Américo Martín 25 de abril de 2021
Resulta
irritante que pocos o ninguno de los apremiantes problemas que atentan contra
la vida de los venezolanos, esté siendo resuelto —o cuando menos sometido a
examen— por autoridades serias. Las malas noticias caen obsesivamente sobre la
humanidad de nuestros compatriotas sin que se entienda por qué las variables de
pobreza extrema nos siguen sepultando en los niveles terminales.
Si se
compara, desdichadas naciones parecen ser desplazadas del sótano del
subdesarrollo por Venezuela, que desde los años 1920 —cuando el tirano Juan
Vicente Gómez pudo valerse de la palanca petrolera— estuvo en los primeros
lugares de la región en lo concerniente a ingreso per cápita (IPC), medida por
mucho tiempo usada para conocer la evolución del nivel de vida de naciones o de
regiones.
A
sabiendas de que el sector petrolero constituyó desde sus inicios una economía
externa, dotada de tecnología muy avanzada —razón por la cual solo pudo ser
diseñada y puesta en operación por las grandes transnacionales norteamericanas
y anglo-holandesas— sería demasiado obvio restarle méritos a los gobiernos
venezolanos en el diseño y montaje del mencionado sector. Por supuesto, que
algo hicieron en lo concerniente al mecanismo jurídico para establecer el
sistema de concesiones.
Sin
embargo, desde el principio, el tirano había «olido» el inmenso negocio que
estaba por caer en sus manos, así se tratara de una minucia en comparación con
las ganancias y el poder que tocarían a Standard, la Royal Dutch Shell y otras
hiperpoderosas «hermanas» que en aquellos años dominaron el negocio.
Seguramente la codicia guio sus pasos de modo que, sin complejos y mientras el
manejo era relativamente sencillo, tomaba decisiones por sí solo: «Cobraba un
porcentaje por adjudicar concesiones, eliminó intermediarios. Más tarde,
dispuso vender directamente concesiones a través de una compañía venezolana que
abrió oficinas en Nueva York y Londres» (Magin Valdez, Venezuela:
teoría y política petrolera. Editorial UDO 1973).
Partiendo
de trienios desde 1917-1920 (afirmado Gómez como déspota totalitario) y hasta
su muerte, en 1935, la producción de crudo y productos pegó un salto descomunal
que bastó para deslumbrar a todos los entornos y justificar la bien ganada fama
de nación próspera.
Aprovechar
ese colosal emporio de oro negro, oculto en el subsuelo, fue cosa de niños para
las transnacionales anglosajonas, de modo que lo de Gómez, en materia de
gestión y gerencia, no supuso mucho esfuerzo ni especial talento, pero sin duda
astucia, codicia y falta de escrúpulos y una endiablada suerte para que tan
colosal riqueza reventara cuando el hombre empezaba a despachar.
Seguramente
que la riqueza de su hacienda sirvió de acicate para concebir cualquier sueño,
lo que facilitaría las sociedades de sólidos intelectuales con la bellaca
dictadura justificada por la obra misma. Un intelectual de la calidad de Román
Cárdenas, organizó la hacienda pública, otros el servicio exterior y otros más
la red de carreteras y caminos que, ciertamente, impulsaron el comercio y
transporte interno. Como hacendado latifundista, Juan Vicente está para
impulsar la agricultura y la ganadería.
El
impuesto que el fisco le aplicaba al café y el cacao, a la sazón principales
frutos de exportación, planteaba una seria contradicción al gobierno. El dilema
era eliminar un impuesto que le proporcionaba Bs. 84 millones al fisco pero
frenaba la expansión económica, o dejarles esa suma a los exportadores en
beneficio del crecimiento del producto y el empleo. Prefirió la segunda opción.
El instinto agricultor esa vez le aconsejó bien. No obstante, una revisión
pormenorizada de los altibajos de su larga y tortuosa autocracia de 27 años,
dejaría en claro que sus consejeros no fueron acertados. Gómez era el «gendarme
necesario», expresión esta emanada de Tiers para aplicarla al césar que con
mano dura impone el orden necesario por tiránico.
Esa
tiranía, diseñada para civilizar a un país que no entendía la democracia ni se
sometía a ella, fracasó históricamente: no dejó vestigios civilizatorios ni
alcanzó a retener la simpatía que inicialmente le guardaban sus sucesores.
El
posgomecismo (López Contreras, Medina Angarita) reaccionó contra el gomecismo e
inició la transición hacia la democracia. Hubo, pues, que fumigar las cenizas
del césar para levantar en su contra la democracia, la libertad y la
prosperidad. Eso sí, purificadas de estigmas de maldad y rapacidad.
Entre
dictadores y mandatarios democráticos se desenvuelve la accidentada historia
del poder. Hubo dictadores virtuales —Páez en algún momento— dictadores
comisorios o inevitables, como Bolívar, nombrado por el Congreso de Nueva
Granada; dictadores tolerantes, como Guzmán Blanco; dictadores que por
recientes esperan su juicio final. Pero el sumun de todos ellos, el más totalitario
y consciente de su rapacidad y sus métodos inhuma
Américo
Martín
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