Ángel R. Lombardi Boscán 27 de agosto de 2021
Confieso
mi admiración —y distanciamiento, a la vez— ante el hombre de las dificultades,
por toda la impronta militar que le rodea. El Bolívar que los venezolanos
decimos que existe es toda una impostura. No tiene nada que ver con el Bolívar
histórico y real que una vez fue.
Para
conocer a Bolívar, sin el contrabando con el que nos lo han vendido, hace falta
desarrollar una perspectiva histórica basada en contrapuestos y matices.
El
mito es una capa espesa que recubre los recuerdos y los deforma. La historia en
manos del Estado es una propaganda cuya norma de estilo es la mentira. Y
Bolívar, el padre de la patria, no es más que un personaje inventado y
reinventado para servir a una lógica de poder que necesita algún tipo de
legitimación.
El
Bolívar real es mucho más interesante e inspirador que el de la ficción. Y,
básicamente, porque fue un dios caído. Luego de Boyacá (1819), Carabobo (1821),
Junín (1824) y Ayacucho (1824), Bolívar puede vivir de su gran anhelo añorado:
la liberación de un continente, atrapado por el vetusto colonialismo hispánico,
pero sobre todo, pudo disfrutar de la gloria en vida, ese gran sueño romántico
que le marcó luego de presenciar, atónito y con tan solo 21 años de edad, la
autocoronación de Napoleón Bonaparte en París bajo la espectral atmosfera de la
Catedral de Notre Dame en 1804.
El
Bolívar que va de 1821 hasta 1826 es la encarnación viviente del hombre
providencial y mesiánico. No hay barreras en el camino sino elogios y
aduladores a granel para alimentar su leyenda.
Internacionalmente
se le reconoció como un gran héroe, tanto es así que lord Byron —otro
aventurero y soñador, aunque poeta— no tuvo reparos en colocar el nombre de
«Bolívar» como insignia reluciente en su yate mediterráneo. El mismo Bolívar, a
su vez, se dedicó a ampliar su fama a través de gestos teatrales y proclamas
hiperbólicas muy de su gusto. Celoso hasta el extremo de su reputación, nunca
imaginó la dureza de su caída y desencanto.
Los
mismos aliados y caudillos con que Bolívar acompañó su éxito militar fueron la
principal causa de su perdición. Páez se le alzó en Venezuela y cuestionó el
proyecto unitario de la Gran Colombia. Santander no quiso aceptar el rol de
comparsa y segundón desde Bogotá. Por los fríos páramos de Pasto y la
cordillera peruana empezó a ser percibido como un usurpador, un extranjero
engreído, arquitecto de naciones aéreas, como Bolivia.
En
1828 intentan matarle en Palacio y es Manuelita, la fogosa amante, quién le
salvó de una segura muerte. Urdaneta, el lugarteniente fiel, aunque celoso de
Sucre, se encarga de la empresa punitiva donde cae el almirante Padilla, el
artífice del triunfo en la Batalla Naval del Lago de Maracaibo en 1823. Ya en
ese entonces los héroes trocaban en antihéroes y la causa de la Independencia
se había disipado a favor de otra más egoísta y falaz: la causa de los
caudillos bárbaros y sus respectivas clientelas. El canibalismo entre los
soldados de la libertad en todo su esplendor.
El
golpe de gracia definitivo lo recibe el Libertador cuando se le anuncia el
artero asesinato del «Abel de América», el muy joven Sucre, un general de
apenas 35 años y que, a diferencia de su mentor, carece de vocación por el
mando y el poder.
Álvaro
Mutis (1923-2013), tan buen escritor como su compatriota Gabriel García Márquez
(1927-2014), ambientó magistralmente ese momento de pesadumbre y desolación
totales en el cuento: El último rostro (1974), que sirvió de
andamiaje para que el Gabo produjese su El general en su laberinto (1989).
Muy sabiamente, ambos escritores prefirieron el retrato del gran hombre en la
miseria que al altisonante liberador de pueblos. Intuyeron que el Bolívar
humano, el desconocido para la inmensa mayoría, era más heroico besando el
barro.
Ángel
R. Lombardi Boscán
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