Laureano Márquez 08 de mayo de 2021
@laureanomar
La
casona colonial de la hacienda Las Delicias, ubicada a siete kilómetros al
norte de la ciudad de Maracay, en un entorno campestre sometido a la brisa
suave que se desliza desde la cordillera de la costa, era la propiedad favorita
de las tantas que había acumulado el general Juan Vicente Gómez en los últimos
años.
Poco a
poco la fue convirtiendo en un zoológico público, con animales emblemáticos del
país y algunos más traídos de otras latitudes, gracias a generosos regalos de
gobernantes extranjeros.
Esa
hacienda era el verdadero centro del poder del país, la capital y el Palacio de
Miraflores, habían pasado a un segundo plano.
Maracay,
antes de que él metiera al país en cintura, era un pueblo grande de vaqueras y
añil, no mucho mayor que el que había visitado Humboldt algo más de un siglo atrás,
pero estratégicamente ubicado en el corazón del país y en el de «El
Benemérito», que así llamaban a Gómez, como si fuera su nombre de pila. Con
esmero la había convertido en una ciudad pujante, apoyado en los generosos
ingresos que producía la reciente aparición del petróleo.
La
elevó a capital del estado, llenándola de obras públicas que la prestigiaban.
Entre
ellas, un teatro, el Ateneo, al que encontró pequeño el día de su inauguración
y plantó reclamó al arquitecto en el instante: «yo no mandé a hacer un teatro
solamente para mi familia».
Dispuso
entonces la construcción de uno nuevo de mayor tamaño, el cual quedará
inconcluso a su muerte, siendo primero una gallera y luego un estacionamiento
público, hasta que cuarenta años más tarde, por fin, abrió sus puertas el
Teatro de la ópera, en tiempos del primer gobierno del Dr. Caldera.
También
tenía Maracay, gracias él, una bella plaza de toros –la que hoy día se conoce
como Maestranza César Girón– que copiaba la de Sevilla y en la que siempre se
le brindaban toros al general cuando este asistía a las corridas.
Dispuso,
además, la construcción de un aeródromo –hoy museo aeronáutico– que sirviera
como escuela a la incipiente aviación militar. En él aterrizó Lindbergh con su
famoso Spirit of St. Louis y Gómez al recibirle comentó a su hijo: «parece
buena gente».
Mandó
a edificar igualmente un hospital y un majestuoso hotel, demasiado grande para
tan pequeña ciudad: el Hotel Jardín, donde Gardel, en una de sus últimas
presentaciones antes de su trágica muerte, cantó para el general el tango
«pobre gallo bataraz».
Ese
día, hubo sobresalto entre público, incluso algunos expresaron en voz baja sus
temores de que metieran preso al Morocho del Abasto por el atrevimiento cuando
él arrancó a cantar:
“Pobre
gallo bataraz,
se te está abriendo el pellejo.
Ya ni pa’ dar un consejo,
como dicen, te encontrás,
porque estás enclenque y viejo,
¡pobre gallo bataraz!”
Un
silencio expectante congeló los asistentes en el gran salón del hotel. El
anciano presidente sonrió y todos le siguieron aliviados.
«Estuvimos
a ñinguita de una guerra con la Argentina», comentó con discreción, algún
bromista. El general le regaló al Zorzal Criollo diez mil bolívares de plata,
que Gardel dejó – en gesto que denota su nobleza– a los exiliados de la
dictadura a su paso por Curazao.
Pero
lo que más había levantado el anciano dictador en Maracay eran cuarteles,
muchos cuarteles. Para acabar con las montoneras y guerras civiles en las que
se había desangrado el país desde la Independencia, era esencial la creación de
un ejército nacional. Él lo había logrado y ese ejército lo apuntalaba.
Estaba
dirigido por un militar brillante: Eleazar López Contreras, general de tres
soles.
Laureano
Márquez
@laureanomar
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