Por Hugo Prieto
Una pregunta tardía. Pero no
por eso menos urgente y crucial. ¿Qué tanto de la polarización política ha
permeado en la academia? Le prepongo el tema a Juan Cristóbal Castro*. Si bien
en la academia no encontramos la lógica binaria y destructiva que la esfera
mediática exaltó hasta el paroxismo, desvirtuando la información y el
periodismo, hay en aquélla sutilezas, relativismos, complicidades que refuerzan
el capital simbólico de las tradiciones revolucionarias, con Cuba a la cabeza,
de América Latina.
El pasado cuenta. Y más si
es deliberadamente maquillado para atenuar las cicatrices que ha provocado la
violencia —en sus variantes más crudas— de modelos autoritarios como los de
Venezuela y Nicaragua, apadrinados por la dictadura
castrista.
La lógica de la polarización
encontró en la esfera mediática un campo de batalla, donde se libró una guerra
en la cual Hugo Chávez derrotó a un tipo de periodismo más inclinado por la
propaganda y el activismo que a la propia información. Le sirvió, además, para
identificar a un enemigo, desvirtuar el debate político y buscar a un culpable
¿Esa lógica de la polarización, de alguna manera, permeó en la academia?
Puedo hablar desde mi
experiencia en el campo de las humanidades y de las ciencias sociales. En
principio, creo que se hicieron grandes esfuerzos por evitar esa polarización
abriendo espacios de debate, espacios de diálogo. Ahora bien, creo que hay que
hacer un balance retrospectivamente. Al igual que lo hemos hecho con la
oposición, con los políticos, también tenemos que hacer balances de la sociedad
civil y de lo que podríamos llamar el campo intelectual y el campo cultural
venezolano. Hay que ver dónde pudo haber problemas, dónde pudo haber
limitaciones. En el campo intelectual hay cosas que sopesar todavía. En ese
sentido, diría que la polarización sirvió para crear un mercado intelectual, un
mercado literario, donde se abrieron editoriales privadas, entre otras cosas,
porque el chavismo empezó a copar todos los espacios. Se dieron logros y
grandes trabajos. Pero, por un lado, se desdeñaron iniciativas orientadas a
rescatar autores del pasado venezolano, a rescatar relecturas creativas
importantes, salvo historiadores que siempre han estado trabajando en eso.
Puedo hablar de la crítica literaria, de la crítica cultural. Hubo una
necesidad de crear un intelectual, un escritor, opositor en concursos que se
dieron en algún momento. Esta necesidad mermó mucho la capacidad de generar
proyectos críticos. En ese sentido hay páginas
como Prodavinci y Trópico Absoluto, pero su alcance es limitado.
Habría sido necesario trabajar más en dimensiones más abiertas. Se mermó mucho
también la valoración de trabajos de intensidad investigativa, uno puede citar
a Ana Teresa Torres y trabajos específicos, que sí se dieron. En cambio, hubo
muchas publicaciones de cronistas, de cuentistas. Entonces, el saldo no
ha sido tan abundante como ha debido ser para generar discusiones importantes.
¿En qué temas? ¿Podría
mencionar un caso específico?
La revisión de los años 60,
con el tema de las guerrillas, con el tema ideológico, que es fundamental, son
objeto de grandes libros de investigación en estos últimos años. Es decir, nos
tomamos casi 18 años para generar trabajos importantes. Se
escribieron papers, pero trabajos de investigación de nivel hubo pocos, o
no hubo suficientes como para enfrentar los grandes dilemas que abría el
populismo autoritario. O, incluso, para llevar al debate en los medios unas
reflexiones, unos posicionamientos políticos, mucho más cuidadosos o con mucha
más profundidad, de lo que pudimos hacer en ese período. No quiero subestimar
lo que se hizo, pero haciendo un saldo, creo que faltó un poco eso. Al punto de
que hoy todo está muy mermado y se ha perdido un poco esa dimensión de la
discusión pública, que no pasa por el periodismo necesariamente, sino por ese
campo intelectual donde se debaten ideas, investigaciones y teorías de gran
calibre.
