ser capaz, ante una
injusticia o una debilidad, de cerrar los ojos, de excusar, de cubrir –obra de
misericordia no menos bienhechora que cubrir la desnudez del cuerpo– (...)»9.
Aprendamos hoy de San José a sacar adelante, con
reciedumbre y fortaleza, todo lo que, de modo ordinario, el Señor nos
encomienda: familia, trabajo, apostolado, etc., contando con que lo habitual
será que encontremos obstáculos, superables siempre con la ayuda de la gracia.
1 Mt 2,
13. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 8, 3. —
3 Juan
Pablo I, Angelus, 27-VIII-1978. —
4 Santa
Teresa, Vida, 6. —
5 Cfr. Mt 2,
13. —
6 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 78. —
7 Ibídem,
77. —
8 Juan
Pablo II, Sobre la fortaleza, 15-XI-1978. —
9 Gertrud
von le Fort, La mujer eterna, p. 128.
Tomado
de: https://www.hablarcondios.org/meditaciondiariasiguiente.aspx
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico