Por Christi Rangel Guerrero
Prodavinci ha invitado a un
grupo de profesores para que reflexionen, con base en su vida académica, sobre
la situación de la universidad venezolana y su futuro. En esta ocasión Christi
Rangel Guerrero ofrece ideas relacionadas con el modo de financiación de nuestras
casas de estudio autónomas. Rangel Guerrero es economista por la Universidad de
Los Andes-Mérida con doctorado en ciencias económicas y empresariales
(Universidad Autónoma de Madrid), profesora titular de la Facultad de Ciencias
Económicas y Sociales de la ULA, directora del Instituto de Investigaciones
Económicas y Sociales (ULA) y Coordinadora regional de Transparencia Venezuela.
Crecí en una familia en
la que ser parte de la Universidad de Los Andes fue un anhelo permanente. Mi
madre era una intelectual apasionada: desde mi temprana infancia la recuerdo
escribiendo su tesis de maestría, leyendo revistas especializadas y estudiando
para concursos y para dictar clases, con disciplina y compromiso
inquebrantables. Este ejemplo marcó mi vida de estudiante en la Facultad de
Ciencias Económicas y Sociales a la que llegué en 1991; tenía que obtener
buenas notas para poder aspirar a una beca de postgrado y hacer méritos para la
prueba de credenciales prevista en el Estatuto del Personal Docente y de
Investigación de la ULA para el ingreso de profesores.
En la sede del Núcleo
Universitario de La Hechicera –diseñado con un amplio patio central– era
posible el encuentro, la integración y participar en animadas tertulias entre
estudiantes, profesores y trabajadores de las distintas carreras (economía,
administración, contaduría, estadística), del departamento de Idiomas Modernos,
del Centro de Investigaciones Penales y Criminológicas, del Centro de
Computación Académica, entre otras unidades que hacían vida en el edificio que
hoy ocupa la Facultad de Ingeniería. Ubicado en la zona más alta de la ciudad y
rodeado de montañas allí siempre hacía frío; sin embargo, el ambiente era
vibrante, cálido, estimulante, teníamos acceso a una biblioteca increíble,
dotada de todos los recursos para estudiar la carrera sin necesidad de invertir
en libros ni revistas, con espacios para el trabajo individual y grupal, además
de contar con vistas privilegiadas a las montañas nevadas en julio.
Apenas terminé los
cuatro primeros semestres, concursé para ser auxiliar de investigación en el
Instituto de Investigaciones Económicas y Sociales (IIES) que albergaba
profesores dedicados a la investigación de la economía regional y urbana, y la
economía sectorial (petrolera y agrícola); labor que se conjugaba con las
consultorías para instituciones públicas y privadas, y la alianza con el Banco
Central de Venezuela para recopilar datos y calcular el índice de precios al
consumidor en Mérida, Táchira, Trujillo y Barinas —indicador de referencia
para medir la inflación. Mi tarea principal como auxiliar de investigación era
transcribir datos de los precios que recogían mis compañeros todos los meses,
obtener los índices de precios por grupos de bienes y servicios, y entregarlos
a mis supervisores –los profesores Jaime Tinto Arandes y Gilberto Vielma– para
el análisis y envío al BCV. No llegué a estar un año en el IIES, pero fue un
tiempo muy valioso por los aprendizajes, las amistades que surgieron con otros
auxiliares, la orientación personalizada de profesores de varias asignaturas y
el descubrimiento de otra posibilidad de trabajo como estudiante, con menos
dedicación y mejor remunerada: ayudante docente en el Centro de Computación
Académica (CCA).
En el CCA colaboraba
con los cursos de computación, análisis económico de proyectos y con los
seminarios de economía aplicada dictados por los profesores Gerardo Colmenares,
Jacobo Latuff y Héctor Mata Brito, respectivamente, quienes me proporcionaron
importantes herramientas que me permitieron seguir abriéndome caminos.
Las actividades
extracurriculares me mostraron la lenta y compleja burocracia administrativa
universitaria, que lamentablemente ha cambiado poco desde entonces. Pasaron más
de siete meses para recibir mi primer pago como auxiliar de investigación y
luego otros siete más para recibir mi primera remuneración como ayudante
docente, tal como le ocurrió a los profesores que concursaron antes de la
pandemia que nos aqueja.
Para culminar la
carrera tuve el privilegio de ser aceptada como pasante de investigación en el
recién creado Centro de Investigaciones Agroalimentarias (CIAAL), bajo la
tutoría del profesor Rafael Cartay, quién me sugirió estudiar la situación de
la producción de truchas en Mérida y con total dedicación me enseñó
metodología, me indicó fuentes de información, me presentó a los biólogos
expertos de la ULA, me acompañó a visitar cuatro truchiculturas y hasta me
abrió las puertas de su casa para preparar las recetas de trucha incluidas en
el informe de pasantía.
Una semana después de haber recibido mi título de Economista, en 1996, asistí a un evento del CIAAL y la Fundación Polar en la Librería Universitaria que definió mi futuro docente. Estaba allí el profesor Fortunato González, quien había conformado el Centro Iberoamericano de Estudios Provinciales y Locales (CIEPROL) en la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas, para estudiar las ventajas del modelo descentralizado de gobierno, de reciente andadura en Venezuela y que ya mostraba impactos políticos y de gestión a favor del pluralismo, la innovación en la gestión pública, la participación ciudadana y mayores oportunidades de desarrollo para las regiones y municipios. Fue luego de ese encuentro que orienté mis esfuerzos a preparar el concurso para optar al Plan de Formación de Personal de Relevo en el CIEPROL, programa creado en la ULA para la renovación de sus docentes. Con el profesor Fortunato González como tutor investigaría sobre el sistema de financiación ideal para un modelo de gobierno federal y me prepararía para ser profesora de finanzas públicas en las escuelas de Derecho y Ciencias Políticas que requerían docentes en esta materia. Luego de haber sido aceptada desarrollé un plan de trabajo que incluyó estudios de doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid, bajo el auspicio de Fundayacucho y la Agencia Española de Cooperación Internacional.
Una semana después de
la defensa de la tesis doctoral, el 11 de septiembre de 2001, volaba de regreso
a Venezuela desde Madrid llena de ilusiones porque las normativas internas de la
ULA permitían que iniciara como profesora contratada luego de concluido el Plan
de Formación: se cumplía el sueño familiar, todos nos sentíamos triunfadores.
No podía imaginar la tragedia que ocurría mientras tanto en Estados Unidos, ni
la crítica situación que enfrentaríamos los universitarios unos años después.
En el CIEPROL nació el
postgrado en Derecho Administrativo se consolidó la
Revista Provincia y el Diplomado en Gerencia Municipal, se
organizaron eventos nacionales e internacionales sobre el impacto de la
Constitución de 1999 en el modelo federal de Venezuela, así como el impacto de
las políticas nacionales que revertían los avances de la descentralización.
También el CIEPROL fue aliado de Transparencia Venezuela en varias ediciones de
la construcción del Índice de Transparencia de las Alcaldías en los
estados Mérida, Táchira y Barinas, vínculo que me abrió el camino al activismo
en la lucha contra la corrupción y los derechos humanos en esta organización.
Disfrutaba
integralmente la vida de profesora: la docencia, la investigación y la
extensión; en cambio, fue retador el quehacer político como representante
profesoral en el Consejo de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas donde
fui testigo de prácticas de tráfico de influencias en concursos y ascensos,
populismo en normativas académicas e intercambio de prebendas en procesos
electorales. Tengo numerosos archivos con los votos salvados a decisiones con
las que no estuve de acuerdo, así como impugnaciones y denuncias que me
ocuparon bastante tiempo hasta que solicité el traslado a la FACES en 2010.
Otro gran desafío
estuvo en la gestión administrativa como Directora de Personal de la ULA, entre
2008 y 2012. Época en la que, a pesar de la bonanza petrolera nacional, se
recortó intencionalmente el presupuesto de las universidades afectando con ello
la posibilidad de renovación de cargos, el cumplimiento de las normativas
laborales, los intercambios académicos, las inversiones de mantenimiento en
infraestructuras físicas y tecnológicas, entre otras actividades. Algunos
gremios de trabajadores, molestos por la imposibilidad de la ULA de satisfacer
derechos laborales y envalentonados con el discurso presidencial de votación
paritaria en las universidades, atacaron la universidad junto con los llamados
colectivos; en ocasiones secuestraron sus espacios, sus vehículos, la
televisora, llegando incluso a ocupar violentamente el Consejo Universitario y
enarbolar la bandera del PSUV en la sede del rectorado. Ese bochornoso día debí
huir a gatas del ataque por el tejado del rectorado.
Para cuando los
indicadores económicos y sociales empezaron a reflejar la crisis nacional en
2014 las universidades autónomas ya acumulaban años de desinversión física,
tecnológica y de recursos humanos, resultado de la política del ejecutivo de
acabar con las actividades educativas y científicas ejercidas con libertad,
autonomía y basadas en la meritocracia. Pero también fue el resultado de muchos
años de dependencia despreocupada de la renta petrolera que nos impidió el desarrollo
de capacidades para conseguir recursos propios lo que nos dejó desvalidos
frente a la abrupta quiebra del modelo rentista.
Sobre este tema escribí el año pasado una ponencia para la Academia de
Mérida en la que hice un llamado a la discusión
y reforma del modelo de financiación de las universidades autónomas, cuyas
ideas rescato en esta tribuna con el deseo de evitar la muerte de mengua de
nuestras casas de estudio. Frente a la quiebra económica del Estado el
deterioro de las condiciones de trabajo, la emergencia humanitaria que exige
actuación prioritaria del sector público para atender grupos de población
vulnerables; considerando además los aportes desde la doctrina económica del
sector público y de los análisis de la experiencia internacional sobre el
financiamiento de la educación superior que señalan que la gratuidad es
ineficiente e inequitativa, debemos cuestionarnos si debe y puede el Estado
venezolano financiar enteramente la educación universitaria. Los hechos
demuestran que desde hace años dejó de hacerlo y los profesores y trabajadores
con vocación y no sin grandes sacrificios son los que han mantenido activas las
universidades.
Aunque las autoridades
en el poder quisieran cubrir enteramente la financiación de las universidades
no está el dinero y las prioridades del gasto público apuntan a otros destinos
dadas las características sociales y económicas del país. Otro modelo de
financiación es preciso porque no es sostenible que los profesores y
trabajadores solo reciban un salario emocional por la gratificación de trabajar
en su vocación mientras padecen y ven padecer a su entorno familiar por
carencias básicas; no es sostenible que vivan de la caridad de sus familiares
en el extranjero porque es una situación de excesiva vulnerabilidad que las
contingencias como la pandemia por COVID-19 dejaron al descubierto; no es
sostenible que las universidades se mantengan abiertas si sus profesores y
trabajadores deben tener dos o tres trabajos y altísimas exigencias para
financiar ellos la enseñanza.
Urge que atendamos con
pragmatismo qué es lo posible en la Venezuela de hoy y cómo vencer las
terribles sombras que se ciernen sobre las instituciones de educación superior
del sector público.
09-03-21
https://prodavinci.com/universidad-publica-la-quiebra-de-un-modelo/
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