Cuando se circunscriben el
pensamiento, la acción y los recursos a un solo objetivo —la polarización
misma— se soslayan otros asuntos, otras aristas. En esa misma medida, el debate
y la comprensión de los retos que plantea el populismo autoritario, se
erosiona, se simplifica, se empobrece. ¿Qué piensa alrededor de este
planteamiento?
Recientemente se celebró un congreso (Lasa Venezuela) y se abrieron varias mesas que iban desde temas de literatura hasta ciencias sociales, incluso se cruzaban líneas de gente que está trabajando en el campo de las humanidades con gente que está trabajando en arte. Allí había un horizonte para pensar los múltiples dilemas que genera la crisis venezolana. Fue un evento maravilloso, que se hizo con muchas dificultades, donde paradójicamente quienes ayudaron más fueron gente del interior. Y la pregunta que uno se hace es ¿Por qué estos eventos no fueron tan recurrentes en Venezuela? ¿Por qué durante el boom petrolero (2007—2013), en donde todos tuvimos mucho dinero —unos más que otros— no fuimos capaces de pensar plataformas similares? ¿Por qué tenemos que depender de la cooperación internacional para armar este tipo de plataforma? ¿Por qué muchos proyectos quedaron personalizados —en un intelectual opositor— que en el fondo como que comía de otros proyectos para él mismo, en vez de crear espacios de discusión y a partir de ahí generar proyectos en conjunto? Quizás porque hay una cultura muy de nosotros que habría que estudiar desde la sociología cultural, desde la sociología intelectual. En general, diría que no hay un hábito de hacer proyectos culturales, proyectos intelectuales, a la manera como lo han hecho los argentinos o el exilio cubano, donde uno ve un trabajo interesantísimo y por eso estamos viendo lo que está pasando con el movimiento San Isidro, por cierto. Yo siento que esa dimensión no se ha considerado mucho en Venezuela. Que los grandes defensores de las sociedades abiertas no fueron capaces de generar estímulos para respaldar, para trabajar, en esta otra dimensión del espacio y del debate público. Se pensó mucho en el periodismo, en la dimensión mediática, y se obvió esta otra dimensión que requiere tiempo, espacios y plataformas también.
Juan Cristóbal Castro por Joel Guzmán | RMTF
En la medida en que no hay
elementos que confluyan, elementos que refuercen una tesis política que —en
este caso sería la tesis política de la democracia liberal y de las sociedades
abiertas—, digamos, ¿No se abona el terreno para que, en esa misma medida, sea
el populismo autoritario la tesis preponderante, la tesis que prevalezca?
Cuando tienes una sociedad
reacia a aceptar la democracia como debate, como conflicto y negociación
permanente, cuando te quedas solamente en el terreno de un imaginario
tecnocrático, que quiere poner orden a partir de ciertas visiones formalistas
de la ley y de ciertas visiones empresariales, obviamente estás dejando un
caldo de cultivo para la expansión de tendencias populistas. Hay que entender
que las versiones más recientes del populismo —Venezuela es precursora en ese
aspecto—, que algunos han querido teorizar (entre otros el fallecido pensador
argentino Ernesto Laclau) es producto del abandono de ciertas dimensiones
democratizadoras que, de alguna manera, se están perdiendo por un imaginario,
por una visión política, muy tecnocrática. Visión que no está entendiendo que
estamos viviendo momentos de cambio, de transformación —las redes sociales, por
ejemplo, dan cabida a muchos sujetos y comunidades— entonces tienes que
aceptar que hay ingentes demandas sociales que hay que procesar, que hay que
negociar, y de alguna manera satisfacer. Si no lo haces a través del debate, y
de la política, como transformación permanente y mutua; si no entiendes eso,
las demandas populistas van a irrumpir con gran fuerza.
El relativismo se ha convertido
en el gran expediente para establecer una equidistancia entre las democracias
latinoamericanas y los populismos autoritarios de la región. Si mi interés
(Venezuela) es ubicarme del lado de las víctimas que produce el modelo
autoritario y el tuyo (Colombia) es ubicarte en el conflicto geopolítico (donde
el enemigo principal son los Estados Unidos), ambos tenemos coartada para
defender posiciones políticas e ideológicas. Si no hay debate, ambos podemos
seguir atrincherados en la polarización mineralizada. Sin plataformas donde
puedas ubicar información y estudios académicos de primer nivel es muy difícil
desmontar ese relativismo. ¿Cuál es el saldo de esa dinámica?
Esa dinámica ha sido muy
perversa, porque es más sofisticada que la simple mirada ideológica que
contrapone o que defiende un modelo sobre el otro. Yo creo que una de las
deficiencias de nuestro campo —la academia en las ciencias sociales— es no
entender las sutilezas con las que se ha querido relativizar, como dices, la
situación venezolana. Una de las operaciones argumentativas de las que se han
ido valiendo muchos críticos y muchos políticos para desvirtuar lo que ocurre
en el país, quizás porque no pueden negar la situación de los derechos humanos
ni los estudios que muestran la catástrofe venezolana es precisamente
establecer equivalencias falsas entre unas violencias con otras. Lo que está
sucediendo en Colombia es terrible y lo venimos denunciando y criticando, pero
yo no veo a colegas venezolanos minimizando la situación en Colombia para
compararla y establecer equivalencias, como si fuese casi lo mismo, con lo que
está sucediendo en Venezuela. Pero sí lo he visto en cierta intelectualidad de
izquierda en Colombia, una obsesión por establecer una equivalencia perversa,
como si fuese casi lo mismo, para desprestigiar las críticas que se le hacen al
régimen de Maduro. Eso ha sucedido también con colegas chilenos, con colegas
argentinos, que establecen esas equivalencias, de manera perniciosa, para
relativizar la situación de Venezuela. Entonces, el debate aquí tiene que ser
muy cuidadoso, muy ajustado a la realidad, porque, por un lado, están aceptando
que tienen que cambiar sus argumentos. Eso en sí mismo es un hecho importante.
Pero, por otro lado, hay que desarmar estos usos argumentativos, con
información comprobable y estudios validados. No podemos quedarnos de brazos
cruzados esperando a que esas posiciones las rebata el tiempo, como si el
tiempo en sí mismo lo solucionara todo. Obviamente, la intelectualidad tiene
que tomar posición, elaborar respuestas, elaborar críticas y para eso
necesitamos un trabajo de análisis e investigación, así como plataformas de
debate y discusión. No hemos tenido esa visión de largo plazo para trabajar
esos espacios. Más bien, nos hemos quedado en una dimensión de la realidad
demasiado fáctica, en el sentido periodístico. Necesitamos otras dimensiones,
donde entra la literatura, las ficciones y la elaboración teórica e
intelectual.
Justamente, ese relativismo
ha sido la gran coartada del régimen cubano, que no solamente ha disfrutado de
buena prensa y de espacios afines en la academia, tanto de Europa como de
Estados Unidos y América Latina. El chavismo también se ha beneficiado, aunque
no en la misma dimensión. También, por ese lado, hemos perdido muchos espacios
de ideas, teorías, conocimientos que desnuden las falacias del régimen
cubano.
Hay que tomar en cuenta el
desdén profundo que nuestras élites, nuestros líderes de oposición, muestran al
mantener estos debates latinoamericanistas, pensando que todo se resuelve en
una dimensión más pragmática de trabajo político, sin trabajar el tejido
simbólico, ese imaginario, esas tradiciones, donde la figura de Cuba y la
tradición revolucionaria es muy importante en su relación y en su experiencia
de crítica con respecto a las intervenciones de Estados Unidos en el
continente. La experiencia de Venezuela, en ese sentido (no hubo invasiones ni
intervenciones armadas), es muy distinta. Pero el hecho de que no entendamos
que estamos insertos en una geopolítica y en unas tradiciones latinoamericanas
nos hacen muy vulnerables al capital simbólico que tiene Cuba. Y que es algo
mucho más complejo a lo que uno pensaría. Creo que muy pocos académicos,
digamos, los más recientes estarían dispuestos a defender «el legado de la
revolución», más bien se ha abierto mucho la crítica, gracias a un trabajo
persistente del exilio intelectual cubano, cuya presencia es significativa en
universidades de Estados Unidos, Europa y América Latina. Han ido cuestionando
el relato que se impuso después de la revolución y mostrando las violencias
(del castrismo). Lo que es curioso es que todavía el capital simbólico de Cuba,
a nivel estratégico, es muy poderoso. Es decir, se ha subestimado el mito
revolucionario, incluso ahora que se cuestiona al régimen cubano y sus
violencias, lo que a su vez hace muy difícil la crítica hacia lo que sucede en
Venezuela o en Nicaragua. Entonces, hay unas líneas de complicidad. Se hacen
críticas, pero deben ser maquilladas y cuidadosamente para que no rompa el
capital simbólico de Cuba. Hasta en eso es sofisticado lo de Cuba.
Juan Cristóbal Castro por Joel Guzmán | RMTF
El objetivo que subyace,
creo yo, es «salvar la revolución», como se ha dicho tantas veces en Cuba y más
recientemente en Venezuela. De ahí la complicidad y el maquillaje, pero también
un planteamiento de fondo: en realidad, no se quiere romper con una revolución
que sencillamente fracasó. Hay una relación —más afectiva que intelectual—, que
tiene que ver con el mito de la revolución cubana.
Sí. A veces el problema no
está en la posibilidad de salvar o no (a la revolución). Ese es un dilema que,
efectivamente, desarrollan estos teóricos que relativizan todo. La idea de que
haya una transición en Cuba, se piensa que significaría el cese de ciertos
legados de la revolución que pudieran ser rescatables o de ciertas
reivindicaciones sociales. Y si se acaba con todo eso en Cuba se acabaría en
toda América Latina. Hay una visión que yo llamaría «la interiorización de la
Guerra Fría», que en la superficie se asume como una etapa superada, en estos
teóricos y en algunos políticos, que se dicen más abiertos, que supuestamente
tienen otra visión de Estados Unidos, otra visión de las realidades que se han
estado sucediendo, pero a nivel afectivo y existencial han interiorizado el
temor de la Guerra Fría. Ese temor, en la dimensión en que la señalas, hace que
se cierren a una transición política, pensando, justamente, que se perderían
algunos legados y reivindicaciones sociales que la revolución misma ha querido
defender. Siempre hay el miedo de que en la medida en que cedas, te va a comer
la nueva derecha, los nuevos proto fascismos, el imperio estadounidense.
Entonces, es algo sofisticado otra vez.
Supongo que está al tanto de
lo que está pasando con la educación pública universitaria. Sencillamente, está
liquidada. ¿En qué medida nos habla eso del retroceso que hemos tenido en
Venezuela?
Hay varios puntos que
quisiera introducir. Lo primero es la paradoja de un gobierno, de un régimen
revolucionario, que acabó de la manera más despiadada con la educación pública.
Eso no lo ha hecho ni el más neoliberal de los gobiernos. Las universidades
privadas son las únicas que están sobreviviendo en Venezuela. Esa es una ironía
que ya la han dicho varios críticos del chavismo. En segundo lugar, quisiera
subrayar otros elementos: la única manera de lidiar con esta crisis es la
necesidad de que seamos más creativos. Tenemos que hacer un llamado a los
venezolanos, a los de adentro y a los de afuera, a buscar alternativas, a ser
más abiertos, dejar de estar en los lugares cómodos o incómodos, para buscar
modelos de acción e interacción, la posibilidad que ofrecen las redes sociales,
las clases en línea, gracias al virus o por culpa del virus, abren opciones que
son importantes de explorar y se están explorando. A mí me preocupa que los
venezolanos nos cerremos a los espacios de diálogo y de intercambio. Sólo ahora
con el evento de Lasa y quizás otros. Hay que valerse de esos recursos y de
otras opciones, como los convenios que pudieran establecer los jefes de
departamento de las universidades públicas venezolanas con las universidades de
afuera. Cuba, por ejemplo, tiene numerosos convenios con universidades
norteamericanas, y por eso ese diálogo constante que si bien, en algunos
aspectos, favorecen al régimen, en otros no. Y lo estamos viendo con el
movimiento San Isidro, muchos de los intelectuales que ejercen la crítica
vienen de esos convenios, de esa formación.
¿Qué hay de Luis Castro
Leiva y Carole Leal en sus inquietudes intelectuales?
Yo vengo de la literatura,
mi padre estudio Ciencias Políticas y Derecho. En ese sentido, teníamos miradas
muy distintas. A mí me gusta pensar desde la literatura y desde ciertos
artefactos culturales, como las artes, los fenómenos políticos. Desde esa
dimensión de la realidad, que no es la mera dimensión empírica, sino desde la
potencialidad y la virtualidad de las realidades y los imaginarios. Carole ha
tenido una gran influencia, además ha sido mi gran interlocutora. La influencia
de mi padre ha sido clave, sobre todo, a partir de los últimos años de su
existencia, cuando él vio (anticipó) la crisis política que se estaba dando en
Venezuela. Y las reflexiones que despertó en él. No todas las entendía, porque
como te digo, vengo de otra línea. A lo largo del tiempo, releyendo sus
escritos, me he aproximado a la visión que él tenía del republicanismo. Me ha
influenciado mucho esa línea de investigación que viene de una línea
intelectual y académica de sus años de formación en Inglaterra, de los
lenguajes políticos. A mí me resultó muy interesante, porque lograba
discriminar distintos tipos de republicanismo. Muchos hablan de que hay que ser
republicanos y es verdad. ¿Pero de qué tradición republicana estamos hablando?
Mi padre estuvo muy obsesionado al tratar de entender la dimensión republicana
que se dio con el bolivarianismo. ¿Qué tradición se incubó en El Culto a
Bolívar? —para introducir la frase de Germán Carrera Damas— y vio los problemas
que había ahí. Ver, además, otras tradiciones que estaban en nuestros
intelectuales, que fuesen menos perniciosas, con respecto a las realidades que
se han vivido en Venezuela. Por eso él trabajó mucho el pensamiento de Juan
Germán Roscio, que estaba pensando en otro tipo de republicanismo. Siento que
Carole también ha trabajado mucho pensando en lo que fue la primera república
en Venezuela.
***
*Profesor de la Pontificia Universidad Católica de
Valparaíso (Chile). Hizo sus estudios doctorales en la Universidad de
California. Su maestría de Literatura Comparada en la UCV. En la misma
universidad hizo en el pregrado la doble carrera de periodismo y letras. Ha
sido profesor de la Universidad Simón Bolívar y de la Universidad Pontificia
Javeriana (Bogotá). Entre otros libros, ha publicado Alfabeto del Caos:
Crítica y Ficción en Paul Valéry y Jorge Luis Borges (2009); Idiomas
espectrales (2016) y El Sacrificio de la página: José Antonio Ramos
Sucre y el arkhé republicano y la novela Arqueología
sonámbula (2020)
11-07-21
https://prodavinci.com/juan-cristobal-castro-subestimamos-el-mito-revolucionario/
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